ebony38
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La voz suave de Irene Vallejo inunda la sala: “Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos”. Es una frase de la escritora española Carmen Martín Gaite, que Vallejo, escritora también, autora del superventas mundial El Infinito en un Junco, ha trufado en una de sus intervenciones, en la presentación de un libro, este domingo en la FIL de Guadalajara. Lee la autora y la gente abraza el silencio, pendiente de verdades escondidas en las frases, pero pendiente, sobre todo, de ella, elevada a la condición de oráculo. Todo el mundo quiere verla estos días, escuchar lo que dice. No hay sillas vacías en el salón, ni ojos distraídos, ni pantallas que valgan. Ayer, estuvo seis horas firmando libros. Acabó a medianoche. “Yo creo que firmé más de 1.500”, cuenta, divertida.
El domingo ha empezado de manera similar. La autora y su esposo, el historiador del arte y productor Enrique Mora, aparecen en el vestíbulo del hotel a las 11.00, dueños de una energía sorprendente. Enseguida, ambos se disculpan: la primera actividad del día consiste en firmar más libros. Es una situación ideal, en realidad. La blandura de los sofás del vestíbulo, la intimidad matutina de un día festivo, vertebran una charla pausada. La autora cuenta que está leyendo Dios fulmine a quien escriba sobre mí, de la joven escritora mexicana Aura García-Junco; que siempre trata de estar al tanto de lo que nace a este lado del charco. En la plática de la tarde, antes de citar a Martín Gaite, Vallejo recordará, precisamente, que son jóvenes escritoras latinoamericanas quienes lideran el último gran boom de la literatura.
Este rasgado pausado de la pluma dibuja los últimos momentos de calma para Vallejo, en un día que será trepidante. La responsable de uno de los ensayos en español más leídos de las últimas décadas practica su caligrafía. Estos cinco tomos que garabatea son una cortesía para Alberto Pérez Dayán, ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, con quien han coincidido en una cena. La autora tiene un rato para pasear por la feria, pero, desde que sale del hotel, caminar se vuelve un asunto complejo. Fotos, saludos, abrazos... La gente se acerca con sonrisas que destilan un aprecio verdadero, agradecimiento. Hay mujeres mayores, hombres jóvenes, adolescentes que se toman una selfi con ella y se van saltando de alegría. El sábado, cuando presentaba la versión en novela gráfica de El Infinito en un Junco, la gente hacía cola para sentarse fuera del salón del evento, en un hall con más de 500 sillas. Querían seguir la charla en una pantalla gigante.
“Este mes hemos estado solo cuatro días en casa”, cuenta ella, pesarosa, mientras camina hacia la entrada de la feria. La pareja ha visitado en pocas semanas Austria, Perú y ahora México. Aquí, además de Guadalajara, han acudido a la feria del libro de San Luis Potosí y viajan estos días a Colima. En Ciudad de México, les ha dado tiempo a visitar la exposición de cuadros de la recuperada Remedios Varo, en el Museo de Arte Moderno. Vallejo y Mora tienen un hijo de diez años, Pedro, que se ha quedado en casa, motivo de su pesar. Vallejo cuenta que escribió El Infinito en un Junco en el hospital, con el niño batallando para salir adelante de las garras de un síndrome congénito. “Fue terapéutico escribir el libro”, dice Vallejo.
El niño se llama Pedro, cuentan, por Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo, uno de sus libros de cabecera, como relataba la autora en la charla del sábado. Para probarlo, Mora saca su celular y busca en la fototeca. Al minuto, muestra una foto del muchacho, en la sala de la vivienda familiar, delante de una hermosa estantería, construida sobre el esqueleto barnizado de un árbol. “Es la librería de cosas especiales”, dice él. En las baldas se ven los otros libros de Rulfo, El Llano en Llamas y El Gallo de Oro, y una lámina del Códice de Viena, documento prehispánico que narra el origen del mundo, según el pueblo mixteco, asentado en Oaxaca.
Mientras camina por los pasillos de la feria, Vallejo cuenta que su hijo es un enamorado del Día de Muertos, festividad mexicana alejada de la solemnidad ibérica, de la mantilla negra y la gravedad mandibular, pero también de la superficialidad consumista de Halloween. “Todo viene por un cuento que le conté”, dice. “Bueno”, interviene Mora, “que adaptaste”. Se refieren a El Monte de las Ánimas, un relato de Gustavo Adolfo Bécquer, escrito a mediados del siglo XIX, que cuenta el vagabundeo de las almas de soldados caídos en una batalla, en el cerro mencionado. “Cuando llega la noche de Difuntos, se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales”, escribe Bécquer.
