Paris_O'Hara
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Hace un montón de años, creo que en el desierto de Sudán, se publicó una fotografía que adquiría inmediata categoría de película de terror. En ella, un niño está agonizando y a su lado le observa un buitre más tranquilo que ansioso, presto a devorar a la criatura. El hombre que disparó la cámara para conseguir ese documento estremecedor, al parecer, siguió su camino, no recogió al niño. Y un tiempo después se suicidó. Ignoro si la razón fue la de sentirse acorralado, porque le abandonara su pareja o porque haber sido testigo permanente de tantos horrores le invitó a largarse de este mundo. Pero quiero pensar que se debió a que prosiguió su camino después de captar a la moribunda criatura y al acechante pajarraco. Somos muy receptivos con el infierno y el desvalimiento que pueden sufrir los más inocentes. También la imagen de un bebé muerto sobre la arena en una playa de Lesbos conmocionó a todos los mirones en posesión de un trocito de alma.
En Green Border, la película que ha dirigido la anciana y respetada directora polaca Agnieszka Holland (75 años), hay viejos, adultos, mujeres y críos sufriendo una barbarie que en la realidad debe de ser cotidiana. La sufren un nutrido grupo de inmigrante: afganos, libaneses, sirios... a los que nos presentan inicialmente a bordo de un avión y creyendo que les van a llevar a la civilizada y acogedora Suecia, su tierra de promisión. Pero les depositan en un bosque, en la frontera entre Bielorrusia y Polonia. Nadie les quiere allí. Y los despiadados guardias fronterizos, a base de hostias y amenazas le quieren cargar el muerto al vecino. Y Suecia se convierte para esta gente desesperada, apaleada, humillada, en una utopía irreal y amarga. Su supervivencia es durísima. Pero reciben ayuda de algunos lugareños, activistas profesionales en su compromiso con los que no poseen nada o gente honesta que se atreve a observar la desgracia ajena y reacciona echando una mano, con el peligro que ello implica.
Aclarado el compromiso sensitivo y racional de tantos espectadores con las películas que retratan problemas sociales, y el de los que buscan refugio en Europa es uno de los más grandes, se supone que apasionarte y emocionarte con esas historias también está en función de cómo estén narradas, de que además de buenas intenciones aparezca el arte en ellas. Green Border, filmada en blanco y negro, dispone de una primorosa fotografía. Te hace sentir el frío y la intemperie en la que viven los acosados. Pero también hay tiempos muertos y secuencias repetitivas, la sensación a veces de que ya estaba contado antes.
O sea, ese gesto tan delator de mirar alguna vez el reloj, de que se te haciendo largo lo que ves y escuchas en la pantalla. Y un interrogante que me hago demasiadas veces en el cine de los últimos tiempos. Y es la razón de que una parte notable de las películas tengan una duración que puede resultar exhaustiva, que supere las dos horas y media o las tres. Green Border dura 155 minutos. Y no entiendes las razones en la mayoría de ellas para metrajes desmesurados. Mi opinión es facilona y ventajista. No me importaría que la saga de El Padrino en vez de diez horas durara veinte. O treinta. O cuarenta.
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En Green Border, la película que ha dirigido la anciana y respetada directora polaca Agnieszka Holland (75 años), hay viejos, adultos, mujeres y críos sufriendo una barbarie que en la realidad debe de ser cotidiana. La sufren un nutrido grupo de inmigrante: afganos, libaneses, sirios... a los que nos presentan inicialmente a bordo de un avión y creyendo que les van a llevar a la civilizada y acogedora Suecia, su tierra de promisión. Pero les depositan en un bosque, en la frontera entre Bielorrusia y Polonia. Nadie les quiere allí. Y los despiadados guardias fronterizos, a base de hostias y amenazas le quieren cargar el muerto al vecino. Y Suecia se convierte para esta gente desesperada, apaleada, humillada, en una utopía irreal y amarga. Su supervivencia es durísima. Pero reciben ayuda de algunos lugareños, activistas profesionales en su compromiso con los que no poseen nada o gente honesta que se atreve a observar la desgracia ajena y reacciona echando una mano, con el peligro que ello implica.
Aclarado el compromiso sensitivo y racional de tantos espectadores con las películas que retratan problemas sociales, y el de los que buscan refugio en Europa es uno de los más grandes, se supone que apasionarte y emocionarte con esas historias también está en función de cómo estén narradas, de que además de buenas intenciones aparezca el arte en ellas. Green Border, filmada en blanco y negro, dispone de una primorosa fotografía. Te hace sentir el frío y la intemperie en la que viven los acosados. Pero también hay tiempos muertos y secuencias repetitivas, la sensación a veces de que ya estaba contado antes.
O sea, ese gesto tan delator de mirar alguna vez el reloj, de que se te haciendo largo lo que ves y escuchas en la pantalla. Y un interrogante que me hago demasiadas veces en el cine de los últimos tiempos. Y es la razón de que una parte notable de las películas tengan una duración que puede resultar exhaustiva, que supere las dos horas y media o las tres. Green Border dura 155 minutos. Y no entiendes las razones en la mayoría de ellas para metrajes desmesurados. Mi opinión es facilona y ventajista. No me importaría que la saga de El Padrino en vez de diez horas durara veinte. O treinta. O cuarenta.
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‘Green Border’: inmigrantes a palos, sin un mínimo refugio
Te hace sentir el frío y la intemperie en la que viven los acosados, pero también hay tiempos muertos y secuencias repetitivas, la sensación a veces de que ya estaba contado antes
elpais.com