Scotty_Welch
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Cuando Jorge Franco (Medellín, 62 años) empezó a escribir Rosario Tijeras, jamás pensó que se fuera a leer más allá de las fronteras de su ciudad. La idea de la novela le vino cuando leyó una tesis de Psicología sobre la relación entre la religión y el crimen en Colombia. Le añadió la relación difícil con su lugar de nacimiento, un poco de dolor, pedazos de vidas devoradas por la violencia, amor y tragedia. Eso desembocó en el chispazo de la primera frase del libro, recién reeditado por Alfaguara al cumplirse 25 años de su publicación, que tiene fama propia y que llegó muy lejos de los límites de Medellín, de Colombia y del español: “Como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte”.
En aquella tesis se recogían testimonios de niñas, recluidas en correccionales, que contaban cómo había sido su vida en las pandillas de Medellín y qué las había llevado a entrar en ellas. Franco eligió que su novela discurriera alrededor de un personaje construido con los retazos de esas historias, pero también de sus recuerdos y de la imaginación. Entonces apareció Rosario, esa mujer que encarna, al mismo tiempo, la vida y la muerte de tantas mujeres reales trituradas por la peor época de la violencia en Medellín. Frente a la pantalla de su computador, desde Washington, Franco recuerda: “Sentía que estaba saldando una deuda con la ciudad, y al mismo tiempo sentía que la ciudad saldaba una deuda conmigo”.
Rosario Tijeras se ha traducido a más de una docena de idiomas, se ha convertido en novela gráfica, fue adaptada al cine y ha inspirado series de televisión. Ese éxito tomó por sorpresa al autor: “La historia muy rápidamente engranó con muchos lectores en Latinoamérica, incluso en otros idiomas, en lugares donde la problemática del narcotráfico era muy latente”. La explicación, cree, es la universalidad de apelar a temas como el amor o la violencia. Pero, más allá del éxito, su trabajo tenía otro objetivo: “Contar esta novela era como quitarme un peso de encima y tratar de poner las cosas claras sobre lo que sucedió en ese fragmento de historia”.
Un periodo que es, quizás, uno de los traumas más vigentes en la memoria de Colombia. A pesar de que ya han pasado casi tres décadas desde el desmonte de los carteles de Medellín y de Cali, la guerra frontal de los narcotraficantes contra el Estado llevó al país a una degradación en la que los asesinatos, los sicarios y las bombas eran cotidianos. Esa época de espanto ha alimentado, además, un estigma de los colombianos. A Franco, sin embargo, eso no lo inquieta: “No me preocupa tanto que se siga relacionando a Colombia con lo narco, porque es una realidad que va más allá de lo literario y poco se ha hecho para cambiarla”.
El camino de Rosario Tijeras, más allá del éxito, ha tenido muchos desvíos. En el cine o en la televisión, por ejemplo. “Hay un afán comercial, se traspasa una frontera que es muy frágil, muy delicada, de lo que va de mostrar una realidad, a construir casi que una apología a este tipo de vida”, piensa Franco, que explica que usa los adjetivos “frágil” y “delicada” porque la interpretación no depende del autor, sino del público. “Me ha tocado a veces hacer un mea culpa. Me he encontrado casos de mujeres que delinquen, que han matado y que han usado el alias de Rosario Tijeras. Eso me sacude, porque esa no era la intención. Siempre quise mostrar cómo ese mundo narco seduce a unos jóvenes y los encamina en un proceso autodestructivo”.
Esa autodestrucción no solo era un asunto de los jóvenes de aquella época. La vivía todo un país, el mismo que ahora, tanto tiempo después, sigue sometido a parte de esa herencia criminal, dice Franco. “El narcotráfico sigue extremadamente vigente en nuestra sociedad, y esa mentalidad se extendió. La vemos en los negocios, en lo económico, en lo político, en lo social”, afirma. Cree que los grandes males de Colombia tienen su origen en la ilegalidad del narcotráfico. “Eso nos ha vuelto muy permisivos en muchos aspectos”, añade. Un rasgo cultural que, para el autor, es una afrenta a las más de 40.000 víctimas que dejó el terror de aquella época: “Las víctimas deben sentir como una burla el hecho de que Colombia todavía siga aferrada y proclame lo narco como una forma de vida”.
