jazlyn.spinka
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Las vacaciones te permiten embarcarte en proyectos que en otro momento encontrarías disparatados. Por ejemplo, enviar un mensaje en una botella lanzada al mar. Eso es algo que —confesémoslo— todos hemos querido hacer alguna vez, a ver qué pasa, pero la mayoría hemos ido aplazándolo porque no hemos tenido tiempo, no sabíamos qué poner o nos parecía una solemne tontería. En mi caso, ha sido fundamental ahora para entregarme al experimento la lectura de un libro definitivo sobre el tema, Mensaje en una botella, de Wolfgang Struck (Ariel, 2024). Presentado como “una obra cautivadora sobre la relación entre las botellas mensajeras, la investigación científica, las corrientes marinas, la cartografía del globo y el colonialismo” (últimamente parece que todo ha de tener que ver con el colonialismo), me pareció imprescindible para el verano en Formentera, que ofrece grandes oportunidades de lanzar botellas al agua (y para vaciarlas ni digamos).
El libro de Struck, profesor de literatura comparada en Erfurt (Alemania), ha resultado ser buenísimo, a diferencia de otra de mis grandes apuestas estivales, que parecía segura, El río de la muerte, de mi admiradísimo Alistair Maclean (La odisea del Ulises, Los cañones de Navarone, El desafío de las águilas), una novela que encontré en una vieja edición de Emecé de 1982 y que tenía todos los ingredientes para ser una gozada: nazis escapados con tesoros en un submarino a Brasil, una ciudad perdida en la selva del Mato Grosso, indios peligrosísimos, agentes dobles, pirañas y la frase inolvidable, con un eco de Lord Jim (cuando el protagonista remonta el río hacia Patusán), “no era la primera persona que confundía un tronco flotante con un caimán, situación mucho más saludable que a la inversa”. Desgraciadamente, El río de la muerte es un bodrio; en fin, tiene algo tranquilizador ver que hasta Alistair Maclean podía pifiarla.
Volviendo a la botella, y el mensaje en su vidrioso vientre, Mensaje en una botella no es un libro de manualidades sobre cómo proceder con el tan azaroso sistema de comunicación marítima, sino un ensayo sobre un experimento científico histórico que a primera vista puede parecer bastante pintoresco. Struck ha estudiado los más de seiscientos mensajes recuperados de botellas que se conservan en la biblioteca de la Agencia Federal Alemana para el Transporte Marítimo e Hidrografía, con sede en Hamburgo. Dichos mensajes embotellados, lanzados desde barcos y hallados en una gran variedad de circunstancias (en las redes de pescadores, en la playa por gente que practicaba el beachcombing, la búsqueda de despojos del mar), fueron recopilados por el Observatorio Marítimo Alemán y analizados y archivados por Georg Balthasar Neumayer (1826-1909), pionero de la oceanografía en Alemania. Los mensajes de la colección de Neumayer no son peticiones de auxilio de náufragos, testimonios finales de catástrofes navales o desesperadas notas románticas (o mapas del tesoro), sino formularios en los que constan los datos fríos del lanzamiento y las coordenadas, y cuyo propósito era calcular las corrientes marinas.
De entrada, uno siente cierta decepción por el pragmatismo del asunto —a Neumayer no le interesaban los dramas del mar ni las aventuras, sino poner al servicio de la ciencia la costumbre del lanzamiento de botellas—, pero Struck, que subraya que en esos aparentemente tan desapasionados documentos se refleja una cultura marítima entregada a “desentrañar los secretos del mar”, nos arrastra a una singladura apasionante en la que aparecen, entre otros, Michelet, Edgar Alan Poe (Manuscrito encontrado en una botella), la corbeta de la Marina Imperial Bismarck (antecesora del célebre acorazado), Dickens y Wilkie Collins (autores de Un mensaje del mar) y, por supuesto, Los hijos del capitán Grant. También Paul Celan, por su hermosa comparación del poema como una botella lanzada al mar con la incertidumbre de si su mensaje llegará.
El libro presenta en sendos capítulos 15 mensajes seleccionados de la colección Neumayer y que le sirven al autor para explicar el sistema, la historia y las vicisitudes de la empresa y a la vez para trazar una reflexión sobre la ciencia y sus métodos, sin olvidar la proyección literaria del motivo de la botella con mensaje. El mensaje número 1, lanzado el 14 de julio de 1864 desde el Norfolk en ruta de Melburne a Londres a 56 º 40′ de latitud sur y 66º 16′ de longitud oeste, fue hallado en una playa australiana 2 años, 10 meses y 26 días después tras recorrer 9.600 millas náuticas. El número 518 fue encontrado ¡9 años, 8 meses y 7 días! después de su lanzamiento al mar desde la corbeta Bismarck. Los mensajes incluían un impreso para que el que los encontrara anotara las circunstancias del hallazgo al remitirlos al organismo naval alemán.
