Sin ser una película estrictamente francesa, El último tango en París se convirtió en icono generacional de una liberación sexual que llegaba desde el Sena y nos alejaba de las convenciones. El protagonista era norteamericano, sí, y el director italiano, pero la postal era francesa. Y la penetración de María Schneider por Marlon Brando ejerció un magnetismo brutal hacia una sexualidad supuestamente abierta y deseable con la Torre Eiffel de fondo. Eran los años setenta y el Je t’aime de Jane Birkin llevaba ya varios años mostrando el camino hacia una Francia erótica que parecía iluminar el camino de la modernidad.
Cuánta falacia. Tardamos en darnos cuenta de que María Schneider había sido violada ante los ojos del mundo en la famosa escena de la mantequilla por orden de Bertolucci. Y de que aquello malogró su vida y su carrera. Después descubrimos la existencia en Francia de una cultura de la permisividad hacia la pederastia, el incesto y los abusos que libros y testimonios han ido mostrándonos cuando sus víctimas se han hecho suficientemente mayores y valientes para contarlo.
Francia ha sido sinónimo de amor, de liberación, de un erotismo que parecía envidiable, pero —por el mismo camino— se coló la tolerancia hacia lo intolerable. Y el mismo atavismo de siempre. La sumisión y obediencia a los deseos del hombre que se ocultaba tras ello quedó al descubierto en el caso de Jean Genet, que abusó y destrozó a la hija de Monique Lange mientras esta lo celebraba; de Gabriel Matzneff, pederasta confeso y orgulloso de ello; y de tantos casos revelados por los libros de Vanessa Springora, Delphine de Vigan, Camille Kouchner o la película de Mona Achache.
Y en esto llegó Gisèle Pelicot. Su caso vuelve a iluminar los agujeros oscuros que alberga esa sociedad que creíamos avanzada. Y no espanta tanto la violación de un hombre a su mujer forzada a dormir ―que también― como la oferta a desconocidos que realizó de su cuerpo y, sobre todo, que decenas de ellos acudieran a la llamada de la selva desde pueblos cercanos. Esto no ocurrió en Vietnam, Tailandia, Oaxaca o las tenebrosas mazmorras sirias, sino en la pacífica Francia rural, esa que admiramos por sus parterres, sus premios florales y sus ayudas a la actividad cultural.
No sacaremos pecho desde el país de La Manada, donde crecen las violaciones de niños a niñas, y la infancia no está precisamente viendo Heidi en el móvil, pero Francia tiene un problema. Todos lo tenemos y las monstruosidades no son patrimonio de nadie, pero la cultura de la aceptación del sexo sin consentimiento ha estado instalada allí con demasiada fuerza. Como en el caso de El último tango..., ojalá no tardemos varias décadas en darnos cuenta.
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Cuánta falacia. Tardamos en darnos cuenta de que María Schneider había sido violada ante los ojos del mundo en la famosa escena de la mantequilla por orden de Bertolucci. Y de que aquello malogró su vida y su carrera. Después descubrimos la existencia en Francia de una cultura de la permisividad hacia la pederastia, el incesto y los abusos que libros y testimonios han ido mostrándonos cuando sus víctimas se han hecho suficientemente mayores y valientes para contarlo.
Francia ha sido sinónimo de amor, de liberación, de un erotismo que parecía envidiable, pero —por el mismo camino— se coló la tolerancia hacia lo intolerable. Y el mismo atavismo de siempre. La sumisión y obediencia a los deseos del hombre que se ocultaba tras ello quedó al descubierto en el caso de Jean Genet, que abusó y destrozó a la hija de Monique Lange mientras esta lo celebraba; de Gabriel Matzneff, pederasta confeso y orgulloso de ello; y de tantos casos revelados por los libros de Vanessa Springora, Delphine de Vigan, Camille Kouchner o la película de Mona Achache.
Y en esto llegó Gisèle Pelicot. Su caso vuelve a iluminar los agujeros oscuros que alberga esa sociedad que creíamos avanzada. Y no espanta tanto la violación de un hombre a su mujer forzada a dormir ―que también― como la oferta a desconocidos que realizó de su cuerpo y, sobre todo, que decenas de ellos acudieran a la llamada de la selva desde pueblos cercanos. Esto no ocurrió en Vietnam, Tailandia, Oaxaca o las tenebrosas mazmorras sirias, sino en la pacífica Francia rural, esa que admiramos por sus parterres, sus premios florales y sus ayudas a la actividad cultural.
No sacaremos pecho desde el país de La Manada, donde crecen las violaciones de niños a niñas, y la infancia no está precisamente viendo Heidi en el móvil, pero Francia tiene un problema. Todos lo tenemos y las monstruosidades no son patrimonio de nadie, pero la cultura de la aceptación del sexo sin consentimiento ha estado instalada allí con demasiada fuerza. Como en el caso de El último tango..., ojalá no tardemos varias décadas en darnos cuenta.
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