José de la Mano y Alberto Manrique, dos sabuesos del arte y de la memoria

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27 Sep 2024
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“La primera reacción al abrir la puerta fue cerrarla otra vez”. El galerista José de la Mano (Alicante, 55 años) bromea sobre la impresión que recibió al entrar por primera vez en este espacio. Estamos en Madrid, en una zona residencial, en un garaje vetusto que custodia un tesoro casi mítico: el almacén olvidado de Fernando Vijande, el galerista más subversivo y prestigioso del Madrid de los setenta y los ochenta. “En el mundo del arte se sabía que existía este lugar, pero llevaba cerrado desde el año 1981″, explica De la Mano. Cuando Vijande cerró Vandrés, su primera galería, se llevó de aquí las obras, pero dejó todo lo demás. Un caos impenetrable. “Papeles, catálogos, muebles, ropa y recuerdos”, enumera Alberto Manrique (Castro Urdiales, 47 años), codirector de la galería José de la Mano. “Para alguien como nosotros, entrar aquí es como entrar a un parque de atracciones”, dice.

El día de la visita, la nave está más ordenada. Los peines, las estructuras de madera para almacenar lienzos, son los mismos que encargó Vijande, y en ellos se pueden leer los nombres de los artistas —Alexanco, Miquel Navarro o Villalba— cuyas obras custodiaron. Decenas de catálogos se amontonan en la antigua garita del aparcamiento. Hay algo de justicia poética en el hecho de que este espacio, que custodia la memoria de un episodio clave del arte español, haya acabado formando parte de los fondos de José de la Mano, una galería cuya principal materia prima es, precisamente, la memoria.

'Sin título'' (1975-1976) de Ramón Bilbao.

El fundador y el hombre que le da nombre, José de la Mano, explica la historia de su proyecto. Formado como historiador y especialista en pintura antigua, es el autor del primer catálogo razonado de Mariano Salvador Maella, un genio del siglo XVIII a la sombra de Goya. Cuando quiso montar una galería, descartó dedicarse a las obras nuevas. “Era muy complicado entrar en ese sector, y ya hay muchas galerías que lo hacen muy bien”, explica. Pero los motivos no solo eran estratégicos. “Siempre he creído que para juzgar el arte contemporáneo hay que tener una distancia cronológica de diez años”.

Aún estaba decidiendo su línea de trabajo cuando le llegó, de casualidad, su primer proyecto. “Un galerista de arte antiguo me enseñó un cuadro geométrico maravilloso. Me dijo que conocía a una señora de Toulouse que tenía todo el taller de aquel artista, y había comprado cinco cuadros”. Se fue a Toulouse y se encontró con el taller de Virgilio Vallmajó, un artista republicano represaliado y fallecido en el exilio en 1947. Llevaba más de medio siglo abandonado y su aspecto tuvo que ser desasosegante. “Para almacenar los cuadros, les habían quitado todos los bastidores”, recuerda. “Eran montañas de telas muy gruesas porque, como no tenía dinero para lienzos, pintaba sobre sábanas o trapos de cocina”. El catálogo que editó, de 66 páginas, incluía estudios de especialistas como Isabel García o Juan Manuel Bonet, que explicaban la trayectoria vital de un pionero desconocido del arte geométrico español. Corría 2005 y aquella no era una exposición más, sino una recuperación en toda regla: una pequeña galería que asumía una labor casi museística. “Pasó algo que no ha vuelto pasar en estas dos décadas”, recuerda el galerista. “Se vendieron 70 cuadros en dos semanas”.

Con su segunda exposición, dedicada a 40 obras de Luis Feito “que no parecían de Feito”, incautadas por las aduanas franquistas, nunca reclamadas por el autor y vendidas en una subasta judicial en los sesenta, intuyó la línea que buscaba: el rescate de artistas olvidados y de etapas desconocidas de artistas célebres. La abstracción geométrica era un estilo especialmente poco estudiado pero muy interesante. “Muchos de estos artistas eran militantes de izquierdas, así que tuvieron que exiliarse de España. Los que se quedaron no tuvieron visibilidad”, cuenta De la Mano. “Cuando llegó la democracia, se les pasó el momento. Llegó otra generación de artistas, el Grupo El Paso [en el que militaron Manolo Millares, Rafael Canogar, Carlos Saura o Martín Chirino] lo eclipsó todo. Se habían quedado fuera del circuito”.

