‘Gritar, arder, sofocar las llamas’, ¿ha dejado de ser un consuelo la ficción?

Caterina_Hayes

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Esta no es la mejor obra de Leslie Jamison. No. Gritar, arder, sofocar las llamas no supera la genialidad narrativa de La huella de los días, su biblia sobre la adicción al alcohol; ni tampoco su escritura aquí es tan bella como en El anzuelo del diablo, un conjunto de ensayos sobre cómo leer las enfermedades ajenas. Y aunque el nuevo libro de Leslie Jamison no sea el mejor libro de Leslie Jamison por cuestiones que tienen que ver con su ritmo lento, o con la irregularidad de las emociones volcadas, o quizá con la obsesión de la autora por colar sutiles lecciones de ética periodística en cada capítulo, lo cierto es que Gritar, arder, sofocar las llamas no deja de ser un ejemplo de que el mejor periodismo es también la mejor literatura.

No es raro que a Jamison la hayan comparado hasta la saciedad con Joan Didion y con Susan Sontag, pues es verdad que, incluso ante las taras de su escritura, al leerla hay un latido que nos remite a la rotundidad de esas dos bestias. Dichas comparaciones, por lo tanto, van más allá del mero blurb. La herencia de Didion la intuimos en su manera de introducir el yo en sus investigaciones. Se trata de un yo sincero, consciente de lo pertinente o molesta que puede llegar a resultar su exposición: la periodista está ahí, sí, es omnipresente, pero no es el centro. En una época en la que asistimos a la extrema “documentalización” de la vida propia en redes sociales, la escritura de Jamison recuerda que, en verdad, al contar una historia el yo es tan importante como saber borrarlo. A este respecto, los capítulos más cerrados de Gritar, arder, sofocar las llamas, son aquellos en los que la autora reconoce sus debilidades y sus dudas hacia los entrevistados, y en los que pone en jaque todo lo que creía saber sobre el tema que investiga. Hablo, por ejemplo, de Nos contamos historias para poder volver a vivir, de Allá arriba, en Jaffna, y de El humo real, ensayos de estilos y ritmos dispares, pero con una temática común que es la que atraviesa todo el libro: la de la obsesión del ser humano por vivir otras vidas cuando la suya le empieza a parecer dolorosa, oscura y mediocre.

Las personas se empeñan en demostrar que deben cambiar de vida, que su avatar es más importante que su carne, que su identidad no es estanca o que el siguiente paso no es la muerte sino la reencarnación

Es con esa mirada atenta ante el dolor de los demás —un gesto tan filosóficamente sontagiano— cuando Jamison se lanza a recopilar historias de personas que, de un modo u otro, están empeñadas en demostrar que deben cambiar de vida, que su avatar es más importante que su carne, que su identidad no es estanca o que el siguiente paso no es la muerte sino la reencarnación. ¿Por qué deseamos ser siempre algo más que nosotros mismos? ¿Por qué nos causa tanto dolor la imposibilidad de protagonizar otras vidas, en otros cuerpos, con otros nombres? ¿Ha dejado de ser un consuelo la ficción?

La última parte del libro está reservada a la intimidad de la autora, como si las preguntas que antes se hizo para escribir sobre los otros ahora tuviera que responderlas ante un juicioso espejo. Llagadas a este punto, y retomando las palabras de la autora, podría decirse que si ella nos cuenta historias es solo para poder volver a vivir.

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