Vallejo y Mora reconocen que, igual, la película Coco, la versión que hizo Disney del Día de Muertos, ha tenido bastante que ver en los gustos del muchacho. Aunque Mora saca de nuevo el celular y muestra una foto de Pedro, disfrazado de Bécquer, esperando las almas de los difuntos. Es, dicen, su disfraz favorito. Porque Pedro, claro, quiere ser escritor, como su madre. La pareja callejea por la feria en busca del expositor de Artes de México, del escritor mexicano Alberto Ruy Sánchez, que vende libros y artesanías. En el camino se encuentran con el poeta Luis García Montero. Saludos, abrazos, siempre interrumpidos por admiradores que le piden una foto. “Se ha hecho muy popular”, dice el poeta, sonriendo, “está muy bien”.
Algunas de las personas que le paran le dan las gracias. Una mujer le recuerda una conferencia que dio sobre acoso escolar –que ella misma sufrió– tiempo atrás y le toma las manos, como si el tacto de los dedos pudiera suplir la mediocridad del verbo. Es una sensación constante esta mañana, que no hay gratitud trasladable, que El Infinito... hizo por lectoras y lectores lo que no puede decirse en 30 segundos de intercambio, de ahí los abrazos, tocarse. Antes de comer, Vallejo mantendrá un encuentro con integrantes de un club de lectura, que ha colocado su ensayo en el pedestal de sus amores literarios. Dos señoras dirán que ya lo han leído dos veces. “Es que todo lo conecta con todo tan bonito”, comentará una.
En Artes de México, Vallejo elige un pequeño jaguar de cartón para Pedro y unos libros de cuentos. Ruy Sánchez les trata de regalar artesanías, revistas, más libros. La mañana acelera. Mora, que dejó su carrera y se ha convertido en su asistente, le apremia. Los dos salen casi corriendo porque el ministro de Cultura de España, Ernest Urtasun, la espera para tomar un café. El saludo es cordial, igual que el sábado, cuando Urtasun acudió a la presentación de la novela gráfica de El Infinito... El pequeño “malentendido” de los días previos, en palabras de Mora, un problema de conexiones aéreas que amenazaba con calcificarse, se deshace entre las sonrisas que ambos se dedican.
De nuevo, a correr. Pasillos, escaleras, ascensores, fotos... Vallejo carga una pequeña mochila donde guarda un puñado de plumas y bolígrafos, bolsitas de aseo, hojas de papel en las que ha preparado sus intervenciones de la tarde. Mora carga bolsas con todo lo que compran y con los obsequios que reciben. De vez en cuando escapa a su cuarto del hotel para dejar algunas. Son demasiadas. Es difícil que todo quepa en una maleta normal. Del café con Urtasun, Vallejo acude a la oficina de EL PAÍS en la feria, a tomarse fotos. De ahí, al encuentro con el club de lectura. La mañana acaba en una comida con su amiga de hace años, Socorro Venegas, en el restaurante Quelites, donde comen, antes de la carrera vespertina, un pulpo zarandeado y un aderezo de hormigas chiquitanas. Todo esto ocurre, todas estas horas, estas carreras, las fotos, los abrazos, sin que Vallejo pierda nunca la sonrisa.
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El domingo ha empezado de manera similar. La autora y su esposo, el historiador del arte y productor Enrique Mora, aparecen en el vestíbulo del hotel a las 11.00, dueños de una energía sorprendente. Enseguida, ambos se disculpan: la primera actividad del día consiste en firmar más libros. Es una situación ideal, en realidad. La blandura de los sofás del vestíbulo, la intimidad matutina de un día festivo, vertebran una charla pausada. La autora cuenta que está leyendo Dios fulmine a quien escriba sobre mí, de la joven escritora mexicana Aura García-Junco; que siempre trata de estar al tanto de lo que nace a este lado del charco. En la plática de la tarde, antes de citar a Martín Gaite, Vallejo recordará, precisamente, que son jóvenes escritoras latinoamericanas quienes lideran el último gran boom de la literatura.
Este rasgado pausado de la pluma dibuja los últimos momentos de calma para Vallejo, en un día que será trepidante. La responsable de uno de los ensayos en español más leídos de las últimas décadas practica su caligrafía. Estos cinco tomos que garabatea son una cortesía para Alberto Pérez Dayán, ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, con quien han coincidido en una cena. La autora tiene un rato para pasear por la feria, pero, desde que sale del hotel, caminar se vuelve un asunto complejo. Fotos, saludos, abrazos... La gente se acerca con sonrisas que destilan un aprecio verdadero, agradecimiento. Hay mujeres mayores, hombres jóvenes, adolescentes que se toman una selfi con ella y se van saltando de alegría. El sábado, cuando presentaba la versión en novela gráfica de El Infinito en un Junco, la gente hacía cola para sentarse fuera del salón del evento, en un hall con más de 500 sillas. Querían seguir la charla en una pantalla gigante.
