kihn.chad
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El mayor monumento de Siena se puede pisar. Nada en la ciudad puede competir con su Piazza del Campo, la plaza medieval donde los ciudadanos se cruzaban ―y hoy se tropiezan― con los turistas. Y donde el pavimento se inclina convirtiéndose en asiento. “Hay espacios que te esperan. ¿No es acaso una definición de felicidad que alguien espere tu llegada?”. El escritor y arquitecto libio Hisham Matar (Nueva York, 1970) cuenta en su libro Un mes en Siena (Salamandra) que en esa ciudad italiana todavía hoy se hace una fiesta cuando alguien nace en uno de sus barrios ―una contrada―. Envuelven al recién nacido con la bandera de la contrada y el alcalde dice unas palabras: “A partir de este momento, cuidaremos de esta criatura. Donde quiera que vaya esta será su casa”.
Se nace en Siena no ya con la protección de una familia, también con el amparo de quienes comparten vecindario. La idea de una familia en la calle ―ancianos y niños cuidados por jóvenes y gente de mediana edad― dibuja un mundo muy distinto del nuestro en el que los niños, y los viejos, parecen sobre todo molestar.
Matar, que se formó como arquitecto en Londres y que ha dedicado casi todas sus novelas a denunciar desapariciones y torturas, como la que sufrió su padre ―secuestrado y desaparecido cuando el propio autor contaba 19 años―, escribe que es subestimar la arquitectura sobredimensionar su función utilitaria. Y que “el ambiente de un espacio queda marcado por lo que hacemos en él”. Sostiene, en realidad, que “somos quienes somos cuando nadie nos mira”. Y se fija, en Siena, en que “la discreción de los exteriores contrasta con la suntuosidad de los interiores”. “Entre la sobriedad serena de fuera y el intencionado primor y esmero de dentro. Entre el rostro humilde o comedido y el corazón ardoroso que se esconde tras él”. Habla de un truco de ilusionismo, que no solo se practica por el placer de sorprender, sobre todo, marca “la capacidad de transformación que conlleva el hecho de cruzar un umbral”.
Matar habla de la Piazza del Campo, una de las más famosas plazas medievales, donde está el Palacio Comunal (Palazzo Pubblico) de Siena, como de un espacio para la exposición mutua: “Atravesarla conlleva participar en una coreografía centenaria cuyo fin es recordar a todos los seres solitarios que no es bueno ni posible existir en completa soledad”. Esa, considera, es una de las funciones de una metrópoli: “Hacernos más inteligentes e inteligibles los unos a los otros”.
Ambrogio Lorenzetti (1290-1348) tardó 16 meses en pintar los tres frescos de la Alegoría del buen gobierno que decoran el Palacio Comunal que preside esa plaza. Los frescos son un aviso. También un deseo: un homenaje a la justicia. Revelan y objetan: denuncian y ensalzan. Como la propia Piazza del Campo instruyen, pero no dogmatizan. Lorenzetti los pintó en 1338, durante una crisis política, y Matar se fue a estudiarlos por si no teníamos claro que los efectos del buen y el mal gobierno en la ciudad nos afectan a todos.
El primero, el buen gobierno, lleva a la armonía, a la prosperidad; la justicia convive con una campiña productiva y fértil. En la ciudad hay cordialidad social, intercambios mercantiles, falta de prejuicios, buena organización, responsabilidad. En Los efectos del mal gobierno, en cambio, cuando gobierna la tiranía, la Justicia queda encadenada y dominan el espacio los peores enemigos de la vida humana: la avaricia, la soberbia y la vanagloria. Afloran ahí el fraude, la crueldad, la traición, la afrenta, la división y la guerra. Los sieneses están avisados. Por eso, una vez estudiado el legado que teniendo ante los ojos resulta tan fácil olvidar, Matar busca el roce de la ciudad. Y camina por las calles. ¿Por qué? “Porque confío más en la presencia física de las cosas que en las abstracciones intelectuales”. Recuerda que así lo escribió Montaigne: que la mera presencia de sus libros influía en su manera de pensar, en su carácter, facilitaba sus pensamientos.
Cuando visita una ciudad, Matar se hace dos preguntas. “¿Cómo será haber nacido aquí? ¿Y cómo será morir? Y busca respuesta doblando esquinas. En una conoce a Beatrice que le cuenta que el secreto de un matrimonio bien avenido es no compartir el cuarto de baño. Escribe que ella y su difunto marido lo utilizaban como “el cuarto del enfado” y que eso les permitía estar juntos e independientes a la vez.
