schaden.bryce
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Fue en un viaje en carretera cuando Katia Rejón (Campeche, 1993) escuchó por primera vez de la boca de su padre algo que ella ya intuía: él tenía clarísima su identidad maya. “Es la primera vez que me lo dices, papá”, le dijo. “Es la primera vez que me lo preguntas”, respondió su padre mientras continuaba dándole indicaciones sobre la ruta. Se encontraban en la carretera Costera del Golfo, muy cerca del área natural Anillo de cenotes. Ese fue uno de los 24 viajes que Rejón hizo por Yucatán más allá de la blanca Mérida. Las crónicas de esos recorridos se convirtieron en el libro Tierra de Sol (Capulín Taller Editorial, 2024).
Hoy hablar de Yucatán y de Mérida, su capital, está de moda. “La marca Yucatán ha ido depredando el territorio al que le arrebató el nombre”, escribe en el prólogo la abogada y activista yucateca Carla Scoffié. Una marca que vende la cultura e identidad maya tanto como departamentos de lujo en tierras donde antes había monte, o cenotes al mejor postor. Ese es el territorio que Katia Rejón llama hogar y cuyas historias cuenta al margen de la exotización y romantización frecuente en las personas que narran una realidad que les es completamente lejana. “Katia no es una voz que pretende ser heroica, ni mucho menos una voz que observa y explica vidas ajenas. Es un personaje en una tierra a la que pertenece”, agrega Scoffié.
A través de su prosa, Rejón lleva al lector a Tecoh —uno de los 106 municipios de Yucatán, ubicado en la Reserva Estatal del Anillo de Cenotes— para conocer a Ángel Avilés y Patricia Uh, dos artistas que se mudaron a este pueblo desde Mérida. Ahí construyeron un centro cultural llamado In ki kalante, que significa “lo voy a cuidar”. Mientras en la ciudad se abren cada vez más galerías, ellos nadan contracorriente. “Es una fantasía del arte burgués pensar que todos los artistas van a ser artistas de galería”, dice Ángel. Su misión es otra: “arar el terreno para la creación” en su comunidad. También presenta a Gladys Uc, una maestra de maya que se rehúsa a que las niñeces desconozcan la historia de su pueblo. Otro destino es Hocabá, quizá en uno de los viajes más íntimos que hizo Rejón, para encontrar a la familia de su papá, Manuel Jesús Atocha Rejón Palma, y en el camino su propio origen.
Pregunta. En el libro narra la primera vez que su papá le dijo que es maya. ¿Qué más descubrió con este libro?
Respuesta. La esperanza que hay en este territorio frente a las narrativas globales catastróficas. Que, como dice Leydy Pech, la guardiana de las abejas: aún hay muchas cosas que defender. También que las personas mayas no son lo exótico, ni tampoco están esperando el siguiente programa de gobierno para salir adelante, sino que es gente que tiene mucho conocimiento, que está resistiendo y algunas tan solo viviendo son un ejemplo, al menos para mí. En cuanto a mi identidad, ya puedo preguntarme “¿soy maya o no? Si sí soy maya o si soy de ese territorio, ¿cuál es mi responsabilidad y cuál es mi diferencia al haber crecido en Mérida?”
P. ¿Por qué es importante cuestionarnos la idea de que los espacios rurales necesitan ser rescatados?
R. Es una postura muy condescendiente pensar “quiero ir ahí para ayudar”. Yo no iría a París —una ciudad que nunca he pisado— para decir: “Vengo porque les quiero ayudar con mis conocimientos”. Por qué entonces la gente del norte global o de las ciudades tiene la seguridad de ir y creer que pueden hacer algo, en vez de acercarse a aprender cosas de esas personas que están cuidando los bosques, el desierto, las montañas, la selva, el mar. Ellos tienen el conocimiento que nos va a salvar como humanidad. Hay que verles como tales y no como gente pobrecita que necesita ayuda. Como dice la escritora y activista india Vandana Shiva: qué importante es que existan personas que saben sembrar sus propios alimentos. Si hay una cosa que podemos hacer las personas que estamos en situación de ciudad es volver a esos espacios con la actitud de aprender, de reconocer cuál es el conocimiento que nos ha arrebatado el capitalismo, el patriarcado y todos estos sistemas que nos crecieron en una burbuja urbana.