El Flaschenpost (correo en botella) generó una extensa correspondencia científica y un gran debate sobre su capacidad real para arrojar datos fiables de interés (el gran explorador polar Sir John Ross, detractor del proyecto, habló de bottle falacy, la patraña de las botellas). Neumayer, que era todo un personaje (lo hicieron caballero y el primer observatorio alemán en la Antártida fue bautizado con su nombre en 1981), calculó, y aquí nos resuena Verne, que un mensaje embotellado tardaría cuatro años y 93 días en dar la vuelta al mundo. Por supuesto, para eso contaba la suerte, porque, constataba el científico, mencionando peligros como los arrecifes, las ballenas o el pico afilado de un albatros curioso, muy pocos acaban siendo encontrados. Y si quien lo hacía era un pescador africano que no entendía el alemán… Por otro lado, algunos resultados resultaban desconcertantes: dos botellas lanzadas al mar desde el mismo barco en el mismo momento acabaron en orillas opuestas del Atlántico.
Especialmente interesante es la parte en que Struck traza la historia de la vieja costumbre de lanzar botellas con mensajes que Neumayer quiso continuar científicamente. Explica que un escritor francés de época napoleónica, Jacques-Henri Bernardin de Saint Pierre, fue el precursor de la idea del correo con botellas al mar. Aunque ya antes un filósofo griego y un samurái habrían experimentado con el método. Y recuerda el autor que el propio Colón, al regreso de su primer viaje y ante el riego de zozobrar, dejó caer desde La niña un barril con un mensaje dando noticia de su descubrimiento y la promesa de una recompensa de mil ducados a quien lo encontrara y devolviera. El barril sigue desaparecido a día de hoy.
La Marina inglesa isabelina habría enviado mensajes secretos en botellas y los súbitos de la Corona tendrían prohibido bajo pena de muerte abrirlas: solo lo podía hacer un “descorchador de botellas marinas oficial”. En todo caso, hasta bien entrado el siglo XIX y la producción industrial de vidrio lanzar al mar botellas, que eran tan valiosas, parecía un despropósito. El Flaschenpost original, también llamado más evocadoramente Neptunspost (correo de Neptuno) se refería a los mensajes en botellas lanzados por la borda en caso de naufragio, para dar información del suceso y consuelo a los familiares de los desaparecidos. Desde el vapor London (tan conradiano), hundido en 1866 y en el que se ahogaron 220 de las 239 personas a bordo, se lanzaron seis. Un caso curioso es el de la botella hallada por unos pescadores en Cornualles que contenía la necrológica del por lo demás ignoto filósofo T. P. York, fallecido a bordo del paquebote Leeds y entregado ceremonialmente al mar. Y otro es el del descubrimiento de que se había producido un sangriento motín en la goleta Lennie gracias a las 24 botellas con esa información lanzadas por el camarero y el grumete del barco.
Con toda esta información en la mano, he procedido a enviar mi propio mensaje en botella. La primera decisión a tomar es, claro, qué botella escoger. Un paso previo es vaciarla y ahí me tentaba usar la de whisky marca Shackleton que me regaló Jordi Serrallonga y que está por la mitad, o una de las de contundentes hierbas isleñas que te ofrecen a granel en los restaurantes de Formentera, probablemente para que te falle la visión y veas borrosamente la cuenta y no te desmayes. Finalmente, sin embargo, opté por una bonita en forma de frasco antiguo que evocaba una historia de piratas. Sopesé meter un barco, pero estábamos a lo que estábamos. Me llevó bastante tiempo decidir qué tipo de mensaje escribir. Una posibilidad era introducir directamente una cuenta de restaurante y añadir con mano trémula “¡No vengáis!, ¡hay caníbales!”. ¿La letra de la canción de Police? Fantaseé con inventarme mensajes del capitán Cook (“de camino a parrillada en Hawai”), de Long John Silver, incluida una mota negra, o de Jack el Afortunado, con el añadido de un espécimen de Maturin. Unas líneas de Ahab, resumiendo Moby Dick, o de Nemo. Pero el experimento requería ser serios. Quizá unos pensamientos íntimos. O una confesión.