Es sabido que el tipo de vida que pueden llevar niños y ancianos en una ciudad delata su calidad. A ese baremo podríamos sumar a los perros. Beatrice cuenta que la maravilla es que “no se dan cuenta de que envejeces”. “Ni de lo fea que te estás poniendo. Piensan que eres lo mejor del mundo”.
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Se nace en Siena no ya con la protección de una familia, también con el amparo de quienes comparten vecindario. La idea de una familia en la calle ―ancianos y niños cuidados por jóvenes y gente de mediana edad― dibuja un mundo muy distinto del nuestro en el que los niños, y los viejos, parecen sobre todo molestar.
Matar, que se formó como arquitecto en Londres y que ha dedicado casi todas sus novelas a denunciar desapariciones y torturas, como la que sufrió su padre ―secuestrado y desaparecido cuando el propio autor contaba 19 años―, escribe que es subestimar la arquitectura sobredimensionar su función utilitaria. Y que “el ambiente de un espacio queda marcado por lo que hacemos en él”. Sostiene, en realidad, que “somos quienes somos cuando nadie nos mira”. Y se fija, en Siena, en que “la discreción de los exteriores contrasta con la suntuosidad de los interiores”. “Entre la sobriedad serena de fuera y el intencionado primor y esmero de dentro. Entre el rostro humilde o comedido y el corazón ardoroso que se esconde tras él”. Habla de un truco de ilusionismo, que no solo se practica por el placer de sorprender, sobre todo, marca “la capacidad de transformación que conlleva el hecho de cruzar un umbral”.
Matar habla de la Piazza del Campo, una de las más famosas plazas medievales, donde está el Palacio Comunal (Palazzo Pubblico) de Siena, como de un espacio para la exposición mutua: “Atravesarla conlleva participar en una coreografía centenaria cuyo fin es recordar a todos los seres solitarios que no es bueno ni posible existir en completa soledad”. Esa, considera, es una de las funciones de una metrópoli: “Hacernos más inteligentes e inteligibles los unos a los otros”.
Ambrogio Lorenzetti (1290-1348) tardó 16 meses en pintar los tres frescos de la Alegoría del buen gobierno que decoran el Palacio Comunal que preside esa plaza. Los frescos son un aviso. También un deseo: un homenaje a la justicia. Revelan y objetan: denuncian y ensalzan. Como la propia Piazza del Campo instruyen, pero no dogmatizan. Lorenzetti los pintó en 1338, durante una crisis política, y Matar se fue a estudiarlos por si no teníamos claro que los efectos del buen y el mal gobierno en la ciudad nos afectan a todos.
El primero, el buen gobierno, lleva a la armonía, a la prosperidad; la justicia convive con una campiña productiva y fértil. En la ciudad hay cordialidad social, intercambios mercantiles, falta de prejuicios, buena organización, responsabilidad. En Los efectos del mal gobierno, en cambio, cuando gobierna la tiranía, la Justicia queda encadenada y dominan el espacio los peores enemigos de la vida humana: la avaricia, la soberbia y la vanagloria. Afloran ahí el fraude, la crueldad, la traición, la afrenta, la división y la guerra. Los sieneses están avisados. Por eso, una vez estudiado el legado que teniendo ante los ojos resulta tan fácil olvidar, Matar busca el roce de la ciudad. Y camina por las calles. ¿Por qué? “Porque confío más en la presencia física de las cosas que en las abstracciones intelectuales”. Recuerda que así lo escribió Montaigne: que la mera presencia de sus libros influía en su manera de pensar, en su carácter, facilitaba sus pensamientos.
Cuando visita una ciudad, Matar se hace dos preguntas. “¿Cómo será haber nacido aquí? ¿Y cómo será morir? Y busca respuesta doblando esquinas. En una conoce a Beatrice que le cuenta que el secreto de un matrimonio bien avenido es no compartir el cuarto de baño. Escribe que ella y su difunto marido lo utilizaban como “el cuarto del enfado” y que eso les permitía estar juntos e independientes a la vez.
Es sabido que el tipo de vida que pueden llevar niños y ancianos en una ciudad delata su calidad. A ese baremo podríamos sumar a los perros. Beatrice cuenta que la maravilla es que “no se dan cuenta de que envejeces”. “Ni de lo fea que te estás poniendo. Piensan que eres lo mejor del mundo”.
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Hisham Matar y el civismo en las calles de Siena
El arquitecto y escritor libio, ganador del Premio Pulitzer, investigó el bien común partiendo de los frescos de Ambrogio Lorenzetti
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