upton.vallie
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El señor que acaba de parir Golpe de suerte cumplirá en noviembre 88 años, edad con la que mayoritariamente acostumbra a ensañarse la decrepitud física y mental. Se precisa ayuda, la memoria va desvaneciéndose, lo más probable es que todo sea invernal en la imaginación y en el cerebro. Y cuentan los que se dedican a ello que rodar películas, independientemente de cómo salga el producto final, exige notable esfuerzo a todos los niveles. Woody Allen, ese hombre al que los espectadores le debemos tantas cosas gratas, incluida la impagable sensación de hacernos sonreír y reír, se niega a ser carne de residencia de ancianos, a vegetar esperando el final, a recordar su arte y su vida, a recibir homenajes y distinciones. Está empeñado en seguir haciendo cine. Tal vez sea su forma de protegerse del ocaso y del aburrimiento, de rehuir la muerte, de sentirse no ya superviviente, sino vivo.
Los jueces le declararon dos veces inocente de la villanía de la que fue acusado hace unos años, pero los grandes poderes que marcan el signo de los últimos tiempos le declararon culpable, rompieron los contratos que habían firmado con él, intentaron convertirle en un apestado. Pero él, a lo suyo. Rodó en España la desafortunada El festival de Rifkin. Y ahora, en la que supone la número 50 de su filmografía se desplaza a París, para rodar en francés, un idioma que no es el suyo, con intérpretes y técnicos franceses, en territorios y ambientes con los que no está familiarizado. Y nada en ella huele a vejez, a esclerosis, a complacencia, a fórmula. Posee frescura, ironía, situaciones complejas, una narrativa que respeta la inteligencia del espectador, ausencia de moralismo, un desenlace tan inesperado y jocoso que solo puede ocurrírsele a él. Y salgo contento de la sala, con la sensación de haber pasado un buen rato.
Su temática está centrada en el adulterio. También en el azar y en los caprichos de este, en la aparición de lo incontrolable cuando parece reinar el orden. Del adulterio ha hablado Allen en bastantes de sus películas. De forma divertida o con macabras y trágicas consecuencias, incluido el asesinato para intentar salvar lo que se posee. O sea, un lugar privilegiado en el mundo, un trabajado y brillante estatus social y económico, una situación familiar conveniente y adecuada, un futuro sin nubarrones. Y luego está el deseo y sus riesgos. Allen trató esto de forma prodigiosa en las extraordinarias y más que turbias Delitos y faltas y Match Point.
Aquí el desarrollo de esa infidelidad no tiene los intensos matices de las anteriores. Y los protagonistas no te apasionan, pero la historia está muy bien contada. La esposa de un tiburón financiero, que no desdeña la metodología homicida si sus negocios o su matrimonio están amenazados por la ruina, se reencuentra con alguien que estuvo enamorado de ella en los años de universidad y sin que se concretara esa situación sentimental. Y descubren que sus paseos por las zonas privilegiadas de París se prolongarán lógicamente en la cama. Y que el jugueteo inicial se transformará en pasión compartida. Y los riesgos que eso implica. Y el progresivo mosqueo del cornudo poderoso y millonario, que no puede entender que esa esposa aparentemente tan complacida con su situación matrimonial se haya enrollado con alguien de presente tan débil como incierto futuro. Aunque los personajes no me despierten excesivo interés (el marido incluso me da un poco de grima), la forma en la que Allen sigue sus tortuosos pasos desprende tanta inteligencia como gracia. Las situaciones se enredan y tienen a un narrador privilegiado. Ojalá que este anciano y su admirable cabeza sigan odiando la idea de quedarse en casa. Ojalá que siga escribiendo guiones y realizando películas. Para regocijo nuestro, de los espectadores, a los que nos ha hecho felices desde el arranque de una carrera tan longeva como memorable.
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Los jueces le declararon dos veces inocente de la villanía de la que fue acusado hace unos años, pero los grandes poderes que marcan el signo de los últimos tiempos le declararon culpable, rompieron los contratos que habían firmado con él, intentaron convertirle en un apestado. Pero él, a lo suyo. Rodó en España la desafortunada El festival de Rifkin. Y ahora, en la que supone la número 50 de su filmografía se desplaza a París, para rodar en francés, un idioma que no es el suyo, con intérpretes y técnicos franceses, en territorios y ambientes con los que no está familiarizado. Y nada en ella huele a vejez, a esclerosis, a complacencia, a fórmula. Posee frescura, ironía, situaciones complejas, una narrativa que respeta la inteligencia del espectador, ausencia de moralismo, un desenlace tan inesperado y jocoso que solo puede ocurrírsele a él. Y salgo contento de la sala, con la sensación de haber pasado un buen rato.
Su temática está centrada en el adulterio. También en el azar y en los caprichos de este, en la aparición de lo incontrolable cuando parece reinar el orden. Del adulterio ha hablado Allen en bastantes de sus películas. De forma divertida o con macabras y trágicas consecuencias, incluido el asesinato para intentar salvar lo que se posee. O sea, un lugar privilegiado en el mundo, un trabajado y brillante estatus social y económico, una situación familiar conveniente y adecuada, un futuro sin nubarrones. Y luego está el deseo y sus riesgos. Allen trató esto de forma prodigiosa en las extraordinarias y más que turbias Delitos y faltas y Match Point.
Aquí el desarrollo de esa infidelidad no tiene los intensos matices de las anteriores. Y los protagonistas no te apasionan, pero la historia está muy bien contada. La esposa de un tiburón financiero, que no desdeña la metodología homicida si sus negocios o su matrimonio están amenazados por la ruina, se reencuentra con alguien que estuvo enamorado de ella en los años de universidad y sin que se concretara esa situación sentimental. Y descubren que sus paseos por las zonas privilegiadas de París se prolongarán lógicamente en la cama. Y que el jugueteo inicial se transformará en pasión compartida. Y los riesgos que eso implica. Y el progresivo mosqueo del cornudo poderoso y millonario, que no puede entender que esa esposa aparentemente tan complacida con su situación matrimonial se haya enrollado con alguien de presente tan débil como incierto futuro. Aunque los personajes no me despierten excesivo interés (el marido incluso me da un poco de grima), la forma en la que Allen sigue sus tortuosos pasos desprende tanta inteligencia como gracia. Las situaciones se enredan y tienen a un narrador privilegiado. Ojalá que este anciano y su admirable cabeza sigan odiando la idea de quedarse en casa. Ojalá que siga escribiendo guiones y realizando películas. Para regocijo nuestro, de los espectadores, a los que nos ha hecho felices desde el arranque de una carrera tan longeva como memorable.
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‘Golpe de suerte’: el azar tratado con inteligencia
Woody Allen, a punto de cumplir 88 años, se desplaza a París para rodar una película irónica con situaciones complejas y ausente de moralismos
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