marianna23
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El salvaje oeste agoniza, la civilización irrumpe a lomos de trenes de carga, los pistoleros perecen ante el imperio de la ley. El legendario bandido Billy The Kid, acorralado por la justicia, huye hacia México. Lo persigue para matarlo su viejo amigo, Pat Garrett, un antiguo forajido domesticado por el nuevo mundo que se ha reciclado en sheriff. Una era muere arrollada, otra está a punto de nacer.
Sam Peckinpah, maestro del western crepuscular, el cineasta de la violencia y la melancolía, rueda su clásico Pat Garrett y Billy The Kid al pie de la Sierra Madre en Durango, al norte de México. Es 1973 y en el mundo del cine tampoco queda mucho hueco ya para forajidos y buscavidas. Refugiado en las montañas, Peckinpah se rodea de otro grupo de enfermos de nostalgia, profetas tardíos de un tiempo que ya no existe. El compositor Kris Kristofferson interpreta a Billy, el actor James Coburn a Garret, Bob Dylan a un misterioso pistolero llamado Alias.
La tensión ha calado en el rodaje. Van por detrás del calendario y por encima del presupuesto. Un Peckinpah cada vez más irascible se juega el despido. Por si fuera poco, los periodistas locales asfixian a Dylan como el calor seco del desierto. El equipo necesita desconectar y Kristofferson, Coburn y Dylan vuelan al Distrito Federal para el fin de semana. También el periodista de la Rolling Stone Chet Flippo, que documenta el viaje.
Dylan tiene que grabar la banda sonora de la película, con aquella canción triste en la que llama sin que nadie escuche a las puertas del cielo. En el estudio lo acompañará la banda de Kristofferson. Tras semanas de psicosis colectiva, por fin pueden divertirse. Coburn enciende porros de hierba local del tamaño del brazo de un recién nacido, Dylan bebe vodka y dirige a los músicos, Kristofferson engulle whiskey mientras intenta que dos desafinados trompetistas mexicanos acierten la nota. El amanecer los encuentra allí.
Peckinpah moriría una década después; Coburn, en 2002; Kristofferson, hace una semana. De aquel grupo salvaje solo queda vivo Dylan. Una era muere arrollada, otra está a punto de nacer.
La anécdota de aquel rodaje tiene todos los elementos que componen esta historia. Un grupo de músicos estadounidenses de country, folk y blues, con éxito comercial y fama, pero que reniegan de los focos. El simbolismo del western, que tanto los interpela: ellos, en el fondo, se sienten vaqueros modernos. Kristofferson y otro puñado de cantantes —Willie Nelson, Johnny Cash, Townes Van Zandt— representan el outlaw country, un subgénero que, literalmente, se traduce como “fuera de la ley”. El imaginario del oeste, la vida en la carretera, el rechazo a los valores de la sociedad capitalista. Un country más cercano a las banderas de la contracultura que al Partido Republicano.
En westerns como los de Peckinpah encuentran un espejo en el que mirarse: la vida forajida a ambos lados de la frontera, las historias de perdedores e inadaptados, el arquetipo patriarcal del lobo solitario. Y, en México, un paraíso perdido: el mito del buen salvaje, el tramposo estereotipo del mundo precapitalista de valores tradicionales apegados a la tierra, el refugio en el indomable sur de los bandidos, como Billy The Kid, perseguidos por la ley. Un imaginario que empapa las películas en las que actúan, las canciones que escriben.
Quizá la canción que mejor lo resume es Michoacán, compuesta por Kristofferson para la banda sonora de Cisco Pike (1972): la historia de un vendedor de marihuana encarcelado que sueña con huir y refugiarse en el Estado mexicano, con la única compañía de “su novia adolescente”, dos perros y una guitarra roja: “Me levanté esta mañana con la frontera ardiendo en mi mente / he visto cosas que no podía dejar atrás / en este agujero en la tierra no hay nada que ver / pero allí abajo en Michoacán el paraíso me espera / al norte de la frontera, chico, los cuerpos se compran y se venden / mi hermano y yo fuimos arrestados por convertir el verde en oro / voy a pagar por mi crimen hasta el día que sea libre / pero en Michoacán el paraíso me espera”.
