joanie.kuhlman
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Pocas veces la soledad infantil, el estupor y la desesperanza humanas ante los grandes sucesos históricos se han expresado en forma de palabras tan verdaderas y a la vez tan ásperas como en la novela Tanguy publicada por el escritor franco-español Michel del Castillo, que acaba de morir en Sens, al sur de París, a los 91 años.
Nacido en Madrid, la terrible historia de la vida del pequeño Michel es la de un niño abandonado expuesto al dolor y al asombro por lo que le toca vivir. Su padre, Michel Janicot, un rico propietario francés, deja a su mujer justo antes de iniciarse la guerra civil española. Su madre, Cándida Isabel del Castillo, escritora y periodista de muy buena posición económica y dirigente política comunista que protagoniza turbias actividades revolucionarias, se ve obligada a exiliarse en Francia con su hijo después de la guerra. Internados los dos en un campo de refugiados, en el trágico París de 1942 no ve otra opción para salvar su propia vida que dejarlo al negro vaivén de la historia. Con 10 años, el niño es deportado, solo, al campo de concentración de Mathausen, donde permanece hasta su liberación en 1945. Repatriado en España por la Cruz Roja, y considerado huérfano, Michel del Castillo es internado de nuevo, esta vez en el Asilo Durán de Barcelona, un tenebroso reformatorio religioso para chicos en el que padece todo tipo de violencias, castigos y humillaciones. Desesperado, enfermo, casi despersonalizado, superando tendencias suicidas, consigue huir y malvive durante un tiempo trabajando en fábricas de cemento cerca del puerto de Barcelona. Tras varios intentos de recuperar tanto a su padre y a su familia francesa como a su madre y a su familia española, todos incomprensiblemente frustrados, asume que nunca fue un niño querido. Él mismo dijo una vez que se consideraba como un desgraciado personaje de una novela de Dickens, y que debía afrontar definitiva e irremediablemente su destino en soledad.
En 1951, Michel del Castillo necesita escribir la novela que lleva dentro. En una miserable casa de huéspedes en Huesca, los primeros esbozos son en castellano, pero pronto se da cuenta de que su lengua literaria será ya para siempre, y únicamente, el francés. Tanguy se publica en París en 1957 con el subtítulo Historia de un niño de hoy. El protagonista, alter ego del autor, es la inocente víctima de los conflictos que padece fatalmente sin llegar nunca a comprenderlos. El lector de la novela no se sitúa dentro de la historia, sino dentro de la historia vista, percibida y quizás deformada por un niño, y esta mirada insólita es la gran aportación de la literatura de Del Castillo.
Convencido de que toda guerra implica una suspensión de la moral, Tanguy parece contentarse constatando que el mal existe y que no sirve ni cuestionarlo ni denunciarlo. El novelista no se considera un testimonio porque “atravesé las guerras cegado, ausente para mí mismo, dejándome llevar por la corriente”. Y escribe, siguiendo las lecciones de sus amados Dostoyevski y Unamuno: “Contrariamente a lo que se dice tan a menudo, no creo que la literatura sirva como consolación de nada, más bien es al revés: cuanto más se escribe más aumenta el dolor”. Tanguy se publicó en España en 1959, pero muy recortada por la censura. No se reeditó, completa, hasta 1999 y se tradujo también al catalán, con un prólogo de Manuel Vázquez Montalbán, quien, junto al crítico Joan de Sagarra, acogieron afectuosamente a Michel del Castillo e intentaron, en vano, una última reconciliación con Barcelona, una de las ciudades en las que más sufrió. “Je n’aime pas l’Espagne, je déteste les Espagnols…”, escribió en otra de sus múltiples novelas, muchas de ellas nuevas dolorosas revisitaciones al mismo nudo de la infancia. Después de Tanguy, quizá la mejor es Calle de los Archivos, pero su trayectoria académica, los premios literarios, las adaptaciones teatrales y cinematográficas dan buena prueba de cómo el “patetismo veraz” de Del Castillo llegó a conquistar a miles de lectores.
Mucho tiempo antes del auge de la literatura testimonial y de las sucesivas modas de la autoficción, Michel del Castillo ya supo construir una posición moral para afrontar su doloroso pasado, superar todos sus demonios familiares y pasar cuentas tanto con España como con Francia. Hasta darse cuenta de que la única forma de recordar el “campo de ruinas” que fue su infancia y de proyectarse con una identidad propia en la vida adulta era levantando el edificio de la literatura.
