En 2017 apareció Hellblade: Senua’s Sacrifice, una historia medieval sobre una guerrera picta que, tras la aniquilación de su aldea a manos de los vikingos, iniciaba una cruzada para llegar, en un viaje físico y emocional, a la tierra de estos para enfrentarlos. Fue un hito. Uno de los grandes juegos de la pasada generación.
Amparada en la libertad que le daba su modesto presupuesto, Hellblade coqueteaba con una pequeña revolución narrativa: Senua sufría un trastorno mental (entre la esquizofrenia y el estrés postraumático), lo cual añadía al personaje un punto de sufrimiento extra y al jugador, y le hacía no estar del todo seguro de que lo que estaba viendo fuera real. Esa revolución narrativa iba acompañada de una revolución jugable: Senua escuchaba, y nosotros con ella (el juego estaba pensado para usar cascos) voces incesantes, atropelladas, halagadoras a veces y a veces crueles, que recontextualizaban lo que veíamos y nos acercaban al padecimiento mental de Senua (y de las personas que en la vida real sufren su misma condición).
El juego era extraordinario, íntimo, profundo; y era duro, correoso, brutal, con una caligrafía visual muy especial, en la que los movimientos de cámara nos llevaban a compartir una intimidad enorme con la protagonista. Arrasó en el inconsciente colectivo en parte por su calidad, innegable. Pero en parte también porque llamó a la puerta sin que nadie le hubiera invitado: fue toda una sorpresa que un estudio como Ninja Theory se desmarcara con un juego de esas características. Y que saliera tan bien. El miércoles pasado llegó al mercado su secuela, Senua’s Saga: Hellblade II. Es un gran juego pero las circunstancias no pueden ser más distintas: llega precedido con una expectativa enorme, y con la etiqueta de ser el gran juego de Microsoft para esta generación. Así que debe ser juzgado como juego, sí, pero también como acontecimiento.
Sin rodeos: el juego es magnífico. Visualmente, además, es asombroso. Es difícil de creer el detalle visual que se ha alcanzado, exprimiendo como nunca antes se había visto ese motor Unreal 5 que, por fin, muestra de lo que es capaz la nueva generación de consolas. El aspecto sonoro, de nuevo, vuelve a sobresalir, con las voces que atenazan a Senua, con un trabajo actoral de voces soberbio y unos efectos acústicos de los que es prácticamente imposible aislarse. Mecánicamente, sin embargo, el juego se siente conservador de más: el combate (muy exigente) sigue siendo una pieza clave de la experiencia, pero apenas evoluciona con respecto a su antecesor; como tampoco evolucionan los puzles y los segmentos de exploración. Además, hay una sensación de que el juego nos lleva de forma excesiva de la mano.
Así que, con todas las cartas sobre la mesa, no queda más remedio que asumir una verdad. Y es que, en el caso de este juego, lo más justo es hacer un doble balance: como juego en sí, Hellblade II es una experiencia descomunal, dura, árida, que mete al jugador de lleno en la aventura; es una experiencia emocional y físicamente agotadora, visualmente maravillosa, y sonoramente, de lo mejor que ha dado el medio jamás. Por último, conviene agregar un aspecto a la balanza positiva: el uso que el juego propone de la empatía como arma para vencer, frente a la omnipresente brutalidad habitual en otros juegos de su tipo.
Pero hay otra cara de la moneda. Y es que, como fuente de las expectativas de lo que Microsoft se había marcado para el futuro, el juego no da la talla. Por su temática, se ha comparado al juego con la película El hombre del norte. Y, aunque la comparación es perezosa, sí es verdad que empatan en un punto muy concreto: como producto mediano son sobresalientes, pero ninguno alcanza el empaque de superproducción que muchos consumidores esperaban encontrar. Los fracasos de algunos juegos muy señalados, los recientes cierres de estudios y las dudas generadas en torno al modelo de negocio de la división de videojuegos de la compañía, habían dejado este Hellblade II como gran esperanza. Esta circunstancia hace que lo que como juego aislado sería un milagro, como piedra angular sobre la que la compañía ha cimentado las expectativas generadas durante siete años este juego se quede en menos.
Quizá es injusto el peso que estos condicionantes pueden tener en la valoración general, pero tampoco sería justo hacer como si no existieran. Porque la maravilla sigue ahí, y hay que incidir en que todo el mundo debería jugar Hellblade II; pocas experiencias más profundas y chocantes se pueden encontrar hoy en el mundo de los videojuegos, pocos embajadores puede haber mejores que este juego (que, con todo, es accesible incluso para los profanos) para que cualquiera sepa lo que puede dar de sí la elección -lúdica, estética, ética- de coger un mando entre las manos y ponerse a jugar.
Ojalá todo lo que rodea a este juego no existiera. Ojalá solo fuera una obra maravillosa, un pequeño milagro como el que ocurrió en 2017. Pero, a la postre, eso mismo se puede decir de la propia protagonista del juego (y de la saga): ojalá no hubiera voces en mi cabeza. Ojalá me dejaran en paz. Pero las voces siempre susurran. “Debería ser mejor”. “Debería durar más”. “Debería ser un fenómeno de masas”. Quizá es eso lo que el sector necesitaba en este momento: un gran fenómeno de masas. Este juego no lo será, y tendremos que conformarnos solo (solo) con una extraordinaria obra mediana.