Finalmente, bajo la influencia de Neumayer, escribí pragmáticamente en una hoja arrancada de mi Moleskine: “Este mensaje se envía con el científico propósito de ver qué capacidad tienen de funcionar los mensajes en botella lanzados al mar. También hay una intención romántica detrás, formar parte de la larga cadena de mensajes similares que se han enviado en la historia y la literatura”. Y añadí que agradecería que, de encontrar la botella y su contenido, entre el que incluí 10 euros por las molestias (probablemente los 10 euros peor gastados de mi vida), se me informara a mi número de móvil. Puse en la botella también una página de mi desmontado ejemplar de Lord Jim con una referencia a lo grande que es el mar (“ancho es el Pacífico”) e, incapaz de establecer mis coordenadas, un dibujito de la isla de Formentera. Introduje por último una nota personal por si quien encontraba la botella era una sirena (¿qué haría una sirena con 10 euros?). Y sellé minuciosamente el tapón de corcho con cera.
Quedaba la cuestión del punto desde el que lanzar la botella. Me tentaba hacerlo desde el pequeño y romántico acantilado junto al Pelayo en el que me entrego a sublimes reflexiones, pero había muchas posibilidades de que el mensaje volviera allí mismo, al Pelayo, con el ridículo consiguiente. Así que decidí hacer el lanzamiento a lo grande, desde un barco. Y lo hice, aprovechando el regreso de vacaciones, desde el ferri GNV Sealand en el trayecto Ibiza-Barcelona, que cubrí justo el día antes de que se desencadenará el pasado miércoles 14 la galerna que dejó embarrancados tantos veleros, incluido el de Vincent, y que pareció un salvaje homenaje de la naturaleza al centenario de la muerte de Conrad. Para que luego digan que el martes y 13 ni te cases ni te embarques. Esperé a que lleváramos un buen rato navegando. Salí a cubierta y tras estar seguro de que nadie me veía y de que no había ningún tiburón martillo que se pudiera zampar mi esforzada botella como le pasó al capitán Grant, la lancé al mar. La botella trazó una larga curva y cayó destellando entre las olas para alejarse flotando. Recité como si librase al mar los cuerpos de los caídos de la Surprise o el de T. P. York: “Por millares nos contamos los que, ilustres o de oscuro nombre, andamos errantes ganando del otro lado de los mares nuestra fama, nuestro dinero o solo una corteza de pan, pero me parece a mí que el volver a casa ha de ser algo como ir a rendir cuentas”. Fue un momento de una rara emoción en el que se fundían tantas imágenes y relatos. Tanta aventura y esperanza. Todo el mundo debería lanzar alguna vez una botella al mar.
Y si alguien la encuentra y avisa, ¿no será esa otra bonita historia?
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El libro de Struck, profesor de literatura comparada en Erfurt (Alemania), ha resultado ser buenísimo, a diferencia de otra de mis grandes apuestas estivales, que parecía segura, El río de la muerte, de mi admiradísimo Alistair Maclean (La odisea del Ulises, Los cañones de Navarone, El desafío de las águilas), una novela que encontré en una vieja edición de Emecé de 1982 y que tenía todos los ingredientes para ser una gozada: nazis escapados con tesoros en un submarino a Brasil, una ciudad perdida en la selva del Mato Grosso, indios peligrosísimos, agentes dobles, pirañas y la frase inolvidable, con un eco de Lord Jim (cuando el protagonista remonta el río hacia Patusán), “no era la primera persona que confundía un tronco flotante con un caimán, situación mucho más saludable que a la inversa”. Desgraciadamente, El río de la muerte es un bodrio; en fin, tiene algo tranquilizador ver que hasta Alistair Maclean podía pifiarla.
Volviendo a la botella, y el mensaje en su vidrioso vientre, Mensaje en una botella no es un libro de manualidades sobre cómo proceder con el tan azaroso sistema de comunicación marítima, sino un ensayo sobre un experimento científico histórico que a primera vista puede parecer bastante pintoresco. Struck ha estudiado los más de seiscientos mensajes recuperados de botellas que se conservan en la biblioteca de la Agencia Federal Alemana para el Transporte Marítimo e Hidrografía, con sede en Hamburgo. Dichos mensajes embotellados, lanzados desde barcos y hallados en una gran variedad de circunstancias (en las redes de pescadores, en la playa por gente que practicaba el beachcombing, la búsqueda de despojos del mar), fueron recopilados por el Observatorio Marítimo Alemán y analizados y archivados por Georg Balthasar Neumayer (1826-1909), pionero de la oceanografía en Alemania. Los mensajes de la colección de Neumayer no son peticiones de auxilio de náufragos, testimonios finales de catástrofes navales o desesperadas notas románticas (o mapas del tesoro), sino formularios en los que constan los datos fríos del lanzamiento y las coordenadas, y cuyo propósito era calcular las corrientes marinas.
