Himmler en la sauna, Hitler enamoradizo, Eichmann jugando al pimpón: Richard Evans acerca a los nazis para hacerlos aun más terribles

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No es nada corriente que un libro de historia de criminales del Tercer Reich te meta en una sauna con Heinrich Himmler desnudo. Richard J. Evans, uno de los mayores expertos mundiales en la Alemania nazi, elige para abrir su retrato biográfico del siniestro personaje la imagen del Reichführer SS sin su vistoso uniforme negro, de hecho sin nada, en pelota picada, en una sauna finesa, mostrando “un vientrecillo inflado y rosáceo, con el ombligo extrañamente en relieve, como un delicado capullo de rosa”. No es que Evans (Woodford Green, Reino Unido, 77 años), lo haya visto personalmente (difícilmente el erudito académico y sir habría intimado tanto con Himmler), sino que recoge la descripción del escritor y corresponsal Curzio Malaparte que sí estaba ahí, sudando, el 31 de julio de 1942. Es un ejemplo de cómo elige presentar el historiador británico a los hombres y mujeres que protagonizan su último libro, Gente de Hitler, los rostros del Tercer Reich (Crítica, 2024): desmitificándolos, “bajándolos del pedestal”, y mostrando su lado humano, lejos del cliché, para evitar el tranquilizador distanciamiento que proporciona verlos bajo el prisma de la monstruosidad patológica.

Eichmann era bueno al pimpón, Von Ribbentrop tocaba el violín (como Heydrich, que logró su puesto en las SS por un error) y era un virtuoso del patinaje artístico (y no solo por sus patinazos como diplomático); Goering decía mentirijillas sobre sus derribos aéreos de la I Guerra Mundial (exageró su papel de as de caza), Ernst Röhm, el homosexual jefe de las SA, tocaba el piano (como Hans Frank, ¡menuda orquesta se podría haber hecho con los jerarcas nazis!), era un wagneriano apasionado, y le gustaba usar perfumes intensos incluso con el uniforme pardo.

Hitler, por su parte, no era una persona fría, asexual y carente de emociones como lo han imaginado muchos historiadores, nos dice Evans, sino que siempre fue “susceptible al encanto femenino” y, por cierto, cosechó bastantes calabazas. Es bien sabido, apunta, “que se sentía próximo a cierto número de mujeres mayores, por general acaudaladas y bien situadas”. Pero también le interesaban mujeres más jóvenes, “incluso mucho más jóvenes”, como María Reiter, trabajadora de hotel, o Henriette Hoffmann, hija de su fotógrafo personal, por no hablar de su medio sobrina Geli Raubal, o la misma Eva Braun, a la que llevaba 23 años (la conoció cuando ella tenía 17) y con la que, por cierto, recalca Evans, tenía sin duda relaciones sexuales, como prueba el que ella utilizara anticonceptivos.

El libro lo componen 24 biografías de nazis, entre ellos cinco mujeres: no se puede pedir paridad en el Tercer Reich, aunque Evans aborda de manera interesantísima el tema del feminismo en la Alemania nacionalsocialista. Entre los retratados figuran desde el mismo Hitler hasta una maestra de escuela de Hamburgo que denunció a su propio hermano y que representa a la mayoría silenciosa de alemanes que abrazaron el nacionalsocialismo, pasando por los gerifaltes habituales, Goering, Goebbels, Speer, Von Ribbentrop, Hess… y algunos perpetradores de segunda fila —un general, Wilhelm Ritter von Leeb, que representa la criminalidad y la corrupción de la Wehrmacht, un médico (Karl Brandt y no Mengele, muy visto), la mujer de un comandante de campo de concentración y una guardiana—. Evans trata de esclarecer quiénes eran los nazis y su conclusión es desazonadora. No fueron psicópatas ni dementes, degenerados ni esencialmente depravados, sino, la mayor parte de sus vidas, personas completamente normales. “A la gente común se la puede atraer al mal en un sistema que subvierte la moralidad”, reflexiona, “todos los seres humanos tenemos la capacidad de hacer el mal”.