“Este mes hemos estado solo cuatro días en casa”, cuenta ella, pesarosa, mientras camina hacia la entrada de la feria. La pareja ha visitado en pocas semanas Austria, Perú y ahora México. Aquí, además de Guadalajara, han acudido a la feria del libro de San Luis Potosí y viajan estos días a Colima. En Ciudad de México, les ha dado tiempo a visitar la exposición de cuadros de la recuperada Remedios Varo, en el Museo de Arte Moderno. Vallejo y Mora tienen un hijo de diez años, Pedro, que se ha quedado en casa, motivo de su pesar. Vallejo cuenta que escribió El Infinito en un Junco en el hospital, con el niño batallando para salir adelante de las garras de un síndrome congénito. “Fue terapéutico escribir el libro”, dice Vallejo.
El niño se llama Pedro, cuentan, por Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo, uno de sus libros de cabecera, como relataba la autora en la charla del sábado. Para probarlo, Mora saca su celular y busca en la fototeca. Al minuto, muestra una foto del muchacho, en la sala de la vivienda familiar, delante de una hermosa estantería, construida sobre el esqueleto barnizado de un árbol. “Es la librería de cosas especiales”, dice él. En las baldas se ven los otros libros de Rulfo, El Llano en Llamas y El Gallo de Oro, y una lámina del Códice de Viena, documento prehispánico que narra el origen del mundo, según el pueblo mixteco, asentado en Oaxaca.
Mientras camina por los pasillos de la feria, Vallejo cuenta que su hijo es un enamorado del Día de Muertos, festividad mexicana alejada de la solemnidad ibérica, de la mantilla negra y la gravedad mandibular, pero también de la superficialidad consumista de Halloween. “Todo viene por un cuento que le conté”, dice. “Bueno”, interviene Mora, “que adaptaste”. Se refieren a El Monte de las Ánimas, un relato de Gustavo Adolfo Bécquer, escrito a mediados del siglo XIX, que cuenta el vagabundeo de las almas de soldados caídos en una batalla, en el cerro mencionado. “Cuando llega la noche de Difuntos, se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales”, escribe Bécquer.
Vallejo y Mora reconocen que, igual, la película Coco, la versión que hizo Disney del Día de Muertos, ha tenido bastante que ver en los gustos del muchacho. Aunque Mora saca de nuevo el celular y muestra una foto de Pedro, disfrazado de Bécquer, esperando las almas de los difuntos. Es, dicen, su disfraz favorito. Porque Pedro, claro, quiere ser escritor, como su madre. La pareja callejea por la feria en busca del expositor de Artes de México, del escritor mexicano Alberto Ruy Sánchez, que vende libros y artesanías. En el camino se encuentran con el poeta Luis García Montero. Saludos, abrazos, siempre interrumpidos por admiradores que le piden una foto. “Se ha hecho muy popular”, dice el poeta, sonriendo, “está muy bien”.
Algunas de las personas que le paran le dan las gracias. Una mujer le recuerda una conferencia que dio sobre acoso escolar –que ella misma sufrió– tiempo atrás y le toma las manos, como si el tacto de los dedos pudiera suplir la mediocridad del verbo. Es una sensación constante esta mañana, que no hay gratitud trasladable, que El Infinito... hizo por lectoras y lectores lo que no puede decirse en 30 segundos de intercambio, de ahí los abrazos, tocarse. Antes de comer, Vallejo mantendrá un encuentro con integrantes de un club de lectura, que ha colocado su ensayo en el pedestal de sus amores literarios. Dos señoras dirán que ya lo han leído dos veces. “Es que todo lo conecta con todo tan bonito”, comentará una.
En Artes de México, Vallejo elige un pequeño jaguar de cartón para Pedro y unos libros de cuentos. Ruy Sánchez les trata de regalar artesanías, revistas, más libros. La mañana acelera. Mora, que dejó su carrera y se ha convertido en su asistente, le apremia. Los dos salen casi corriendo porque el ministro de Cultura de España, Ernest Urtasun, la espera para tomar un café. El saludo es cordial, igual que el sábado, cuando Urtasun acudió a la presentación de la novela gráfica de El Infinito... El pequeño “malentendido” de los días previos, en palabras de Mora, un problema de conexiones aéreas que amenazaba con calcificarse, se deshace entre las sonrisas que ambos se dedican.
De nuevo, a correr. Pasillos, escaleras, ascensores, fotos... Vallejo carga una pequeña mochila donde guarda un puñado de plumas y bolígrafos, bolsitas de aseo, hojas de papel en las que ha preparado sus intervenciones de la tarde. Mora carga bolsas con todo lo que compran y con los obsequios que reciben. De vez en cuando escapa a su cuarto del hotel para dejar algunas. Son demasiadas. Es difícil que todo quepa en una maleta normal. Del café con Urtasun, Vallejo acude a la oficina de EL PAÍS en la feria, a tomarse fotos. De ahí, al encuentro con el club de lectura. La mañana acaba en una comida con su amiga de hace años, Socorro Venegas, en el restaurante Quelites, donde comen, antes de la carrera vespertina, un pulpo zarandeado y un aderezo de hormigas chiquitanas. Todo esto ocurre, todas estas horas, estas carreras, las fotos, los abrazos, sin que Vallejo pierda nunca la sonrisa.
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