Dentro de los múltiples minijuegos que habitan en Final Fantasy VII Rebirth hay un juego de cartas llamado Queen’s Blood. Bien. El minijuego es tan magnífico que cuesta pensar que sea solo el último capilar del juego que lo cobija. Que funcione tan bien, que tenga una mecánica tan pulida y adictiva, da la medida perfecta de lo trabajado que está el juego entero.
Porque, signifique lo que signifique el calificativo, Final Fantasy VII Rebirth tiene pinta de juego del año. La secuela del remake de Final Fantasy VII (el juego que en 1997 cambió todo el panorama mundial introduciendo el imaginario del RPG japonés en occidente), que en 2020 se reveló realmente como un reboot (los cambios introducidos en la trama —el más importante, mantener con vida a Aeris, cuya icónica muerte traumatizó al mundo en el 97— desvelaban que Remake era en realidad la reimaginación de la historia que todos conocían o creían conocer), es sencillamente un sueño hecho realidad para los amantes del juego original.
Por historia, por mapeado (con su mundo abierto, que deja en pañales a su predecesor, que enjaulaba al jugador en Midgard, la ciudad que fungía como escenario del primer acto del juego de 1997), por personajes y por sistema de juego y combate, Rebirth despunta en casi todos sus apartados. Hablamos de un juego que, en su definición estructural, condensa la experiencia épica. Es decir, al salir de la ciudad, al enfrentarse al viaje (un viaje cuyas primeras etapas, es cierto, resultan arbitrarias de más) y al iterar la aventura, el juego consigue exprimir su esencia heroica y destilar lo mejor de la saga que a tanta gente atrapó en el cambio de siglo.
Pero es no solo eso. Final Fantasy VII Rebirth es, en primer lugar, un gran juego pero, sobre todo y más importante, es mucho mejor que su predecesor. Puede parecer un logro menor, pero en el fondo es un logro que baila en consonancia con la naturaleza misma del medio: los videojuegos se serializan para hacer mejor cada entrega que la anterior; y esta la cumple con creces. Los nuevos personajes, los nuevos escenarios, la nueva derivada a la que el juego parece apuntar de cara a la tercera y última entrega, todo seduce. La profundidad de los personajes crece hasta límites difíciles de creer si solo atendemos a la primera parte. Y, de nuevo, el juego de cartas da la medida de la calidad general.
Es un año complicado para el sector. Los despidos se suceden. El mercado de las superproducciones parece haber pinchado. Pero hemos tenido ya Prince of Persia. Se acercan Rise of the Ronin, Dragon’s Dogma II. Es decir: quizá lo haya hecho la industria, pero, fiel a su cita, la calidad no ha dejado tirado al jugador.
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Porque, signifique lo que signifique el calificativo, Final Fantasy VII Rebirth tiene pinta de juego del año. La secuela del remake de Final Fantasy VII (el juego que en 1997 cambió todo el panorama mundial introduciendo el imaginario del RPG japonés en occidente), que en 2020 se reveló realmente como un reboot (los cambios introducidos en la trama —el más importante, mantener con vida a Aeris, cuya icónica muerte traumatizó al mundo en el 97— desvelaban que Remake era en realidad la reimaginación de la historia que todos conocían o creían conocer), es sencillamente un sueño hecho realidad para los amantes del juego original.
Por historia, por mapeado (con su mundo abierto, que deja en pañales a su predecesor, que enjaulaba al jugador en Midgard, la ciudad que fungía como escenario del primer acto del juego de 1997), por personajes y por sistema de juego y combate, Rebirth despunta en casi todos sus apartados. Hablamos de un juego que, en su definición estructural, condensa la experiencia épica. Es decir, al salir de la ciudad, al enfrentarse al viaje (un viaje cuyas primeras etapas, es cierto, resultan arbitrarias de más) y al iterar la aventura, el juego consigue exprimir su esencia heroica y destilar lo mejor de la saga que a tanta gente atrapó en el cambio de siglo.
Pero es no solo eso. Final Fantasy VII Rebirth es, en primer lugar, un gran juego pero, sobre todo y más importante, es mucho mejor que su predecesor. Puede parecer un logro menor, pero en el fondo es un logro que baila en consonancia con la naturaleza misma del medio: los videojuegos se serializan para hacer mejor cada entrega que la anterior; y esta la cumple con creces. Los nuevos personajes, los nuevos escenarios, la nueva derivada a la que el juego parece apuntar de cara a la tercera y última entrega, todo seduce. La profundidad de los personajes crece hasta límites difíciles de creer si solo atendemos a la primera parte. Y, de nuevo, el juego de cartas da la medida de la calidad general.
Es un año complicado para el sector. Los despidos se suceden. El mercado de las superproducciones parece haber pinchado. Pero hemos tenido ya Prince of Persia. Se acercan Rise of the Ronin, Dragon’s Dogma II. Es decir: quizá lo haya hecho la industria, pero, fiel a su cita, la calidad no ha dejado tirado al jugador.
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‘Final Fantasy VII Rebirth’: el arte de hacer una secuela de un ‘remake’ (que en realidad era un ‘reboot’)
La segunda parte de la reimaginación del juego de 1997 se perfila como una de las obras del año
elpais.com