De entrada, uno siente cierta decepción por el pragmatismo del asunto —a Neumayer no le interesaban los dramas del mar ni las aventuras, sino poner al servicio de la ciencia la costumbre del lanzamiento de botellas—, pero Struck, que subraya que en esos aparentemente tan desapasionados documentos se refleja una cultura marítima entregada a “desentrañar los secretos del mar”, nos arrastra a una singladura apasionante en la que aparecen, entre otros, Michelet, Edgar Alan Poe (Manuscrito encontrado en una botella), la corbeta de la Marina Imperial Bismarck (antecesora del célebre acorazado), Dickens y Wilkie Collins (autores de Un mensaje del mar) y, por supuesto, Los hijos del capitán Grant. También Paul Celan, por su hermosa comparación del poema como una botella lanzada al mar con la incertidumbre de si su mensaje llegará.
El libro presenta en sendos capítulos 15 mensajes seleccionados de la colección Neumayer y que le sirven al autor para explicar el sistema, la historia y las vicisitudes de la empresa y a la vez para trazar una reflexión sobre la ciencia y sus métodos, sin olvidar la proyección literaria del motivo de la botella con mensaje. El mensaje número 1, lanzado el 14 de julio de 1864 desde el Norfolk en ruta de Melburne a Londres a 56 º 40′ de latitud sur y 66º 16′ de longitud oeste, fue hallado en una playa australiana 2 años, 10 meses y 26 días después tras recorrer 9.600 millas náuticas. El número 518 fue encontrado ¡9 años, 8 meses y 7 días! después de su lanzamiento al mar desde la corbeta Bismarck. Los mensajes incluían un impreso para que el que los encontrara anotara las circunstancias del hallazgo al remitirlos al organismo naval alemán.
El Flaschenpost (correo en botella) generó una extensa correspondencia científica y un gran debate sobre su capacidad real para arrojar datos fiables de interés (el gran explorador polar Sir John Ross, detractor del proyecto, habló de bottle falacy, la patraña de las botellas). Neumayer, que era todo un personaje (lo hicieron caballero y el primer observatorio alemán en la Antártida fue bautizado con su nombre en 1981), calculó, y aquí nos resuena Verne, que un mensaje embotellado tardaría cuatro años y 93 días en dar la vuelta al mundo. Por supuesto, para eso contaba la suerte, porque, constataba el científico, mencionando peligros como los arrecifes, las ballenas o el pico afilado de un albatros curioso, muy pocos acaban siendo encontrados. Y si quien lo hacía era un pescador africano que no entendía el alemán… Por otro lado, algunos resultados resultaban desconcertantes: dos botellas lanzadas al mar desde el mismo barco en el mismo momento acabaron en orillas opuestas del Atlántico.
Especialmente interesante es la parte en que Struck traza la historia de la vieja costumbre de lanzar botellas con mensajes que Neumayer quiso continuar científicamente. Explica que un escritor francés de época napoleónica, Jacques-Henri Bernardin de Saint Pierre, fue el precursor de la idea del correo con botellas al mar. Aunque ya antes un filósofo griego y un samurái habrían experimentado con el método. Y recuerda el autor que el propio Colón, al regreso de su primer viaje y ante el riego de zozobrar, dejó caer desde La niña un barril con un mensaje dando noticia de su descubrimiento y la promesa de una recompensa de mil ducados a quien lo encontrara y devolviera. El barril sigue desaparecido a día de hoy.
La Marina inglesa isabelina habría enviado mensajes secretos en botellas y los súbitos de la Corona tendrían prohibido bajo pena de muerte abrirlas: solo lo podía hacer un “descorchador de botellas marinas oficial”. En todo caso, hasta bien entrado el siglo XIX y la producción industrial de vidrio lanzar al mar botellas, que eran tan valiosas, parecía un despropósito. El Flaschenpost original, también llamado más evocadoramente Neptunspost (correo de Neptuno) se refería a los mensajes en botellas lanzados por la borda en caso de naufragio, para dar información del suceso y consuelo a los familiares de los desaparecidos. Desde el vapor London (tan conradiano), hundido en 1866 y en el que se ahogaron 220 de las 239 personas a bordo, se lanzaron seis. Un caso curioso es el de la botella hallada por unos pescadores en Cornualles que contenía la necrológica del por lo demás ignoto filósofo T. P. York, fallecido a bordo del paquebote Leeds y entregado ceremonialmente al mar. Y otro es el del descubrimiento de que se había producido un sangriento motín en la goleta Lennie gracias a las 24 botellas con esa información lanzadas por el camarero y el grumete del barco.