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Nacido en Madrid, la terrible historia de la vida del pequeño Michel es la de un niño abandonado expuesto al dolor y al asombro por lo que le toca vivir. Su padre, Michel Janicot, un rico propietario francés, deja a su mujer justo antes de iniciarse la guerra civil española. Su madre, Cándida Isabel del Castillo, escritora y periodista de muy buena posición económica y dirigente política comunista que protagoniza turbias actividades revolucionarias, se ve obligada a exiliarse en Francia con su hijo después de la guerra. Internados los dos en un campo de refugiados, en el trágico París de 1942 no ve otra opción para salvar su propia vida que dejarlo al negro vaivén de la historia. Con 10 años, el niño es deportado, solo, al campo de concentración de Mathausen, donde permanece hasta su liberación en 1945. Repatriado en España por la Cruz Roja, y considerado huérfano, Michel del Castillo es internado de nuevo, esta vez en el Asilo Durán de Barcelona, un tenebroso reformatorio religioso para chicos en el que padece todo tipo de violencias, castigos y humillaciones. Desesperado, enfermo, casi despersonalizado, superando tendencias suicidas, consigue huir y malvive durante un tiempo trabajando en fábricas de cemento cerca del puerto de Barcelona. Tras varios intentos de recuperar tanto a su padre y a su familia francesa como a su madre y a su familia española, todos incomprensiblemente frustrados, asume que nunca fue un niño querido. Él mismo dijo una vez que se consideraba como un desgraciado personaje de una novela de Dickens, y que debía afrontar definitiva e irremediablemente su destino en soledad.
En 1951, Michel del Castillo necesita escribir la novela que lleva dentro. En una miserable casa de huéspedes en Huesca, los primeros esbozos son en castellano, pero pronto se da cuenta de que su lengua literaria será ya para siempre, y únicamente, el francés. Tanguy se publica en París en 1957 con el subtítulo Historia de un niño de hoy. El protagonista, alter ego del autor, es la inocente víctima de los conflictos que padece fatalmente sin llegar nunca a comprenderlos. El lector de la novela no se sitúa dentro de la historia, sino dentro de la historia vista, percibida y quizás deformada por un niño, y esta mirada insólita es la gran aportación de la literatura de Del Castillo.
Convencido de que toda guerra implica una suspensión de la moral, Tanguy parece contentarse constatando que el mal existe y que no sirve ni cuestionarlo ni denunciarlo. El novelista no se considera un testimonio porque “atravesé las guerras cegado, ausente para mí mismo, dejándome llevar por la corriente”. Y escribe, siguiendo las lecciones de sus amados Dostoyevski y Unamuno: “Contrariamente a lo que se dice tan a menudo, no creo que la literatura sirva como consolación de nada, más bien es al revés: cuanto más se escribe más aumenta el dolor”. Tanguy se publicó en España en 1959, pero muy recortada por la censura. No se reeditó, completa, hasta 1999 y se tradujo también al catalán, con un prólogo de Manuel Vázquez Montalbán, quien, junto al crítico Joan de Sagarra, acogieron afectuosamente a Michel del Castillo e intentaron, en vano, una última reconciliación con Barcelona, una de las ciudades en las que más sufrió. “Je n’aime pas l’Espagne, je déteste les Espagnols…”, escribió en otra de sus múltiples novelas, muchas de ellas nuevas dolorosas revisitaciones al mismo nudo de la infancia. Después de Tanguy, quizá la mejor es Calle de los Archivos, pero su trayectoria académica, los premios literarios, las adaptaciones teatrales y cinematográficas dan buena prueba de cómo el “patetismo veraz” de Del Castillo llegó a conquistar a miles de lectores.
Mucho tiempo antes del auge de la literatura testimonial y de las sucesivas modas de la autoficción, Michel del Castillo ya supo construir una posición moral para afrontar su doloroso pasado, superar todos sus demonios familiares y pasar cuentas tanto con España como con Francia. Hasta darse cuenta de que la única forma de recordar el “campo de ruinas” que fue su infancia y de proyectarse con una identidad propia en la vida adulta era levantando el edificio de la literatura.
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