Franco cree que esa herencia del narco también se percibe con claridad en otros ámbitos culturales, y especialmente en un género musical que se escucha en Colombia de punta a punta: “Yo siento que el reguetón es una respuesta en parte a ese estilo de vida que está muy vinculado a la herencia narco. No tengo pruebas para decirlo, es delicado, pero creo que detrás de eso hay una vinculación con sectores económicos ligados al narcotráfico”. El ritmo, añade, es símbolo de una ligereza de pensamiento, de un afán de esplendor en redes sociales, de un espíritu muy superfluo. “Creo que toda esa nueva civilización que está moviéndose en esa ligereza encontró en el reguetón su música, su hecho cultural”, agrega.
Desde hace muchos años Jorge Franco dejó de vivir en Medellín, pero visita la ciudad con mucha frecuencia. Tiene familia, amigos. “Nunca he dejado de tener a Medellín como un telón de fondo en mis obras”, dice. Prueba de ello es esa suerte de trilogía, cuyo capítulo más sombrío es Rosario Tijeras, que se completa con una trama previa en El mundo afuera (Premio Alfaguara en 2014) y una posterior en El cielo a tiros (2018). A la larga, en Franco se cumple un patrón del que no escapan tantos otros novelistas: “Los lugares que habitamos en la infancia nos marcan de una manera mucho más contundente”.
―¿Sigue vigente esa deuda mutua con Medellín?
―Como autor, creo que todos mantenemos esta deuda de parte y parte con los lugares que habitamos. Lo que debemos a esos lugares y lo que esos lugares no solo nos han dado, sino también lo que nos han quitado. Ahí se establece esa deuda mutua.
Una deuda anclada en el pasado. Franco cree que Medellín ha experimentado un cambio muy positivo desde la muerte de Pablo Escobar en 1993: “Ha hecho un trabajo bastante interesante en mostrarse como una ciudad distinta. No es una imagen ficticia, es más real”. En este punto menciona el énfasis que los gobiernos de la ciudad han hecho en fortalecer la cultura, la educación o la infraestructura. Sin embargo, deja entrever que la ciudad no solo tiene una deuda con él: “Sigue pendiente la tarea para erradicar todo eso en lo que caímos, con esa mentalidad del dinero fácil, porque, como yo digo, la culebra sigue viva”.
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En aquella tesis se recogían testimonios de niñas, recluidas en correccionales, que contaban cómo había sido su vida en las pandillas de Medellín y qué las había llevado a entrar en ellas. Franco eligió que su novela discurriera alrededor de un personaje construido con los retazos de esas historias, pero también de sus recuerdos y de la imaginación. Entonces apareció Rosario, esa mujer que encarna, al mismo tiempo, la vida y la muerte de tantas mujeres reales trituradas por la peor época de la violencia en Medellín. Frente a la pantalla de su computador, desde Washington, Franco recuerda: “Sentía que estaba saldando una deuda con la ciudad, y al mismo tiempo sentía que la ciudad saldaba una deuda conmigo”.
Rosario Tijeras se ha traducido a más de una docena de idiomas, se ha convertido en novela gráfica, fue adaptada al cine y ha inspirado series de televisión. Ese éxito tomó por sorpresa al autor: “La historia muy rápidamente engranó con muchos lectores en Latinoamérica, incluso en otros idiomas, en lugares donde la problemática del narcotráfico era muy latente”. La explicación, cree, es la universalidad de apelar a temas como el amor o la violencia. Pero, más allá del éxito, su trabajo tenía otro objetivo: “Contar esta novela era como quitarme un peso de encima y tratar de poner las cosas claras sobre lo que sucedió en ese fragmento de historia”.
Un periodo que es, quizás, uno de los traumas más vigentes en la memoria de Colombia. A pesar de que ya han pasado casi tres décadas desde el desmonte de los carteles de Medellín y de Cali, la guerra frontal de los narcotraficantes contra el Estado llevó al país a una degradación en la que los asesinatos, los sicarios y las bombas eran cotidianos. Esa época de espanto ha alimentado, además, un estigma de los colombianos. A Franco, sin embargo, eso no lo inquieta: “No me preocupa tanto que se siga relacionando a Colombia con lo narco, porque es una realidad que va más allá de lo literario y poco se ha hecho para cambiarla”.