La moneda tiene más caras. Suena Blue and Lonesome de Duke Levine, blues agónico de guitarras chirriantes. El sheriff Charlie Wade aterroriza un pueblo del desierto texano en la frontera con México que se llama, cómo no, Frontera. Es uno de esos personajes oscuros que pueblan los márgenes entre ambos mundos: un caudillo local, asesino, corrupto, extorsionador. De fondo, una comunidad divida entre los cowboys blancos y los mexicanos que cruzan el río Bravo, el río Grande, y cocinan su comida, lavan sus casas, cuidan a sus hijos. Kristofferson, como Wade, dejó en 1996 uno de los papeles más significativos de su carrera. Y el contrapunto a sus letras idílicas: México podía ser la tierra prometida, pero también un purgatorio en el desierto; Texas, un infierno en el que dar con tus huesos si tus pasos vienen del sur.
Nace en 1933, crece en bares de honky tonk con una guitarra colgada al cuello y casi un siglo después sigue en pie. El pelo blanco anudado en dos trenzas, la bandana roja en la frente, el sombrero vaquero. Con 91 años lanza su 152º disco. Con voz de humo, arrastrada, cuenta una historia de agentes de la patrulla fronteriza, contrabandistas, migrantes hambrientos, maldad y bondad a ambos lados del muro. El disco, publicado este mayo, se llama The Border, La Frontera. Él es Willie Nelson, rostro incombustible del outlaw country.
Nueve décadas a sus espaldas, miles de actuaciones. Este verano lo ha pasado de gira por Estados Unidos junto a Bob Dylan, 26 conciertos que han llamado el Outlaw Tour. Con la muerte de Kristofferson se ha convertido en el último en pie de una estirpe a punto de desaparecer (Dylan, más ecléctico, siempre bailó a distintos ritmos). The Border, dicen los críticos, es una de sus aproximaciones más tridimensionales a la frontera y los personajes claroscuros que la habitan. No fue la primera.
Townes Van Zandt murió antes de tiempo después de una vida de tumbos, alcohol y drogas. Escribió canciones hermosas, fue una leyenda. En 1972 compuso Poncho & Lefty, una de sus obras más recordadas—entre las 100 mejores canciones de country de todos los tiempos de la Rolling Stone—, el cuento de un bandido mexicano que es traicionado y ajusticiado en el desierto por los federales. Es uno de los mitos fundacionales del outlaw. En 1982, Willie Nelson y Merle Haggard daban los últimos retoques a un disco al que le faltaba un hit. Llegó a sus manos Poncho & Lefty. Les impactó tanto que la regrabaron —renombrada como Pancho & Lefty— y pusieron su nombre al álbum. Fue uno de sus mayores éxitos. México, forajidos, traiciones, vencedores y vencidos. Nunca falla.
El 4 de octubre de 1965, un hombre de traje negro, pelo impecable y gafas de sol camina con las manos esposadas bajo el sol de El Paso, escoltado por dos agentes que también visten de negro. La fotografía aparece en El Paso Times. Johnny Cash ha sido arrestado en la ciudad texana cuando intentaba cruzar la frontera cargado con más de 1.000 pastillas que había comprado del otro lado, en Ciudad Juárez, el contrapunto sin ley de su vecino estadounidense. Otra de las facetas del outlaw: Juárez, Tijuana, el lado sur del muro como patio trasero de los gringos, ciudades de fiestas salvajes sin consecuencias, drogas baratas, prostitución.
El camino lo abrió décadas atrás la generación beat. Jack Kerouac recogió sus andanzas por el país en su novela canónica En la carretera (1957), donde viaja a México en busca de emociones fuertes y ese algo “auténtico”, tan difícil de definir, que perseguían los beatniks, guiado por los pasos de su compañero William Burroughs, que en Yonqui (1953) ya había narrado sus miserias como heroinómano por las calles del DF. Antes, en 1951, se convirtió en el feminicida más famoso de la colonia Roma tras asesinar de un tiro en la cabeza a su esposa, Joan Vollmer, mientras jugaba a ser Guillermo Tell hasta las cejas de alcohol. Fue detenido y soltado poco después, seguramente gracias a un soborno. Huyó del país, de vuelta a Estados Unidos.