José de la Mano. Detrás de él, una pintura de Agustín Ibarrola. En la urna, sobre la consola, escultura de lino de Aurèlia Muñoz.

Durante los primeros dos años, De la Mano gestionó su galería en solitario, con pocas exposiciones y un programa cauto. En 2007 contrató a Alberto Manrique, un joven historiador. Con él llegó un nuevo objetivo: entrar en Arco, la feria más importante de España. “Tardamos 10 años en conseguirlo”, afirma Manrique.“Para entrar en Arco hay que tener una línea clarísima, y ese siempre había sido nuestro problema”. José de la Mano, que primero tuvo su sede en el barrio de Salamanca y hoy está instalada en el 21 de la calle Zorrilla, no era una galería de arte contemporáneo, porque sus directores trabajaban con artistas y obras de décadas pasadas, pero tampoco eran anticuarios ni se dedicaban al mercado secundario, porque sacaban a la luz obras que nunca habían estado a la venta. Los primeros años fueron arduos. Rebuscaban en catálogos de la época hasta dar con nombres poco conocidos o que no les sonaran. Y esperaban golpes de suerte que, de vez en cuando, llegaban.

Un día, cuenta De la Mano, le llamó un anticuario del Rastro madrileño. “Señor De la Mano, ¿es usted de Alicante?”. Alguien vendía el taller completo de un artista alicantino, en una casa de Arturo Soria, y se había acordado de él. Cuando le dijeron el nombre del artista, casi sintió un escalofrío. Era Tomás Ferrándiz, uno de los hombres que expusieron junto a Picasso en el pabellón de la República que albergó el Guernica. “Lo teníamos localizado, pero se le había perdido la pista. Era republicano y masón, y cuando llegó Franco su presencia se diluyó totalmente. Consiguió una plaza de profesor y casi se cambió de bando”. Cuando llegaron al taller, lo adquirieron con una condición. “Llegué a un acuerdo con la familia, y les dije que me quedaba con el taller, pero solo si me vendían la biblioteca y los documentos”. Aceptaron. “Me dijeron que su idea era tirarlo todo a la basura, porque su prioridad era vaciar el local para venderlo”. Los galeristas, con dos albañiles, entraron en el taller y empezaron a vaciarlo. Había cuadros, pero también mucha basura. Y varias sorpresas. En un altillo oculto con una lámina de poliestireno, Ferrándiz había escondido esculturas y obras con simbología masónica, las más perseguidas por el franquismo. También encontraron lo que parecía un póster, y que en realidad era un dibujo original que hoy cuelga en el Museo Reina Sofía, cerca del Guernica de Picasso, igual que en 1937 .

Vista general de la nave que perteneció al galerista Fernando Vijande y que ha adquirido la galería José de la Mano de Madrid. Al fondo, traviesas y lienzo de Agustín Ibarrola.
Pintura de Jesús de la Sota.
'Abstracción' (1964-1969), de Noemí Martínez.

Historiadores, galeristas, arqueólogos, catalogadores y, en el fondo, detectives, De la Mano y Manrique han conquistado una posición propia gracias a casualidades afortunadas y a su rigor filológico. Catalogan cada obra con precisión. “Para nosotros el archivo es lo más importante. Sin archivo no hay memoria”, explica De la Mano. Manrique coincide: “Cuando un archivo se dispersa, la memoria del artista desaparece”.

Cuando en 2017 Carlos Urroz, entonces director de Arco, les concedió su primer espacio, lo dedicaron al Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid, un episodio clave entre el arte y la informática a finales de los sesenta. El stand se vendió al completo. Fue el primero de varios golpes de efecto en la feria madrileña. Otro fue su recuperación de Aurèlia Muñoz, una artista con prestigio internacional que apenas había expuesto en España. “Era una mujer, y hacía obra textil, algo que hasta entonces no se consideraba arte, sino artesanía. Ahora ya está en los museos”, explica Manrique.

