Israel Galván, la ironía como un arma stravinskiana

hjohnston

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Alrededor de la personalidad escénica, el baile y el estilo de Israel Galván (Sevilla, 1973) hay demasiada palabrería que se cree docta y enterada. Ni lo uno ni lo otro. Tampoco es que Galván naciera en un lejano Catay: ¡es sevillano! Y las apariencias crípticas con sus salidas de pata de banco y su estupor casi caricaturesco en su manera de expresarse no son otra cosa que un potente escudo o entelequia defensiva: un teatro lleno es un ejército enemigo. Esto lo sabe y lo sufre. Hoy, en 2024, Galván es un artista maduro y que puede permitirse experimentos que quizás ya no lo son tanto. ¿Se repite Israel Galván? En ciertos aspectos, sí. Esto es inevitable si el entarimado es un laboratorio donde está el bailarín-bailaor-coreógrafo, buscando un estilo y una voz propios. Nótese que el promedio de edad de su fiel público roza la cincuentena; es también su edad. Lo que fue rompedor cuando empezaba, hoy conserva otros valores, pero ya no son elementos de rompe y rasga. La supuesta provocación pasa a ser referencial.

La música de Stravinski ha sido tratada varias veces en instrumentaciones muy variopintas, y hasta hay una versión para pianola (que ya usó el coreógrafo Javier de Frutos). Cuando la obra se llevó a Londres tras las sonadas funciones de París, un crítico dijo que quizás debió Stravinski componer un ballet solo para percusiones. Stravinski estaba en cama, y bastante grave, con fiebre tifoidea, de modo que se perdió la batallita londinense y esas ácidas flores literarias. De esto nos queda una copla interesante: la preponderancia rítmica sobre toda imposición melódica. Esto parece interesarle a Galván hasta desarrollar un usufructo intensivo.

Expeditivo y cortante, buscando complicidad con una pantomima que por momentos se antoja desconcertante, Galván hace su obertura sobre la colchoneta inflable tratada con sonorización, de ahí pasa a una exposición donde enjuicia los elementos escenográficos, los prueba y reprueba. Al desgaire, alguna pose que recuerda la iconografía de Nijinsky, lo que será secundario, que no anecdótico. También sutilmente, el bailaor pasa por los personajes de la obra original (anciano, elegida, coro), los incorpora en un soplo, instantáneo, como una cita literaria.

Tras escucharse la versión para dos pianos (esquema al que Stravinski volvería en otro ballet muy importante: Las bodas [Les Noces, 1923] con 4 pianos, voces y profusa percusión), Galván completa su metraje con un fragmento de Scarlatti muy conocido y usado inveteradamente por la danza española; esto contiene algo de simbólico también, e Israel, como poseído por una euforia repentina, juega al prestidigitador, saca del arpa de uno de los pianos unas diminutas castañuelas (como las que se usaban en los tiempos de los Bailes de Palillos) y da una pincelada: de allí venimos.

El bailarín Israel Galván, en un momento de 'La consagración de la primavera', en el Centro Conde Duque de Madrid.

En toda la obra, el artista alterna el pie descalzo con el boto clásico y se afana en la distinción de sonoridades: sigue siendo una búsqueda de vehículos expresivos, sean los que sean: desacralizar está en la genética de este inventor de circunstancias bailadas. Si el danzante está solo en el escenario, su lícita inquietud lo lleva a una tierra de nadie, ambiguo hasta en la apariencia, siempre en un registro medio-alto que ya es difícil de sostener por más de una hora de acción teatral. Hay fuerza y honestidad, y valdría la pena relacionar esta proyección casi neoexpresionista con algunas versiones ya hoy consagradas en la historia, como la aplicación hecha por Jane Erdman, una figura fascinante miembro fundacional destacada de Martha Graham (para quien Massine montó una versión diferente y propia de La consagración en abril de 1930 en la Academia de la Música de Filadelfia) o la posterior de Mary Wigman.

Pound decía que Stravinski era el único artista vivo del que podía aprender su oficio. Esto no ha disminuido en lo absoluto hoy, que todos los mencionados ya están muertos. Galván usa Stravinski como linfa conductora y energizante; Auden, que pensaba lo mismo que Pound, llegó a decir que aquella partitura eran corazones que laten buscándose. Galván tensa la misma cuerda y nos la entrega devota y ritualmente.

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