‘Godland’: un imponente viaje a los confines de la Tierra y del arte

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27 Sep 2024
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Una película sobre los pioneros y acerca de la existencia de Dios y el poder de sus dos más relevantes creaciones, la Tierra y el ser humano —la primera como fuerza capaz de doblegar al segundo por medio de la ira de su naturaleza—, que es al mismo tiempo un wéstern y el mejor cine de aventuras, que es mística y es física. Tiene todo el sentido, porque los extremos a veces se tocan. Y el cine de autor, complejo y trascendente, seco y calmo, puede estar radicado en ciertos postulados del cine de género. Así, otorgándose sentido mutuo, se acaba componiendo una obra mayúscula.

Godland, tercer largometraje del islandés Hlynur Pálmason, presentado con excelente acogida en la sección Una Cierta Mirada del festival de Cannes, podría ser la película del verano para la cinefilia más exploradora, la que busca más allá de los confines, de lo que ven todos los demás. Como el protagonista, un sacerdote danés que a finales del siglo XIX recibe el encargo de su iglesia de viajar hasta la inhóspita Islandia, hasta “ese miserable rebaño de desgraciados y mediocres”, para conformar una iglesia y fotografiar a sus habitantes. De hecho, un texto inicial informa de que la historia está inspirada en las primeras fotos (solo siete) que se conservan de la costa de Islandia, realizadas con el procedimiento de colodión húmedo.

Junto a los conceptos de viaje, frontera y conquista del wéstern (aquí, en palabras de su director, casi sería mejor llamarlo northern) presentes con razón y continuidad en la primera mitad del relato, está el enfrentamiento entre dos energías: la del progreso, la mente, la espiritualidad, la sabiduría teológica y hasta la tecnología (y esa cámara fotográfica primigenia), representada por el pastor protestante; y la de las tradiciones, la fuerza física y la sabiduría del terruño, personificada en el hombre que lo guía desde la civilizada Dinamarca hasta la desapacible Islandia, tierra sin árboles, porque no crecen o se los comen los animales, en un tiempo en el que el segundo país aún no estaba independizado del primero. Un fascinante combate mente-cuerpo que, de todos modos, termina fusionándose porque en ese trayecto moral, además de físico, que supone la conquista del nuevo territorio, ambos hombres se contaminan el uno al otro hasta confundirse.

Película de una deslumbrante plasticidad tan etnográfica como pictórica, Godland aparece además en la pantalla con unas formas desacostumbradas, que encajan a la perfección con aquel origen fotográfico: en formato 1.33:1, estrecho, casi cuadrado, y con las cuatro esquinas del encuadre redondeadas, a la manera de las más añejas imágenes. La impresión para el espectador, por tanto, es la de otro viaje, este cinematográfico, hasta un tiempo, un lugar y unas formas en las antípodas de la sala en la que se disfruta el espectáculo, que también lo es.

Entre los imponentes paisajes por los que transcurre el viaje hasta su destino, y las inclemencias del tiempo, la banda sonora de corte disonante de Alex Zhang Hungtai surge como constante augurio del peligro y el extrañamiento. Y Pálmason, del que ya se estrenó en España la calmada por fuera y furibunda por dentro Un blanco, blanco día (2019), aplica rigor en su puesta en escena, con hermosos movimientos laterales y una composición en sus interiores que puede remitir a Carl Theodor Dreyer, pero que en sus exteriores, ayudada por el formato antiguo, el del cine mudo, muestra estampas casi exactas a aquel desenlace en el vasto desierto de Avaricia (1924), de Erich Von Stroheim.

El sacerdote protagonista es un hombre de la iglesia al que Dios, por medio de su creación, la Tierra, intimida con su omnipotencia, degradándolo hasta la toma de conciencia de su insignificancia. Godland, cinematográficamente, también nos muestra nuestra pequeñez ante una pantalla suprema.

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