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Amparada en la libertad que le daba su modesto presupuesto, Hellblade coqueteaba con una pequeña revolución narrativa: Senua sufría un trastorno mental (entre la esquizofrenia y el estrés postraumático), lo cual añadía al personaje un punto de sufrimiento extra y al jugador, y le hacía no estar del todo seguro de que lo que estaba viendo fuera real. Esa revolución narrativa iba acompañada de una revolución jugable: Senua escuchaba, y nosotros con ella (el juego estaba pensado para usar cascos) voces incesantes, atropelladas, halagadoras a veces y a veces crueles, que recontextualizaban lo que veíamos y nos acercaban al padecimiento mental de Senua (y de las personas que en la vida real sufren su misma condición).
El juego era extraordinario, íntimo, profundo; y era duro, correoso, brutal, con una caligrafía visual muy especial, en la que los movimientos de cámara nos llevaban a compartir una intimidad enorme con la protagonista. Arrasó en el inconsciente colectivo en parte por su calidad, innegable. Pero en parte también porque llamó a la puerta sin que nadie le hubiera invitado: fue toda una sorpresa que un estudio como Ninja Theory se desmarcara con un juego de esas características. Y que saliera tan bien. El miércoles pasado llegó al mercado su secuela, Senua’s Saga: Hellblade II. Es un gran juego pero las circunstancias no pueden ser más distintas: llega precedido con una expectativa enorme, y con la etiqueta de ser el gran juego de Microsoft para esta generación. Así que debe ser juzgado como juego, sí, pero también como acontecimiento.
Sin rodeos: el juego es magnífico. Visualmente, además, es asombroso. Es difícil de creer el detalle visual que se ha alcanzado, exprimiendo como nunca antes se había visto ese motor Unreal 5 que, por fin, muestra de lo que es capaz la nueva generación de consolas. El aspecto sonoro, de nuevo, vuelve a sobresalir, con las voces que atenazan a Senua, con un trabajo actoral de voces soberbio y unos efectos acústicos de los que es prácticamente imposible aislarse. Mecánicamente, sin embargo, el juego se siente conservador de más: el combate (muy exigente) sigue siendo una pieza clave de la experiencia, pero apenas evoluciona con respecto a su antecesor; como tampoco evolucionan los puzles y los segmentos de exploración. Además, hay una sensación de que el juego nos lleva de forma excesiva de la mano.
Así que, con todas las cartas sobre la mesa, no queda más remedio que asumir una verdad. Y es que, en el caso de este juego, lo más justo es hacer un doble balance: como juego en sí, Hellblade II es una experiencia descomunal, dura, árida, que mete al jugador de lleno en la aventura; es una experiencia emocional y físicamente agotadora, visualmente maravillosa, y sonoramente, de lo mejor que ha dado el medio jamás. Por último, conviene agregar un aspecto a la balanza positiva: el uso que el juego propone de la empatía como arma para vencer, frente a la omnipresente brutalidad habitual en otros juegos de su tipo.
Pero hay otra cara de la moneda. Y es que, como fuente de las expectativas de lo que Microsoft se había marcado para el futuro, el juego no da la talla. Por su temática, se ha comparado al juego con la película El hombre del norte. Y, aunque la comparación es perezosa, sí es verdad que empatan en un punto muy concreto: como producto mediano son sobresalientes, pero ninguno alcanza el empaque de superproducción que muchos consumidores esperaban encontrar. Los fracasos de algunos juegos muy señalados, los recientes cierres de estudios y las dudas generadas en torno al modelo de negocio de la división de videojuegos de la compañía, habían dejado este Hellblade II como gran esperanza. Esta circunstancia hace que lo que como juego aislado sería un milagro, como piedra angular sobre la que la compañía ha cimentado las expectativas generadas durante siete años este juego se quede en menos.
Quizá es injusto el peso que estos condicionantes pueden tener en la valoración general, pero tampoco sería justo hacer como si no existieran. Porque la maravilla sigue ahí, y hay que incidir en que todo el mundo debería jugar Hellblade II; pocas experiencias más profundas y chocantes se pueden encontrar hoy en el mundo de los videojuegos, pocos embajadores puede haber mejores que este juego (que, con todo, es accesible incluso para los profanos) para que cualquiera sepa lo que puede dar de sí la elección -lúdica, estética, ética- de coger un mando entre las manos y ponerse a jugar.
Ojalá todo lo que rodea a este juego no existiera. Ojalá solo fuera una obra maravillosa, un pequeño milagro como el que ocurrió en 2017. Pero, a la postre, eso mismo se puede decir de la propia protagonista del juego (y de la saga): ojalá no hubiera voces en mi cabeza. Ojalá me dejaran en paz. Pero las voces siempre susurran. “Debería ser mejor”. “Debería durar más”. “Debería ser un fenómeno de masas”. Quizá es eso lo que el sector necesitaba en este momento: un gran fenómeno de masas. Este juego no lo será, y tendremos que conformarnos solo (solo) con una extraordinaria obra mediana.
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‘Hellblade II’: vuelve la oscura odisea mental de Senua
La secuela del gran juego de 2017 luce extraordinaria, pero se resiente si la medidos con las expectativas generadas
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