P. En el libro escribió “quise hablar de la identidad y lo problemático de la identidad cuando se enuncia desde la individualidad esencialista y permanente”, ¿podría ahondar?
R. Hablar de la identidad es una cosa muy espinosa porque se ha instrumentalizado en la política, en los activismos, en las artes. Hay personas transgénero que no representan a la comunidad trans; hay personas mayas que están a favor de megaproyectos y del despojo territorial; hay mujeres que representan al patriarcado.
Pero preguntarnos sobre nuestro origen puede abrirnos muchas posibilidades de ser. Y en esa exploración es donde sí vale la pena hablar de identidad. No le sirve a nadie que yo me nombre o no maya, pero me sirve a mí misma porque me responde preguntas sobre el lugar en el que me gustaría vivir y servir. Pienso mucho en la entrevista de Gladys Uc cuando dice: “hay algo dentro de mí que no me deja dormir, quiero saber más de esto”. Justo eso es lo hermoso que te deja explorar una identidad.
P. ¿Cómo se reconcilia con las pérdidas y las transformaciones de su territorio?
R. En las nuevas generaciones, en las infancias y en las adolescencias es en donde veo la luz al final del túnel. Ver a las juventudes hacer música de protesta en maya; verlas involucradas en las actividades tradicionales, como el Janal Pixán (la celebración de Día de Muertos en Yucatán); o como el caso de defensa del territorio en Homún, donde la niñez local logró un juicio de amparo para cerrar una megagranja porcícola. En los años que llevo reporteando esos espacios, no había visto tanta participación activa de las infancias y adolescencias. Yo veo eso y me calmo. El futuro está en buenas manos.
P. ¿Qué le gustaría que pasara con este libro?
R. Mi intención con el libro no era decir “esto es Yucatán, una guía para visitarlo”. Sino una manera de mirar el lugar donde vives y mirarte a ti también. Reflexionar sobre ser parte de un todo, un todo complejo lleno de esperanzas y contradicciones. Si tuviera que resumirlo, sería que motivara a hacernos preguntas sobre la relación que tenemos con el territorio en el que vivimos y con las personas con la que lo compartimos.
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Hoy hablar de Yucatán y de Mérida, su capital, está de moda. “La marca Yucatán ha ido depredando el territorio al que le arrebató el nombre”, escribe en el prólogo la abogada y activista yucateca Carla Scoffié. Una marca que vende la cultura e identidad maya tanto como departamentos de lujo en tierras donde antes había monte, o cenotes al mejor postor. Ese es el territorio que Katia Rejón llama hogar y cuyas historias cuenta al margen de la exotización y romantización frecuente en las personas que narran una realidad que les es completamente lejana. “Katia no es una voz que pretende ser heroica, ni mucho menos una voz que observa y explica vidas ajenas. Es un personaje en una tierra a la que pertenece”, agrega Scoffié.
A través de su prosa, Rejón lleva al lector a Tecoh —uno de los 106 municipios de Yucatán, ubicado en la Reserva Estatal del Anillo de Cenotes— para conocer a Ángel Avilés y Patricia Uh, dos artistas que se mudaron a este pueblo desde Mérida. Ahí construyeron un centro cultural llamado In ki kalante, que significa “lo voy a cuidar”. Mientras en la ciudad se abren cada vez más galerías, ellos nadan contracorriente. “Es una fantasía del arte burgués pensar que todos los artistas van a ser artistas de galería”, dice Ángel. Su misión es otra: “arar el terreno para la creación” en su comunidad. También presenta a Gladys Uc, una maestra de maya que se rehúsa a que las niñeces desconozcan la historia de su pueblo. Otro destino es Hocabá, quizá en uno de los viajes más íntimos que hizo Rejón, para encontrar a la familia de su papá, Manuel Jesús Atocha Rejón Palma, y en el camino su propio origen.
