‘James’, de Percival Everett: el esclavo Jim roba la pluma a Mark Twain

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Resulta imposible escribir una reseña de James poco después de conocerse los resultados de las elecciones presidenciales estadounidenses sin ver una continuidad entre el mundo que narra Percival Everett y el actual, entre las violencias pasadas y las presentes. De hecho, algunas expresiones del futuro presidente, en las que deshumaniza a inmigrantes y afroamericanos, o sus llamamientos a la violencia contra ellos, podrían figurar tal cual en esta novela.

Si comienzo con esta afirmación que podría parecer una mera opinión es porque no soy yo, sino Everett, quien pone el foco en dicha continuidad. Lo viene haciendo en numerosas novelas aunque a veces dé la impresión de que él preferiría escribir sobre otras cosas. En una de sus obras anteriores, Cancelado, cuenta la historia de un autor afroamericano que escribe novelas complejas, de lenguaje sofisticado, a quien su agente y sus editores exigen que escriba novelas “de negros”, hablando de los problemas de su raza, con un lenguaje de negros. Para vengarse, el atribulado autor escribe bajo seudónimo una novela en la que incurre en todos los estereotipos del género, cosechando un éxito monumental.

La trama no se centra entonces en las aventuras de Huck, sino en la fuga del esclavo tras descubrir que su dueña lo va a vender

Pues bien, Percival Everett regresa con James a aquellas exigencias, al tiempo que las ridiculiza.

Para situarnos: James cuenta casi —el casi es importante— la misma historia que su admirado Mark Twain en Las aventuras de Huckleberry Finn, pero ahora es el esclavo Jim, y no Huck, el narrador. Solo asistimos a las escenas en las que Jim está presente. La trama no se centra entonces en las aventuras de Huck, sino en la fuga del esclavo tras descubrir que su dueña lo va a vender, separándolo de su esposa y su hija, y en sus intentos de llegar a Illinois, donde no existe la esclavitud, para ganar dinero y rescatar a su familia.

Esto lleva consigo no solo un desplazamiento del protagonismo sino también un cambio de perspectiva. Si en la novela de Twain veíamos el mundo a través de los ojos y de la experiencia de un adolescente blanco, en la de Everett es un esclavo negro quien refleja su experiencia de la realidad bestialmente racista de Hannibal, Misuri, y, por extensión, de los Estados esclavistas sureños. Definir el punto de vista equivale a hacerse con el poder; conquistar la voz narrativa también. Eso lo tiene claro Everett: Mark Twain, por crítico que fuese con el racismo, no podía evitar contar como un hombre blanco.

Pero ¿cómo cuenta un esclavo negro? El objetivo de Everett es claro: emancipar a Jim del simplismo bonachón y supersticioso en el que lo encerraba Twain —como sucede a tantos otros negros amables de la ficción estadounidense— y del lenguaje inculto y risible que exige el estereotipo. Para ello, da una vuelta de tuerca hilarante al lenguaje.

El escritor nos hace reír cuando los esclavos hablan de forma incorrecta y vulgar solo si hay blancos cerca

Los esclavos hablan con tono humilde, sintaxis incorrecta, palabras vulgares, mal pronunciadas… si hay blancos en las cercanías. Si no, se expresan como cualquier otra persona. Por supuesto, este doble lenguaje da lugar a equívocos, malentendidos y situaciones divertidas. Porque estamos ante un libro que nos hace reír, por ejemplo, cuando Jim conversa en sueños y alucinaciones con Voltaire, Rousseau o Locke y desvela en esos diálogos delirantes la hipocresía de las buenas intenciones y del humanismo blanco.

Pero el humor de Everett es una finta: nos hace reír para que bajemos la guardia y así poder golpearnos en el plexo solar. Hemos leído tantas novelas, visto tantas películas que condenan el racismo que, aparte de nuestra desgastada indignación moral, poco tenemos que aportar. Everett, como jugando, nos obliga a mirar otra vez con atención, a entender mejor en qué consiste el día a día de las personas racializadas, también en la actualidad. Y mezcla los géneros —aventuras, comedia, novela social—, como también hacía en otra de sus grandes novelas, Los árboles, para sacarnos de nuestros hábitos lectores, desorientarnos y despojarnos de ideas preconcebidas.

Quizá no todos sus lectores estén dispuestos a ello; he leído y visto numerosas entrevistas a Everett en las que el entrevistador no menciona ni una vez la palabra “violencia”, como si el racismo fuese una mera cuestión académica. Sin embargo, en James la violencia de los blancos es omnipresente: verbal, gestual, física —latigazos, torturas, linchamientos— y, por supuesto, sexual. También Jim es violento. Ante la enormidad de lo que sufren él y su gente, no necesita excusa. Cuando asesina a un capataz solo siente indiferencia: “Me buscan por fugitivo, secuestrador, ladrón y asesino”, dice a otra esclava.

—¿Eres culpable? —preguntó Holly.

—¿Importa eso? —pregunté.

No es casual que Jim esté contando su historia con un lápiz robado en un cuaderno también robado. Solo al crear su propio código moral y arrebatando a sus verdugos el derecho a interpretar y documentar su vida, se convierte en un hombre libre. Da igual que lo apresen y linchen. Jim ya no dejará de ser James.







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