'Invitación al viaje', un cuento inédito de Julio Ramón Ribeyro

Ellie_Gottlieb

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«La noche es una copa de mal» (César Vallejo).I.Empezó, entonces, un recorrido absurdo por el perímetro de la villa. Aprovechando esa especie de inmunidad que les confería la noche, apedrearon las casas solariegas, invadieron los jardines públicos, atacaron a los pájaros en sus nidos, a los gatos en los tejados. La imaginación de Lucho era inagotable y su ardor no conocía fatiga. Teodoro lo seguía, sintiendo decrecer su entusiasmo con el espesor de la noche. Al cabo de un tiempo, se encontraron caminando por los terrenos baldíos de una antigua hacienda que la ciudad había empezado lentamente a devorar. Lucho, a la cabeza, saltaba las acequias ayudándose con una vara de laurel. El cielo había perdido su resplandor y en la oscuridad se escuchaba el canto de los mochuelos. Al llegar a una tapia, se detuvieron.—Hagamos un alto —dijo Lucho y se sentó sobre la hierba.Teodoro lo imitó. Su mirada espiaba con inquietud el firmamento, donde las nubes habían empezado su marcha silenciosa. El temor de que cayera una garúa lo alarmó.—¿Para qué me has traído aquí?—Yo no te he traído —replicó Lucho—. Hemos venido. Eso es todo.Luego vino un silencio prodigioso durante el cual cada uno escuchaba en sus arterias la circulación de su sangre. Vagamente, como viniendo de un otro mundo, llegaba a veces el rumor del mar. Como una hora antes, en la huaca abandonada, Lucho experimentó esa sensación de plenitud que parecía desencarnarlo de su propia materia. Volviendo el rostro hacia Teodoro, buscó en él una palabra, tan solo un gesto de aprobación. Pero este yacía acurrucado, insensible a toda forma de hechizo y sus pupilas abiertas exploraban temerosamente las tinieblas.—¡Vámonos de aquí! —murmuró Teodoro—. Hay hormigas en el pasto y las lechuzas vuelven a cantar.Lucho se levantó de un salto. Estaba casi arrepentido de haber buscado a ese compañero para su aventura. Mirando por encima de la tapia, divisó el campo de aviación. En los hangares había pequeñas luces. Una población de obreros nocturnos se desplazaba alrededor de los aviones. Algún día tendría que volar...—Sí, vámonos —replicó suspirando—. Vámonos a otro sitio —y se lanzó desesperadamente a través de la bruma.A mitad del camino, Teodoro lo alcanzó. La gorra en la mano, la frente arrasada de sudor, había tropezado varias veces hasta morder la tierra.—¿Adónde vamos ahora?—Al cinema.—Pero es muy tarde...—Tomaremos un taxi.Pronto llegaron a las calles luminosas. Lucho detuvo un auto de plaza y ambos cayeron en el asiento posterior.—Llévenos al parque.—¡Al parque no! —protestó Teodoro—. ¡Allí nos pueden ver!—Pues, entonces, a los rieles del tranvía.El chofer los observó por el espejo. Vio sus rostros infantiles donde la noche ponía una máscara ojerosa. El auto comenzó a rodar interminablemente. Solo al cabo de un rato apercibieron que la ruta que seguían no era la indicada.—¡A los rieles, he dicho! —exclamó vivamente Lucho.—Los rieles son muy largos. ¿A qué parte quiere usted ir?—A Surquillo.El carro deshizo su camino. Al cabo de media hora, llegaron al paradero del tranvía. Una vez apeados, Lucho contó su capital. Le faltaban ya tres soles.—No te va a alcanzar. Te lo había dicho —observó Teodoro—. ¿Tú crees que con veinte soles te puedes ir de tu casa?—No seas idiota. Ya verás. Además, no hay por qué tomar taxi a cada rato.Al lado de los rieles, había una pequeña feria. Una docena de kioscos de madera adornados con serpentinas y quitasueños arremolinaba a una numerosa población de noctámbulos. Algunos bebían cerveza, otros hacían tiro al blanco. El bullicio, el humo, el olor de las frituras creaban un ambiente de carnaval que de inmediato los sedujo.—¿Y si nos quedamos acá?Teodoro miró los carteles del cinema que se hallaba al frente. Un hombre uniformado hundía su puño en la quijada de un bandido mientras con el zapato aplastaba la cabeza de otro. Se hubiera decidido a entrar, pero ya Lucho se dirigía hacia un kiosco.—Estoy harto de cine —dijo—. El cine se ha hecho para verlo de día. Además, tengo hambre. Comeremos algo.Las enormes butifarras rebosantes de lechuga y de cebolla fueron atacadas con ferocidad. La chicha morada les dejó un bigote negro sobre el labio.—¡Ahora me siento mejor! —exclamó Lucho, frotándose el vientre—. Me parece que la noche recién comienza —y dio una fuerte palmada en la espalda de su amigo.Este quedó inmóvil. Había observado que eran las once pasadas. Comenzaban a faltarle las fuerzas.—¿Pero es verdad, pero es verdad que no piensas regresar a tu casa?—¿Para qué? ¡La paliza que me caería! Además, no necesito. Puedo vivir solo. ¿Tú no crees, acaso? Tengo plata para unos días. Después a trabajar. ¡Y tú me has jurado no moverte de mi lado!