Bajo la lluvia y la noche de Juárez también se perdió Dylan, que le cantó en Just like Tom Thumb’s Blues a sus “mujeres hambrientas”, aulló a la luna del desierto, se las vio con sus agentes de la ley —”because the cops don’t need you, and man, they expect the same”—. Todas las fiestas se acaban y al final, enfermo de fiesta y cansado, proclama: “Vuelvo a Nueva York, ya he tenido suficiente”.
El primer músico en ganar el Nobel de literatura nunca fue capaz de escribir sobre México con la riqueza que lo hacía de su querido Manhattan. Estereotipos bien escritos, pero estereotipos al fin y al cabo. En otra de las canciones que dedicó al país, Romance in Durango —compuesta, dicen, durante el rodaje de Peckinpah—, canta: “Pimientos picantes bajo el sol abrasador / polvo en mi cara y mi capa / Magdalena y yo a la fuga / creo que esta vez vamos a escapar / vendí mi guitarra al hijo del panadero / por unas migajas y un lugar donde escondernos / pero puedo conseguir otra / y tocaré para Magdalena mientras cabalgamos”.
La muerte de Kristofferson a los 88 años es un recordatorio de los últimos días de una especie en peligro de extinción. El hombre al que llamaron “el último poeta outlaw” deja tras de sí un legado de canciones que sonaron más en boca de otros artistas, cantos de apoyo a la revolución sandinista en Nicaragua y llantos por los desaparecidos y los olvidados en las dictaduras latinoamericanas. Janis Joplin, examante, encumbró para la eternidad su gran éxito, Me and Bobby McGee. Kristofferson escuchó su versión por primera vez después de que una sobredosis acabara con ella. Dicen que lloró de rabia. El tema llegó al número uno. Estos días, aquel himno sobre el amor al amor, la carretera y la libertad resuena como el réquiem de una generación moribunda. Los últimos compases del blues de la frontera.
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Sam Peckinpah, maestro del western crepuscular, el cineasta de la violencia y la melancolía, rueda su clásico Pat Garrett y Billy The Kid al pie de la Sierra Madre en Durango, al norte de México. Es 1973 y en el mundo del cine tampoco queda mucho hueco ya para forajidos y buscavidas. Refugiado en las montañas, Peckinpah se rodea de otro grupo de enfermos de nostalgia, profetas tardíos de un tiempo que ya no existe. El compositor Kris Kristofferson interpreta a Billy, el actor James Coburn a Garret, Bob Dylan a un misterioso pistolero llamado Alias.
La tensión ha calado en el rodaje. Van por detrás del calendario y por encima del presupuesto. Un Peckinpah cada vez más irascible se juega el despido. Por si fuera poco, los periodistas locales asfixian a Dylan como el calor seco del desierto. El equipo necesita desconectar y Kristofferson, Coburn y Dylan vuelan al Distrito Federal para el fin de semana. También el periodista de la Rolling Stone Chet Flippo, que documenta el viaje.
Dylan tiene que grabar la banda sonora de la película, con aquella canción triste en la que llama sin que nadie escuche a las puertas del cielo. En el estudio lo acompañará la banda de Kristofferson. Tras semanas de psicosis colectiva, por fin pueden divertirse. Coburn enciende porros de hierba local del tamaño del brazo de un recién nacido, Dylan bebe vodka y dirige a los músicos, Kristofferson engulle whiskey mientras intenta que dos desafinados trompetistas mexicanos acierten la nota. El amanecer los encuentra allí.
Peckinpah moriría una década después; Coburn, en 2002; Kristofferson, hace una semana. De aquel grupo salvaje solo queda vivo Dylan. Una era muere arrollada, otra está a punto de nacer.