El camino de Rosario Tijeras, más allá del éxito, ha tenido muchos desvíos. En el cine o en la televisión, por ejemplo. “Hay un afán comercial, se traspasa una frontera que es muy frágil, muy delicada, de lo que va de mostrar una realidad, a construir casi que una apología a este tipo de vida”, piensa Franco, que explica que usa los adjetivos “frágil” y “delicada” porque la interpretación no depende del autor, sino del público. “Me ha tocado a veces hacer un mea culpa. Me he encontrado casos de mujeres que delinquen, que han matado y que han usado el alias de Rosario Tijeras. Eso me sacude, porque esa no era la intención. Siempre quise mostrar cómo ese mundo narco seduce a unos jóvenes y los encamina en un proceso autodestructivo”.
Esa autodestrucción no solo era un asunto de los jóvenes de aquella época. La vivía todo un país, el mismo que ahora, tanto tiempo después, sigue sometido a parte de esa herencia criminal, dice Franco. “El narcotráfico sigue extremadamente vigente en nuestra sociedad, y esa mentalidad se extendió. La vemos en los negocios, en lo económico, en lo político, en lo social”, afirma. Cree que los grandes males de Colombia tienen su origen en la ilegalidad del narcotráfico. “Eso nos ha vuelto muy permisivos en muchos aspectos”, añade. Un rasgo cultural que, para el autor, es una afrenta a las más de 40.000 víctimas que dejó el terror de aquella época: “Las víctimas deben sentir como una burla el hecho de que Colombia todavía siga aferrada y proclame lo narco como una forma de vida”.
Franco cree que esa herencia del narco también se percibe con claridad en otros ámbitos culturales, y especialmente en un género musical que se escucha en Colombia de punta a punta: “Yo siento que el reguetón es una respuesta en parte a ese estilo de vida que está muy vinculado a la herencia narco. No tengo pruebas para decirlo, es delicado, pero creo que detrás de eso hay una vinculación con sectores económicos ligados al narcotráfico”. El ritmo, añade, es símbolo de una ligereza de pensamiento, de un afán de esplendor en redes sociales, de un espíritu muy superfluo. “Creo que toda esa nueva civilización que está moviéndose en esa ligereza encontró en el reguetón su música, su hecho cultural”, agrega.
Medellín y una deuda pendiente
Desde hace muchos años Jorge Franco dejó de vivir en Medellín, pero visita la ciudad con mucha frecuencia. Tiene familia, amigos. “Nunca he dejado de tener a Medellín como un telón de fondo en mis obras”, dice. Prueba de ello es esa suerte de trilogía, cuyo capítulo más sombrío es Rosario Tijeras, que se completa con una trama previa en El mundo afuera (Premio Alfaguara en 2014) y una posterior en El cielo a tiros (2018). A la larga, en Franco se cumple un patrón del que no escapan tantos otros novelistas: “Los lugares que habitamos en la infancia nos marcan de una manera mucho más contundente”.
―¿Sigue vigente esa deuda mutua con Medellín?
―Como autor, creo que todos mantenemos esta deuda de parte y parte con los lugares que habitamos. Lo que debemos a esos lugares y lo que esos lugares no solo nos han dado, sino también lo que nos han quitado. Ahí se establece esa deuda mutua.
Una deuda anclada en el pasado. Franco cree que Medellín ha experimentado un cambio muy positivo desde la muerte de Pablo Escobar en 1993: “Ha hecho un trabajo bastante interesante en mostrarse como una ciudad distinta. No es una imagen ficticia, es más real”. En este punto menciona el énfasis que los gobiernos de la ciudad han hecho en fortalecer la cultura, la educación o la infraestructura. Sin embargo, deja entrever que la ciudad no solo tiene una deuda con él: “Sigue pendiente la tarea para erradicar todo eso en lo que caímos, con esa mentalidad del dinero fácil, porque, como yo digo, la culebra sigue viva”.
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