—Sí, es verdad —murmuró Teodoro y, sin poder evitar un gesto de resignación, empezó a seguir a su compañero.Delante de cada kiosco, Lucho se detuvo. Disparó flechas, plumillas, perdigones. Como no podía dar en el blanco, se lanzó a la rueda de Chicago, luego a los caballos de madera. Disfrazado de indio, se hizo tomar una fotografía. Por último, una pitonisa le adivinó la suerte sobre las rayas de la mano, prometiéndole novias rubias y morenas, hijos, mucha suerte en los negocios.—¡Seré rico! —gritaba Lucho, golpeándose el pecho—. ¡Me compraré caballos y automóviles!Teodoro, sin participar en estos juegos, lo observaba en silencio. A menudo se sorprendía del entusiasmo que ponía su amigo en cada incidente y se preguntaba si aquello podría durar siempre. Debía haber allí algo de la fiebre, quizá de la locura. Sus ojos estaban encendidos y de sus labios brotaban tan pronto injurias como carcajadas.Algunos kioscos habían comenzado a cerrar. Las aberturas que daban acceso al público eran cubiertas con tablones y, a través de las rendijas, Lucho se entretuvo en observar cómo los dependientes preparaban sus camas sobre el suelo. En uno de esos puestos, una mujer comenzó a desnudarse. Lucho sintió que la sangre le remontaba hasta los ojos, que algo así como un prodigioso secreto se le iba a revelar. Súbitamente, la luz se extinguió. Su rostro debía haberse demudado, pues, al volverse, Teodoro quedó mirándolo con extrañeza.—¿Qué hay?Lucho quedó silencioso, la mirada perdida.—¡Todavía hay un kiosco abierto! —exclamó para disimular su turbación y, mientras corría hacia el último puesto, evocó con insistencia esa blusa desabrochada por donde un seno oscuro asomara como un misterioso fruto.—¿Qué? ¿Todavía piensas seguir jugando?Al fondo del kiosco, sobre una grada, había varias hileras de botellas. Un viejo dormitaba en una silla.—Deme cinco anillos —ordenó Lucho.Teodoro cruzó los brazos. Al cansancio, a la inquietud se les unía la nostalgia. La imagen de su cuarto abrigado, de sus sábanas ásperas, de sus hermanas que seguramente reían, llegaban a él como los fragmentos de un mundo perdido.—¡Ahora te juro que no fallaré! —exclamaba Lucho.Los aros volaban hacia el gollete de las botellas. Solamente al final, después de un absurdo equilibrio, un anillo penetró hasta la base de madera.—¡Gané! —gritó Lucho, elevando los brazos.El viejo, que se había vuelto a dormir, abrió un ojo sobresaltado. Luego de constatar la pertinencia del tiro, se desplazó con movimientos muy lentos y entregó la botella al ganador.—¿Se la destapo?Lucho la observó. Leyó en su etiqueta la palabra «Coñac». En realidad, no imaginó qué podría hacerse con ella. No era la esperanza del premio lo que lo había incitado a tirar, sino el placer mismo del juego. Para decidirse, buscó la mirada de Teodoro. Este se había retirado hasta una acequia y se entretenía tirando piedras sobre el agua fangosa.—Destápela —ordenó.Luego de beber un sorbo que escupió en el acto, se precipitó sobre su amigo. Agazapándose, saltó sobre sus espaldas.—¡Mira lo que tengo! Anda, ¡tómate un trago! —y le alcanzó triunfalmente la botella.Teodoro dio un salto atrás. Su rostro estaba transformado en una careta pálida donde la cólera había trazado un surco de vejez.—¡Quita de acá! —exclamó—. ¡No eres solamente un ladrón, eres también un borracho!La sonrisa se congeló en los labios de Lucho. Sus brazos descendieron lentamente y de la botella comenzó a caer un chorro de licor sobre la tierra.—¿Qué te pasa?—¡Ya estoy harto de todo esto! —continuó Teodoro, arrojando con furia su gorra al suelo—. ¡Me voy!—¿Me vas a dejar?—Sí.Lucho contempló un momento la mancha olorosa que el licor dejaba sobre el suelo, luego la gorra que había rodado hasta el borde de la acequia. Enderezando la botella, la introdujo en su bolsillo.—Pues bien, ¡anda vete!Teodoro le dio la espalda y comenzó a retirarse. Por un momento, Lucho concibió la esperanza de que retornaría. Pero sus pasos eran cada vez más precipitados.—¡Teodoro! —clamó—. ¡Teodoro! —pero su amigo prosiguió su marcha aceleradamente.—¡Nunca serás un hombre! —gritó antes de que la silueta se esfumara—. ¡Óyelo bien, nunca podrás decir que eres un hombre!La provocación fue inútil. Teodoro desapareció tras el paradero del tranvía sin volver siquiera la cabeza. Lucho quedó solo. Todos los kioscos estaban apagados. El viejo había colocado el último tablón. Un acoplado hizo sonar su bocina a la distancia. En vano buscó a su alrededor una figura humana. ¿Dónde estaba la gente que vivía de noche? Una punta de decepción le rasgó las entrañas.—¡Borracho! —masculló entre dientes con un rencor sin destino y, extrayendo la botella de su bolsillo, la estrelló furiosamente contra un árbol.

 

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