Pregunta. En el libro narra la primera vez que su papá le dijo que es maya. ¿Qué más descubrió con este libro?
Respuesta. La esperanza que hay en este territorio frente a las narrativas globales catastróficas. Que, como dice Leydy Pech, la guardiana de las abejas: aún hay muchas cosas que defender. También que las personas mayas no son lo exótico, ni tampoco están esperando el siguiente programa de gobierno para salir adelante, sino que es gente que tiene mucho conocimiento, que está resistiendo y algunas tan solo viviendo son un ejemplo, al menos para mí. En cuanto a mi identidad, ya puedo preguntarme “¿soy maya o no? Si sí soy maya o si soy de ese territorio, ¿cuál es mi responsabilidad y cuál es mi diferencia al haber crecido en Mérida?”
P. ¿Por qué es importante cuestionarnos la idea de que los espacios rurales necesitan ser rescatados?
R. Es una postura muy condescendiente pensar “quiero ir ahí para ayudar”. Yo no iría a París —una ciudad que nunca he pisado— para decir: “Vengo porque les quiero ayudar con mis conocimientos”. Por qué entonces la gente del norte global o de las ciudades tiene la seguridad de ir y creer que pueden hacer algo, en vez de acercarse a aprender cosas de esas personas que están cuidando los bosques, el desierto, las montañas, la selva, el mar. Ellos tienen el conocimiento que nos va a salvar como humanidad. Hay que verles como tales y no como gente pobrecita que necesita ayuda. Como dice la escritora y activista india Vandana Shiva: qué importante es que existan personas que saben sembrar sus propios alimentos. Si hay una cosa que podemos hacer las personas que estamos en situación de ciudad es volver a esos espacios con la actitud de aprender, de reconocer cuál es el conocimiento que nos ha arrebatado el capitalismo, el patriarcado y todos estos sistemas que nos crecieron en una burbuja urbana.
P. En el libro escribió “quise hablar de la identidad y lo problemático de la identidad cuando se enuncia desde la individualidad esencialista y permanente”, ¿podría ahondar?
R. Hablar de la identidad es una cosa muy espinosa porque se ha instrumentalizado en la política, en los activismos, en las artes. Hay personas transgénero que no representan a la comunidad trans; hay personas mayas que están a favor de megaproyectos y del despojo territorial; hay mujeres que representan al patriarcado.
Pero preguntarnos sobre nuestro origen puede abrirnos muchas posibilidades de ser. Y en esa exploración es donde sí vale la pena hablar de identidad. No le sirve a nadie que yo me nombre o no maya, pero me sirve a mí misma porque me responde preguntas sobre el lugar en el que me gustaría vivir y servir. Pienso mucho en la entrevista de Gladys Uc cuando dice: “hay algo dentro de mí que no me deja dormir, quiero saber más de esto”. Justo eso es lo hermoso que te deja explorar una identidad.
P. ¿Cómo se reconcilia con las pérdidas y las transformaciones de su territorio?
R. En las nuevas generaciones, en las infancias y en las adolescencias es en donde veo la luz al final del túnel. Ver a las juventudes hacer música de protesta en maya; verlas involucradas en las actividades tradicionales, como el Janal Pixán (la celebración de Día de Muertos en Yucatán); o como el caso de defensa del territorio en Homún, donde la niñez local logró un juicio de amparo para cerrar una megagranja porcícola. En los años que llevo reporteando esos espacios, no había visto tanta participación activa de las infancias y adolescencias. Yo veo eso y me calmo. El futuro está en buenas manos.
P. ¿Qué le gustaría que pasara con este libro?
R. Mi intención con el libro no era decir “esto es Yucatán, una guía para visitarlo”. Sino una manera de mirar el lugar donde vives y mirarte a ti también. Reflexionar sobre ser parte de un todo, un todo complejo lleno de esperanzas y contradicciones. Si tuviera que resumirlo, sería que motivara a hacernos preguntas sobre la relación que tenemos con el territorio en el que vivimos y con las personas con la que lo compartimos.
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