'Sin título' (1975-1976) de Ramón Bilbao.
Una caja de embalaje con obras de arte.
De la Mano y Manrique comentan documentos hallados en la antigua nave de Fernando Vijande en Madrid.

A la reivindicación de obras de mujeres olvidadas ha sucedido la reescritura del canon del arte ligado a la disidencia sexual. Este año han llevado a la feria una obra inclasificable y magnética, Manuel, de Rodrigo, que cuenta una historia de homoerotismo y memoria íntima. Otra de sus puntas de lanza es Agustín Ibarrola. En 2021, el rescate del Guernica del artista vasco marcó un hito. Hoy pertenece a la colección del Museo de Bellas Artes de Bilbao, pero nada hacía prever ese desenlace cuando, meses antes, los galeristas preguntaron a los herederos del artista, en cuya obra geométrica ya habían trabajado, por esta enigmática pintura, expuesta brevemente a principios de los setenta y desaparecida desde entonces. “Les preguntamos y nos dijeron que hacía siglos que no lo habían visto. ‘Probablemente ni exista’, nos dijeron. ‘O vete a saber en qué estado estará”. No había muchos motivos para la esperanza: además de la metodología caótica de Ibarrola, en los ochenta su taller había sufrido graves daños durante las inundaciones de Bilbao. “Un día nos llamaron y nos dijeron: ‘lo hemos encontrado, y no está mal”, recuerda el galerista. A la mañana siguiente, a las 9 estaban en el taller. “Los hijos abrieron la nave, y habían dispuesto los paneles, que son diez lienzos, para que los viéramos. Saqué un vídeo con el móvil, se lo mandé a Maribel López [directora de ARCO] y le dije ‘necesito 80 metros más de stand”.

Al principio, sus principales clientes eran coleccionistas latinoamericanos, familiarizados con el tipo de trabajo que hacían, y también con la abstracción geométrica, muy arraigado en Chile o México. “Entendían la geometría, y además alucinaban con los precios”, reconoce Manrique. Los precios son otra de esas cuestiones a las que dedican no pocos desvelos. “Nuestro modelo es claro: rescatamos al artista y, si la familia confía en nosotros, la exposición tiene que tener precios lógicos para que puedan comprar museos y coleccionistas, o ir a ferias”, apunta De la Mano. Luego hay casos, como Aurèlia Muñoz, que con los años cuadriplican precios, pero es un proceso que hay que manejar con cuidado. Algunos proyectos fracasan porque las familias no entienden que esos artistas no tienen mercado y hay que crearlo, no a corto plazo sino a medio y largo plazo. Además, insistimos mucho en la importancia del archivo, en que lo conserven o, con el tiempo, lo donen a instituciones”.

Por su galería de la calle Zorrilla, cerca del Congreso de los Diputados, pasan a diario visitantes, artistas, coleccionistas y familiares. Cuando logren poner orden en la nave de Vijande, su idea es abrirla como una segunda sede, un almacén y sala de exposiciones para las obras de su fondo, muchas de las cuales ya ocupan los antiguos peines. También quieren darle un nombre que evoque la memoria de Vandrés y de Vijande, a quien ya dedicaron una exposición, y retomar algunos de los proyectos que dejó pendientes. En los cajones han encontrado, por ejemplo, las tripas de un libro de Antoni Miralda que no llegó a ver la luz. “Cuando llamé a Miralda para decírselo, me dijo que no se creía que hubiera sobrevivido”, cuenta De la Mano. Los proyectos siguen y su nómina de artistas, además de una forma de negocio, es un índice de nombres que poco a poco, y gracias a ellos, van encontrando su sitio en los museos y los manuales de arte español del siglo XX. “Hace diez años, recuerdo que Pepe me dijo: ‘Alberto, no te creas que van a seguir apareciendo talleres así, vírgenes, esperándonos a nosotros con 200 cuadros”, recuerda Manrique. “Y la verdad es que ya llevamos veinte. Pero, por si acaso, me lo repite cada tres o cuatro años”.

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