Fay_Bradtke
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El sonido de las sirenas interrumpió la anodina sobremesa. Para las tres de la tarde ya está todo recogido y sólo queda descontar horas de la tarde. El almuerzo para uno no da tanto trabajo como sí pereza. Sin embargo, cada día Aurora se obliga a seguir con el ritual de antaño cuando en el hogar había de todo menos silencio. Aquellos años en los que había que dar de comer a seis y hacer muchas cuentas. Ahora todo es distinto y aunque siempre le sobre comida, la abuela prepara su almuerzo como si fueran a tocar a su puerta. Estira el mantel, pone la mesa y come con muy pocas ganas porque el aburrimiento y la soledad le anudan la boca del estómago. Pero el sábado, la tarde cambió por completo. La noticia no le llegó por el telediario. Se coló por la ventana de su salón. Al oír aquel estruendo se asomó y vio varios camiones en su calle. Se puso la rebeca que cuelga sola en la entrada y bajó. El humo salía de la iglesia del Silencio. No es que sea ella muy católica pero todas las semanas acude al templo para hablarle al santo. A falta de mejor compañía quien mejor que aquel especialista divino en asuntos imposibles. A él le rogó hace años por sus hijos, para que no se torcieran y salieran adelante. San Judas cumplió. Lo hizo también cuando nacieron sus nietos, aquellos que no viven tan lejos para ver a la abuela pero que nunca tienen tiempo para ella. En cambio, el patrón de los anhelos no fue infalible con la enfermedad maldita que acabó con su marido; y desde hace unos cuantos años, anda un tanto molesta con él porque de tanto pedirle por el bienestar de su prole, ésta acabó lejos de ella. Y ahora sueña y a él sólo se lo cuenta, que algún hijo la vuelva a necesitar para tenerlo cerca. «Dicen que se ha quemado San Judas». El murmullo en la calle se le clavó como una daga en las entrañas y a punto estuvo de colarse al interior y cruzar el atrio para sofocar las llamas con sus propias manos. Pero todo estaba en su mente aturdida, ella mejor que nadie sabía que es demasiado anciana para enfrentarse a los policías que custodiaban la entrada. Aurora se hacía cada vez más pequeña en la acera, inútil sin poder ayudar mientras veía escaparse por la puerta del templo una negrura que no predecía nada bueno. La espera la estaba matando y su tocado corazón no está para disgustos. Por suerte, los rumores fueron cambiando de sentido y finalmente llegó la confirmación de que la talla se había salvado milagrosamente. Aurora respiró aliviada y se volvió a su casa no sin antes jurarse que no habría más velas de ofrenda. Aquella noche, la anciana rezó, hacía mucho tiempo que no lo hacía y lo hizo por aquella figura de escayola. Una imagen que la rescata, aunque sea por unos minutos, de aquella maldita soledad impuesta. Algunos le llaman a esto devoción.
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