La tierra prometida y el purgatorio
La anécdota de aquel rodaje tiene todos los elementos que componen esta historia. Un grupo de músicos estadounidenses de country, folk y blues, con éxito comercial y fama, pero que reniegan de los focos. El simbolismo del western, que tanto los interpela: ellos, en el fondo, se sienten vaqueros modernos. Kristofferson y otro puñado de cantantes —Willie Nelson, Johnny Cash, Townes Van Zandt— representan el outlaw country, un subgénero que, literalmente, se traduce como “fuera de la ley”. El imaginario del oeste, la vida en la carretera, el rechazo a los valores de la sociedad capitalista. Un country más cercano a las banderas de la contracultura que al Partido Republicano.
En westerns como los de Peckinpah encuentran un espejo en el que mirarse: la vida forajida a ambos lados de la frontera, las historias de perdedores e inadaptados, el arquetipo patriarcal del lobo solitario. Y, en México, un paraíso perdido: el mito del buen salvaje, el tramposo estereotipo del mundo precapitalista de valores tradicionales apegados a la tierra, el refugio en el indomable sur de los bandidos, como Billy The Kid, perseguidos por la ley. Un imaginario que empapa las películas en las que actúan, las canciones que escriben.
Quizá la canción que mejor lo resume es Michoacán, compuesta por Kristofferson para la banda sonora de Cisco Pike (1972): la historia de un vendedor de marihuana encarcelado que sueña con huir y refugiarse en el Estado mexicano, con la única compañía de “su novia adolescente”, dos perros y una guitarra roja: “Me levanté esta mañana con la frontera ardiendo en mi mente / he visto cosas que no podía dejar atrás / en este agujero en la tierra no hay nada que ver / pero allí abajo en Michoacán el paraíso me espera / al norte de la frontera, chico, los cuerpos se compran y se venden / mi hermano y yo fuimos arrestados por convertir el verde en oro / voy a pagar por mi crimen hasta el día que sea libre / pero en Michoacán el paraíso me espera”.
La moneda tiene más caras. Suena Blue and Lonesome de Duke Levine, blues agónico de guitarras chirriantes. El sheriff Charlie Wade aterroriza un pueblo del desierto texano en la frontera con México que se llama, cómo no, Frontera. Es uno de esos personajes oscuros que pueblan los márgenes entre ambos mundos: un caudillo local, asesino, corrupto, extorsionador. De fondo, una comunidad divida entre los cowboys blancos y los mexicanos que cruzan el río Bravo, el río Grande, y cocinan su comida, lavan sus casas, cuidan a sus hijos. Kristofferson, como Wade, dejó en 1996 uno de los papeles más significativos de su carrera. Y el contrapunto a sus letras idílicas: México podía ser la tierra prometida, pero también un purgatorio en el desierto; Texas, un infierno en el que dar con tus huesos si tus pasos vienen del sur.
Bandidos y perdedores
Nace en 1933, crece en bares de honky tonk con una guitarra colgada al cuello y casi un siglo después sigue en pie. El pelo blanco anudado en dos trenzas, la bandana roja en la frente, el sombrero vaquero. Con 91 años lanza su 152º disco. Con voz de humo, arrastrada, cuenta una historia de agentes de la patrulla fronteriza, contrabandistas, migrantes hambrientos, maldad y bondad a ambos lados del muro. El disco, publicado este mayo, se llama The Border, La Frontera. Él es Willie Nelson, rostro incombustible del outlaw country.
Nueve décadas a sus espaldas, miles de actuaciones. Este verano lo ha pasado de gira por Estados Unidos junto a Bob Dylan, 26 conciertos que han llamado el Outlaw Tour. Con la muerte de Kristofferson se ha convertido en el último en pie de una estirpe a punto de desaparecer (Dylan, más ecléctico, siempre bailó a distintos ritmos). The Border, dicen los críticos, es una de sus aproximaciones más tridimensionales a la frontera y los personajes claroscuros que la habitan. No fue la primera.