Richard J. Evans

Evans subraya en el prefacio de su libro lo importante de entender a los nazis hoy en día, cuando “emergen hombres fuerte, aspirantes a dictadores que —a menudo con gran respaldo popular— se afanan en debilitar la democracia, amordazar a los medios, controlar la judicatura, ahogar a la oposición y socavar los derechos humanos básicos”. Y añade: “¿Cómo explicamos el ascenso y triunfo de los tiranos y charlatanes?”. Parece profético tras la reelección de Donald Trump. “Sí, uno de los motivos por los que escribí este libro [publicado originalmente en inglés este mismo año], fue el ascenso de los populismos y el que la gente parezca desconfiar de la democracia”, apunta Evans en una entrevista con este diario. “Aunque Trump, Orbán y Maduro (populista de izquierdas) quieren todos destruir la democracia, hay diferencias con el nazismo, que fue una creación de la I Guerra Mundial y era militarista, y llevaba el germen de la agresión internacional, con la finalidad de recuperar territorios. Trump es lo contrario, un aislacionista, y aunque Orbán ha repudiado el Tratado de Trianón, que obligó a Hungría a ceder parte de su territorio, no ha dado pasos efectivos en esa dirección, ni imagino a la AfD alemana (Alternativa para Alemania, partido ultra) proponiendo invadir Polonia”.

“Hitler se veía como un guerrero”, continúa, “y quería militarizar la sociedad alemana, quería a todo el mundo de uniforme y propagaba un gran entusiasmo por la guerra. En cambio, las masas del asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 eran una turba, no había disciplina ni orden militar. No veo a Trump comandando legiones de SA”. Evans continúa: “La gasolina de la extrema derecha es la emigración, que no era un tema central para los nazis, que, al contrario, reclutaron a siete millones de trabajadores forzados extranjeros. Lo que es común a los nazis y nuestros populismos es la decepción con la democracia, un sentimiento extendido en sectores de la población de EE UU y Europa. La sensación de que la democracia no significa prosperidad, como se reprochaba a la República de Weimar. La idea de que los Estados, la política y sus representantes han fallado”.

Hitler pasa revista a mujeres del Servicio del Trabajo Alemán en 1937, cerca de él, a la izquierda, Hess.

Entre los personajes más curiosos de la selección de Evans figura Gertrud Scholtz-Klink (un apellido con ecos de Oktoberfest), designada oficialmente Reichsfrauenführerin, lideresa de las mujeres del Reich, un ampuloso título que los nazis se cuidaron de vaciar de contenido. “Aunque su posición era, indiscutiblemente, la más elevada que una mujer alcanzó en el Tercer Reich, creer que fue una equivalente femenina de Hitler es una exageración, era una lideresa sin poder, con competencias únicamente en adoctrinamiento y bienestar en un movimiento que negaba a las mujeres el derecho de entregarse a la política”. El “seudofeminismo” de Scholtz-Klink sirve al historiador para abordar el tema de las mujeres en el Tercer Reich. “El movimiento feminista alemán fue destruido por los nazis, que consideraban el feminismo un concepto judío y que los hombres debían ser valientes y las mujeres maternales y caseras”. Solo un 5% de los afiliados al Partido Nazi eran mujeres, recuerda Evans.

Se ha tendido a ver a las mujeres alemanes como víctimas de la misoginia y el supremacismo masculino de los nazis y como grandes sufridoras de la guerra (por los bombardeos, por ejemplo), o como perpetradoras indirectas que sostenían la barbarie violenta de los hombres. Evans recalca que el espectro de sus actividades en apoyo del Tercer Reich era vasto: guardianas en los campos de concentración, secretarias militares y policiales, médicas y enfermeras en experimentos humanos y en la Aktion T-4 de eugenesia criminal, denunciantes a la Gestapo, voluntarias para la germanización, saqueadoras de las propiedades de judíos y poblaciones ocupadas… Recuerda asimismo que en 1944 unas 450.000 jóvenes se habían enrolado en la defensa antiaérea como artilleras. Y sobre todo que, como la propia Scholtz-Klink, casada con un Obergruppenführer de las SS (una familia sin duda con cargos sonoros) que tenía altas responsabilidades en el sistema de campos de exterminio además de un sobrino colaborador de Mengele, muchas mujeres alemanas estaban al corriente de los crímenes de sus hombres, los toleraron, los aprobaron e incluso ayudaron a perpetrarlos.

Recuerda también que entre la gente que votó a los nazis al final de la República de Weimar, las mujeres representaban más del 50%. Otros retratos de mujeres que presenta el estudioso son los de Leni Riefenstahl, cuya responsabilidad subraya, e Ilse Koch, “la bruja de Buchenwald”, e Irme Grese, “la bestia de Belsen”, dos perpetradoras directas, la primera suicidada y la segunda ahorcada por los Aliados, de las que Evans sigue el “increíble” proceso de demonización que sufrieron —teñido de sexualización— y que hizo que se las viera como casos excepcionales, cuando no lo eran. “Para que una mujer normal y corriente, igual que un hombre, se convirtiera en asesina o ayudara o facilitara los crímenes del nazismo no se requería ningún trastorno psicopático”, insiste. Curiosamente, la Alemania nazi, en la que el aborto era un delito, lo alentaba en las mujeres judías...

