lauretta.hyatt
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A lo largo de 2024, año en que se conmemora el primer centenario del fallecimiento de Franz Kafka , se han glosado repetidamente los motivos más conocidos de su vida y sus textos: la figura del padre autoritario, el tormentoso noviazgo con Felice, el extraño insecto de 'La metamorfosis', la 'traición' de Max Brod… No ha sido, en cambio, tan habitual encontrar alusiones al papel desempeñado en su obra por un aspecto no menos importante de su biografía: el de su origen y condición judíos. Sea porque este no ha sido nunca un tema demasiado del gusto de la crítica, sea por el aciago año en que nos encontramos, se ha pasado bastante por alto el hecho, a mi juicio incontestable, de que la obra de Kafka no habría sido exactamente como es si él no hubiera nacido, como lo hizo, en el seno de una familia judía, y si esto no hubiera ocurrido, además, en Praga, la ciudad que, desde 1898, alojó a una de las principales asociaciones sionistas del Imperio austrohúngaro, la Bar Kochba, denominada así en homenaje al líder de la última revuelta de judíos contra Roma. Sin embargo, es esta azarosa coincidencia entre el año del centenario de Kafka y el año en que el odio a Israel (y a lo judío) se ha desplegado con inusitada virulencia lo que aconseja , más que nunca, destacar el vínculo entre los dos temas. Invito, pues, a recordar que el genial autor de 'El proceso' fue no solamente un judío, sino también, a partir de cierto momento de su trayectoria vital e intelectual, un judío muy interesado e implicado en el sionismo. Aunque, a diferencia de Brod, no militó nunca activamente en la Bar Kochba, y aunque no compartió tampoco la inclinación de su amigo por la variante espiritual del sionismo representada por Martin Buber (a quien él encontraba «insípido»), Kafka se sintió muy próximo, en cambio, a la empresa sionista en lo que ésta tenía de más esencial: la idea de establecer un Estado judío en Palestina. Para probar este aserto, bastaría con invocar la autorizada opinión de quienes mejor lo conocieron y más de cerca lo trataron (el propio Max Brod, Gustav Janouch, Dora Dymant…), aunque, por fortuna, no faltan tampoco los documentos en los que el propio Kafka fue dejando constancia de su interés, cercanía y afinidad con el proyecto de Theodor Herzl. Citaré solo, por lo temprana, su primera carta a Felice, que, fechada el 20 de septiembre de 1912, giraba en torno a la promesa que ella le había hecho, la tarde en la que se conocieron en casa de Max Brod, de «acompañarle el próximo año en un viaje a Palestina». El contenido de una carta posterior, de 27 de octubre, permite comprobar, además, que la propuesta surgió a raíz de una revelación de la joven, quien, en cierto momento de la conversación, hizo saber que era «sionista», algo que Kafka, según le comunicó en la carta, juzgó «estupendo» y le hizo alegrarse de haber llevado esa tarde casualmente bajo el brazo un ejemplar de 'Palestina'.La importancia de este último dato reside en que 'Palestina', la revista que llevaba consigo (y a la que estaba incluso abonado) era una publicación sionista en lengua alemana, cuyo editor, el historiador judío Adolf Böhm, fue el líder del movimiento sionista austríaco, dentro, además, de la facción de los llamados sionistas «prácticos», que eran los que abogaban por el asentamiento en Palestina sin necesidad siquiera de esperar el plácet de las potencias occidentales. Tuvo que ser, pues, esa coincidencia entre sus respectivos sionismos (el de Felice, declarado; el de Kafka, delatado por la revista que llevaba bajo el brazo) lo que motivó el tema del viaje a Palestina y, quizás, hasta el repentino y apasionado interés que el escritor sintió por aquella joven judía a la que acababa de conocer.Lejos de decaer, el sionismo de Kafka fue en aumento con el paso de los años, en especial a partir del momento en que se publicó la 'Declaración Balfour', que en 1917 empezó a dar visos de realidad a lo que, hasta entonces, había sido solo una idea en el aire. A partir de ese momento el autor dejó, por eso, de soñar simplemente con la idea de unas vacaciones en Palestina para empezar a hacerlo con la mucho más atrevida de emigrar, concibiendo así la posibilidad de abandonar a su «madrecita» Praga para instalarse en la que, según todo empezaba a indicar, podía convertirse en la nueva patria de los judíos. Y, aunque no llegó nunca a hacerlo, en buena parte por su necesidad de seguir escribiendo en lengua alemana, sí dejó constancia, en diversas ocasiones, de cuál era el principal motivo de su recurrente y siempre frustrado deseo de irse. Lo hizo así, por ejemplo, en una carta a Milena, en la que le contó que, por entonces (corría el año de 1922 y Praga era ya la capital de la nueva y democrática república checoslovaca presidida por Masaryk), solía pasarse las tardes por las calles bañándose «en el antisemitismo popular» y que, entre otras cosas, había escuchado decir que los judíos eran una «turba inmunda». Tras la exposición de los hechos, el escritor le dirigió a Milena una pregunta retórica: «¿No es natural que uno se vaya de donde es tan odiado?», a la que él mismo se respondió añadiendo que, en efecto, querer irse en esas circunstancias era algo tan natural que, para explicarlo, ni siquiera eran necesarios «el sionismo ni el sentimiento nacional».Aunque Franz Kafka permaneció en Europa hasta el día mismo de su muerte, se congratuló en cierta ocasión, en carta a Max Brod, de haber ido a Palestina al menos «con el dedo sobre el mapa». Hacía alusión con esta fórmula al libro de 1919, 'Un médico rural', entre cuyos relatos había uno situado justamente en ese concreto punto del mapa, el de la Palestina bajo mandato británico. Su título era 'Chacales y árabes'. En este cuento, que ya había visto la luz en 1917 en la revista sionista 'Der Jude', el autor representó, en la forma metafórica que le era propia, uno de los más grandes problemas prácticos con los que se estaba tropezando el objetivo del sionismo: la oposición árabe. Los «chacales» del título eran, pues, los judíos de Palestina, que en el relato aparecen tratados con desprecio y a «latigazos» por un árabe completamente convencido de que esos «perros» no alcanzarían nunca su «absurda esperanza» y seguirían, por consiguiente, eternamente errando «por el desierto». Aunque sólo fuera por la existencia de este texto, donde Kafka creó una clarividente escena de antisemitismo árabe, parece imposible, creo, desatender la dimensión judía y sionista de su literatura, muy importante también a la hora de comprender las extrañas peripecias de los dos K. que protagonizan 'El proceso' y 'El castillo'. SOBRE EL AUTOR Sultana Wahnón es escritora y catedrática de Teoría de la Literatura en la Universidad de Granada
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