Townes Van Zandt murió antes de tiempo después de una vida de tumbos, alcohol y drogas. Escribió canciones hermosas, fue una leyenda. En 1972 compuso Poncho & Lefty, una de sus obras más recordadas—entre las 100 mejores canciones de country de todos los tiempos de la Rolling Stone—, el cuento de un bandido mexicano que es traicionado y ajusticiado en el desierto por los federales. Es uno de los mitos fundacionales del outlaw. En 1982, Willie Nelson y Merle Haggard daban los últimos retoques a un disco al que le faltaba un hit. Llegó a sus manos Poncho & Lefty. Les impactó tanto que la regrabaron —renombrada como Pancho & Lefty— y pusieron su nombre al álbum. Fue uno de sus mayores éxitos. México, forajidos, traiciones, vencedores y vencidos. Nunca falla.
El patio trasero
El 4 de octubre de 1965, un hombre de traje negro, pelo impecable y gafas de sol camina con las manos esposadas bajo el sol de El Paso, escoltado por dos agentes que también visten de negro. La fotografía aparece en El Paso Times. Johnny Cash ha sido arrestado en la ciudad texana cuando intentaba cruzar la frontera cargado con más de 1.000 pastillas que había comprado del otro lado, en Ciudad Juárez, el contrapunto sin ley de su vecino estadounidense. Otra de las facetas del outlaw: Juárez, Tijuana, el lado sur del muro como patio trasero de los gringos, ciudades de fiestas salvajes sin consecuencias, drogas baratas, prostitución.
El camino lo abrió décadas atrás la generación beat. Jack Kerouac recogió sus andanzas por el país en su novela canónica En la carretera (1957), donde viaja a México en busca de emociones fuertes y ese algo “auténtico”, tan difícil de definir, que perseguían los beatniks, guiado por los pasos de su compañero William Burroughs, que en Yonqui (1953) ya había narrado sus miserias como heroinómano por las calles del DF. Antes, en 1951, se convirtió en el feminicida más famoso de la colonia Roma tras asesinar de un tiro en la cabeza a su esposa, Joan Vollmer, mientras jugaba a ser Guillermo Tell hasta las cejas de alcohol. Fue detenido y soltado poco después, seguramente gracias a un soborno. Huyó del país, de vuelta a Estados Unidos.
Bajo la lluvia y la noche de Juárez también se perdió Dylan, que le cantó en Just like Tom Thumb’s Blues a sus “mujeres hambrientas”, aulló a la luna del desierto, se las vio con sus agentes de la ley —”because the cops don’t need you, and man, they expect the same”—. Todas las fiestas se acaban y al final, enfermo de fiesta y cansado, proclama: “Vuelvo a Nueva York, ya he tenido suficiente”.
El primer músico en ganar el Nobel de literatura nunca fue capaz de escribir sobre México con la riqueza que lo hacía de su querido Manhattan. Estereotipos bien escritos, pero estereotipos al fin y al cabo. En otra de las canciones que dedicó al país, Romance in Durango —compuesta, dicen, durante el rodaje de Peckinpah—, canta: “Pimientos picantes bajo el sol abrasador / polvo en mi cara y mi capa / Magdalena y yo a la fuga / creo que esta vez vamos a escapar / vendí mi guitarra al hijo del panadero / por unas migajas y un lugar donde escondernos / pero puedo conseguir otra / y tocaré para Magdalena mientras cabalgamos”.
La muerte de Kristofferson a los 88 años es un recordatorio de los últimos días de una especie en peligro de extinción. El hombre al que llamaron “el último poeta outlaw” deja tras de sí un legado de canciones que sonaron más en boca de otros artistas, cantos de apoyo a la revolución sandinista en Nicaragua y llantos por los desaparecidos y los olvidados en las dictaduras latinoamericanas. Janis Joplin, examante, encumbró para la eternidad su gran éxito, Me and Bobby McGee. Kristofferson escuchó su versión por primera vez después de que una sobredosis acabara con ella. Dicen que lloró de rabia. El tema llegó al número uno. Estos días, aquel himno sobre el amor al amor, la carretera y la libertad resuena como el réquiem de una generación moribunda. Los últimos compases del blues de la frontera.
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