¿Hubiera tenido problemas hoy Hitler por el caso de su medio sobrina, algo que en la actualidad se vería como claro abuso de poder? “Tuvo una aventura con ella y la mantuvo confinada en el apartamento que compartían hasta que ella se suicidó, pero se consiguió tapar la historia, que le podía haber hecho mucho daño político. Hitler tuvo varias aventuras, pese a decir siempre que estaba casado con Alemania, afirmación que desgraciadamente muchos historiadores se han creído. Se enamoró incluso de Magda Goebbels antes de que se casara con el ministro de Propaganda. Al parecer los tres llegaron a un singular compromiso y se acordó que ella haría el papel de primera dama del Reich (platónica, en principio) cuando fuera requerida”.

Entre los casos de líderes nazis de los que Evans explica cosas sorprendentes está Goering, al que muestra como un showman más preocupado de su imagen que de otra cosa, y al que el zoo de Berlín proporcionaba un cachorro de león nuevo cuando el anterior crecía: tuvo siete; el mariscal del Reich exageró su lista de derribos de la Gran Guerra, infló (y valga la palabra) su imagen, y se pintaba las uñas de manos y pies. Por su parte, Ernst Röhm tenía muy asumida su condición de homosexual (Evans describe una escena en que cuando un reportero se sorprendió en un cabaré por las confianzas de un camarero travesti con el jefe de las SA, este le espetó: “¡Es que no soy un cliente sino su comandante!, es uno de mis guardias de asalto”). “Nuevas investigaciones han cambiado su imagen de matón callejero: era burgués y sensible, y Hitler no lo hizo matar, desde luego, por ser gay”. El propio Himmler no responde al vacío emocional que se le ha atribuido y “era capaz de amar” (y de tener una amante muy típica, su secretaria).

 Richard Baer, Josef Mengele and Rudolf Hoess (comandante del campo), en Auschwitz.

Inolvidable es, en el retrato del felón, libidinoso y antisemita Julius Streicher, al que solo pronunciar la palabra “judío” le provocaba temblores violentos, la escena que describe Evans de la visita que le hizo al nazi en la cárcel Erika Mann, la hija del escritor, que estaba en Núremberg como corresponsal cubriendo el juicio. Streicher (al que luego ahorcarían) reconoció a la joven, y le soltó: “Así que has venido al zoo a admirar a los animales salvajes, pues ahora lo vas a ver todo”, y se bajó los pantalones. Erika, resueltamente lesbiana, ni se inmutó y se marchó sin decir palabra a visitar a otro preso.

De Speer, que logró presentarse como “buen nazi” y se libró con una pena de 20 años en Núremberg, Evans considera que ni la misma Gitta Sereny le consiguió arrancar la verdad de su conocimiento del Holocausto, de su colaboración con las SS y de su implicación en los crímenes del Tercer Reich. Opina que el mentiroso Speer “engañó a Sereny” haciéndola creer que confesaba “pero sin hacerlo realmente”. Y señala lo que ha costado “deconstruir” al personaje y demoler su automitologización.

¿Debían haber ajusticiado a unos cuantos más de los nazis procesados en Núremberg, Speer entre ellos? “No creo en la pena de muerte, que me parece que deshonra al Estado. Dicho esto, los juicios de Núremberg fueron muy importantes para nuestro concepto actual de crímenes de guerra y un gran ejercicio pedagógico, sobre todo para los alemanes. Los bombardeos Aliados por supuesto también fueron crímenes de guerra, pero hay que recalcar que Núremberg estableció un precedente fundamental”.

Entre las cosas poco conocidas que explica Evans en su interesantísimo libro, están el que Hitler se planteara hacer esterilizar a los artistas que no le gustaban (una forma radical de crítica de arte), que Goebbels acusara de pedofilia a numerosos sacerdotes católicos, y lo que sucedió con el cerebro de Robert Ley, extraído tras su suicidio en la cárcel y llevado a EE UU (y que su cuerpo sin él fuera enterrado en una escena digna de los sepultureros de Hamlet).

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