Con toda esta información en la mano, he procedido a enviar mi propio mensaje en botella. La primera decisión a tomar es, claro, qué botella escoger. Un paso previo es vaciarla y ahí me tentaba usar la de whisky marca Shackleton que me regaló Jordi Serrallonga y que está por la mitad, o una de las de contundentes hierbas isleñas que te ofrecen a granel en los restaurantes de Formentera, probablemente para que te falle la visión y veas borrosamente la cuenta y no te desmayes. Finalmente, sin embargo, opté por una bonita en forma de frasco antiguo que evocaba una historia de piratas. Sopesé meter un barco, pero estábamos a lo que estábamos. Me llevó bastante tiempo decidir qué tipo de mensaje escribir. Una posibilidad era introducir directamente una cuenta de restaurante y añadir con mano trémula “¡No vengáis!, ¡hay caníbales!”. ¿La letra de la canción de Police? Fantaseé con inventarme mensajes del capitán Cook (“de camino a parrillada en Hawai”), de Long John Silver, incluida una mota negra, o de Jack el Afortunado, con el añadido de un espécimen de Maturin. Unas líneas de Ahab, resumiendo Moby Dick, o de Nemo. Pero el experimento requería ser serios. Quizá unos pensamientos íntimos. O una confesión.
Finalmente, bajo la influencia de Neumayer, escribí pragmáticamente en una hoja arrancada de mi Moleskine: “Este mensaje se envía con el científico propósito de ver qué capacidad tienen de funcionar los mensajes en botella lanzados al mar. También hay una intención romántica detrás, formar parte de la larga cadena de mensajes similares que se han enviado en la historia y la literatura”. Y añadí que agradecería que, de encontrar la botella y su contenido, entre el que incluí 10 euros por las molestias (probablemente los 10 euros peor gastados de mi vida), se me informara a mi número de móvil. Puse en la botella también una página de mi desmontado ejemplar de Lord Jim con una referencia a lo grande que es el mar (“ancho es el Pacífico”) e, incapaz de establecer mis coordenadas, un dibujito de la isla de Formentera. Introduje por último una nota personal por si quien encontraba la botella era una sirena (¿qué haría una sirena con 10 euros?). Y sellé minuciosamente el tapón de corcho con cera.
Quedaba la cuestión del punto desde el que lanzar la botella. Me tentaba hacerlo desde el pequeño y romántico acantilado junto al Pelayo en el que me entrego a sublimes reflexiones, pero había muchas posibilidades de que el mensaje volviera allí mismo, al Pelayo, con el ridículo consiguiente. Así que decidí hacer el lanzamiento a lo grande, desde un barco. Y lo hice, aprovechando el regreso de vacaciones, desde el ferri GNV Sealand en el trayecto Ibiza-Barcelona, que cubrí justo el día antes de que se desencadenará el pasado miércoles 14 la galerna que dejó embarrancados tantos veleros, incluido el de Vincent, y que pareció un salvaje homenaje de la naturaleza al centenario de la muerte de Conrad. Para que luego digan que el martes y 13 ni te cases ni te embarques. Esperé a que lleváramos un buen rato navegando. Salí a cubierta y tras estar seguro de que nadie me veía y de que no había ningún tiburón martillo que se pudiera zampar mi esforzada botella como le pasó al capitán Grant, la lancé al mar. La botella trazó una larga curva y cayó destellando entre las olas para alejarse flotando. Recité como si librase al mar los cuerpos de los caídos de la Surprise o el de T. P. York: “Por millares nos contamos los que, ilustres o de oscuro nombre, andamos errantes ganando del otro lado de los mares nuestra fama, nuestro dinero o solo una corteza de pan, pero me parece a mí que el volver a casa ha de ser algo como ir a rendir cuentas”. Fue un momento de una rara emoción en el que se fundían tantas imágenes y relatos. Tanta aventura y esperanza. Todo el mundo debería lanzar alguna vez una botella al mar.
Y si alguien la encuentra y avisa, ¿no será esa otra bonita historia?
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