zharber
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Confiesa Leonardo Padura que este es el libro que siempre ha querido escribir: un canto de amor entrañado, conflictivo, transido de dolor, enajenado, a su ciudad natal, donde ha vivido la mayor parte de sus casi 70 años y a cuya degradación ha asistido impotente pero no resignado: La Habana. Padura, que nació en 1955 en el barrio periférico de Mantilla, donde sigue viviendo por voluntad propia (esas calles son su lugar en el mundo), ha sido testigo y cronista de la lenta e imparable desfiguración de su ciudad bajo la promesa del paraíso comunista desde 1959, un desmoronamiento arquitectónico, económico, demográfico e indefectiblemente moral que ha reflejado en las novelas a través del policía Mario Conde y en los reportajes y ensayos que ha ido publicando desde comienzos de los ochenta. Ir a La Habana alude a la expresión de los habaneros de la periferia urbana cuando tenían que ir al centro de la ciudad, pero aquí el viaje que propone Padura es doble y articula las dos partes del libro, pues en la primera va a La Habana desde su experiencia vital y literaria, con el equipaje de sus vivencias y de sus novelas, mientras que en la segunda va a una Habana sepultada en los escombros del olvido para recuperar a través de la investigación, aunque solo sea durante el tiempo efímero de la lectura, a personajes, lugares y ambientes de una ciudad borrada.
Los textos de esta segunda parte fueron publicados en los años ochenta en el periódico Juventud Rebelde y, en parte, reunidos después en El viaje más largo (1994); otros (el 2 y el 3) formaron parte del volumen El alma de las cosas (2017). En todos ellos, el Padura periodista rentabiliza las dotes del escritor para trazar caracteres, captar emociones y recrear atmósferas. Cada capítulo es una teletransportación vívida a un pasado que puede ser el del júbilo infantil al recibir un traje de béisbol, el del populoso barrio chino ya desaparecido o La Habana suntuosa y turbia de hacia 1910 —la Niza del Caribe— del proxeneta Alberto Yarini. Estas crónicas bastan para sostener el interés del libro, pero lo que lo hace imprescindible es la primera mitad, donde la autobiografía se hibrida con un análisis social e histórico que se refleja en una antología diseminada de su narrativa.
La decisión de insertar fragmentos de sus 14 novelas (10 de ellas del ciclo de Mario Conde) resulta un acierto pleno, en especial porque muestra hasta qué punto su ficción está penetrada de la experiencia directa, de la propia vicisitud biográfica y, por encima de todo, de su aflicción ante una ciudad —y un país— que hoy aullaría de dolor si pudiera (la imagen es suya). Desde esta Habana deprimida, desfigurada hasta la “ajenitud”, Padura describe varias Habanas como ciudades sucesivas en su recuerdo y superpuestas en la memoria difusa de la cultura cubana. Al hacerlo, hilvana el itinerario de su propia andanza desde el niño que jugaba a béisbol en una esquina de la calle Libertad y aprendió la fraternidad de su padre masón al universitario que descubrió su vocación de escritor en el estimulante barrio del Vedado, desde el periodista bisoño de la revista El Caimán Barbudo hasta el novelista que en 1991 alumbra al melancólico policía y trasunto Mario Conde.
Padura sitúa la aceleración de esa “ajenitud” en 1968, cuando se prohibieron los negocios privados y los cubanos emprendieron un camino de privaciones y sacrificios. El empobrecimiento y la degradación se recrudecieron en los noventa a causa del desplome del bloque comunista, y el Estado, en el llamado eufemísticamente Periodo Especial, volvió a apelar al maltrecho espíritu de sacrificio de los cubanos. Padura, inmerso entonces en la tetralogía policial Las cuatro estaciones (1991-1998), consiguió convertirse en el primer escritor independiente y, en lugar de sumarse al éxodo de muchos compatriotas, siguió escribiendo “como loco para no volverme loco”, por decirlo con sus palabras. Con su loca escritura deconstruyó simbólicamente La Habana, la operación inversa a la que habían realizado Domingo del Monte en el siglo XIX o Alejo Carpentier en el XX. Y hoy La Habana es la de Padura, una ciudad postrada dentro de las que las Habanas extintas claman por su curación. Es muy difícil contarlo con más intensidad y sujeción.
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Los textos de esta segunda parte fueron publicados en los años ochenta en el periódico Juventud Rebelde y, en parte, reunidos después en El viaje más largo (1994); otros (el 2 y el 3) formaron parte del volumen El alma de las cosas (2017). En todos ellos, el Padura periodista rentabiliza las dotes del escritor para trazar caracteres, captar emociones y recrear atmósferas. Cada capítulo es una teletransportación vívida a un pasado que puede ser el del júbilo infantil al recibir un traje de béisbol, el del populoso barrio chino ya desaparecido o La Habana suntuosa y turbia de hacia 1910 —la Niza del Caribe— del proxeneta Alberto Yarini. Estas crónicas bastan para sostener el interés del libro, pero lo que lo hace imprescindible es la primera mitad, donde la autobiografía se hibrida con un análisis social e histórico que se refleja en una antología diseminada de su narrativa.
Padura describe varias Habanas como ciudades sucesivas en su recuerdo y superpuestas en la memoria difusa de la cultura cubana
La decisión de insertar fragmentos de sus 14 novelas (10 de ellas del ciclo de Mario Conde) resulta un acierto pleno, en especial porque muestra hasta qué punto su ficción está penetrada de la experiencia directa, de la propia vicisitud biográfica y, por encima de todo, de su aflicción ante una ciudad —y un país— que hoy aullaría de dolor si pudiera (la imagen es suya). Desde esta Habana deprimida, desfigurada hasta la “ajenitud”, Padura describe varias Habanas como ciudades sucesivas en su recuerdo y superpuestas en la memoria difusa de la cultura cubana. Al hacerlo, hilvana el itinerario de su propia andanza desde el niño que jugaba a béisbol en una esquina de la calle Libertad y aprendió la fraternidad de su padre masón al universitario que descubrió su vocación de escritor en el estimulante barrio del Vedado, desde el periodista bisoño de la revista El Caimán Barbudo hasta el novelista que en 1991 alumbra al melancólico policía y trasunto Mario Conde.
Padura sitúa la aceleración de esa “ajenitud” en 1968, cuando se prohibieron los negocios privados y los cubanos emprendieron un camino de privaciones y sacrificios. El empobrecimiento y la degradación se recrudecieron en los noventa a causa del desplome del bloque comunista, y el Estado, en el llamado eufemísticamente Periodo Especial, volvió a apelar al maltrecho espíritu de sacrificio de los cubanos. Padura, inmerso entonces en la tetralogía policial Las cuatro estaciones (1991-1998), consiguió convertirse en el primer escritor independiente y, en lugar de sumarse al éxodo de muchos compatriotas, siguió escribiendo “como loco para no volverme loco”, por decirlo con sus palabras. Con su loca escritura deconstruyó simbólicamente La Habana, la operación inversa a la que habían realizado Domingo del Monte en el siglo XIX o Alejo Carpentier en el XX. Y hoy La Habana es la de Padura, una ciudad postrada dentro de las que las Habanas extintas claman por su curación. Es muy difícil contarlo con más intensidad y sujeción.
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