Maverick_Terry
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Ingreso en el recinto de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara a eso de las 11.00, al tiempo que se celebra la ceremonia inaugural, pero con la idea de ver libros y no de andar repartiendo aplausos. Es un proceso veloz, porque llevo un gafete que me acredita como invitado. Atrás de mí quedan las filas de quienes van a comprar boletos de entrada o los grupitos murmurantes de quienes no saben aún que deberán hacerlo antes de entrar. Pero no se produce caos alguno entre quienes aguardan. La gente hace la fila correspondiente y pasa los controles de seguridad sin que se produzcan motines o “portazos”. La FIL, después de todo, va para cuatro décadas de vida y está metida en el ADN de los tapatíos. Cientos de miles la visitan cada año. Todos saben cómo actuar o lo descubren de inmediato.
Las instalaciones de la Expo Guadalajara ya están cuajadas de multitudes cuando asomo al Área Internacional y comienzo mi primer recorrido del año. Me fascina que algunos visitantes, quizá abrumados por la cantidad de libros en exhibición, se queden detenidos en mitad de los pasillos, sin mover un músculo, los brazos caídos y la mirada perdida en el horizonte de banderolas y pendones, inconscientes al hecho de que todos, a su alrededor, queremos avanzar en cualquier dirección y su momento de éxtasis contemplativo lo impide. Se producen, desde luego, empujones, y las subsecuentes disculpas. El único espacio libre que encuentro es un amplio pabellón con libros jurídicos. O hay pocos abogados por aquí o todavía no acuden a mirar los títulos relacionados con su profesión.
Se encuentra uno a media humanidad en los pasillos. Por ejemplo, un antiguo compañero de la preparatoria, que ahora trabaja en una acerera y quiere contarnos algo sobre las líneas de distribución de sus productos antes de que nos excusemos y huyamos. O una antigua colega del trabajo que siempre aseguraba que no iba a tener hijos y ahora es escoltada por dos, cada cual del tamaño de un basquetbolista profesional (ha transcurrido un cuarto de siglo desde que cambió de idea). Y, claro, también ve pasar uno a notoriedades que van rodeadas de comitivas. Como el premio FIL de este año, el mozambiqueño Mia Couto; o la próxima rectora de la Universidad de Guadalajara, Karla Planter; o el director del Fondo de Cultura Económica, Paco Ignacio Taibo II. Y también notoriedades que andan tranquilamente mirando libros, como el politólogo Jesús Silva Herzog Márquez o el escritor Alberto Ruy Sánchez.
Aunque, claro, medio metro más allá de ellos aparece nuestra vecina que tiene un puesto de comida al fondo de uno de los corredores y nos saluda. O unos chamacos que corretean y se gritan groserías con sabor a Feria del Libro: “¡Vete a la Gonvill!”, brama uno, entre risotadas. La Gonvill, para quien no lo sepa, es la principal cadena de librerías en Guadalajara. Y una madre le da un rápido pescozón al chamaco que invoca su sacrosanto nombre en vano.
A pocos metros, un hombre luce una cartulina con algunas líneas escritas con letra temblona. Pienso que estará haciendo proclamas políticas, como los activistas con banderas palestinas que ve uno en la explanada exterior. Pero no: se trata del anuncio de la presentación de un libro infantil que está a punto de comenzar en un salón de la planta alta.
Sentirse en casa entre esos oleajes variopintos no deja de ser curioso. Pero sí, no hay duda de que es el hogar, el efímero hogar que dura nueve días al año y al que volvemos cada vez, al margen de forcejeos políticos, modas intelectuales o mercadotécnicas, prestigios que suben o bajan. Y mientras pienso esto me doy cuenta de que me quedé estático en mitad de un pasillo, con la mirada perdida y obstaculizando el paso. Y me dan un empujón y luego me dirigen un “usted disculpe”. Y no sé si quien me quitó de en medio es una futura Premio FIL o uno que se dedicará al cultivo de guayabas orgánicas. Aquí están todos.
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Las instalaciones de la Expo Guadalajara ya están cuajadas de multitudes cuando asomo al Área Internacional y comienzo mi primer recorrido del año. Me fascina que algunos visitantes, quizá abrumados por la cantidad de libros en exhibición, se queden detenidos en mitad de los pasillos, sin mover un músculo, los brazos caídos y la mirada perdida en el horizonte de banderolas y pendones, inconscientes al hecho de que todos, a su alrededor, queremos avanzar en cualquier dirección y su momento de éxtasis contemplativo lo impide. Se producen, desde luego, empujones, y las subsecuentes disculpas. El único espacio libre que encuentro es un amplio pabellón con libros jurídicos. O hay pocos abogados por aquí o todavía no acuden a mirar los títulos relacionados con su profesión.
Se encuentra uno a media humanidad en los pasillos. Por ejemplo, un antiguo compañero de la preparatoria, que ahora trabaja en una acerera y quiere contarnos algo sobre las líneas de distribución de sus productos antes de que nos excusemos y huyamos. O una antigua colega del trabajo que siempre aseguraba que no iba a tener hijos y ahora es escoltada por dos, cada cual del tamaño de un basquetbolista profesional (ha transcurrido un cuarto de siglo desde que cambió de idea). Y, claro, también ve pasar uno a notoriedades que van rodeadas de comitivas. Como el premio FIL de este año, el mozambiqueño Mia Couto; o la próxima rectora de la Universidad de Guadalajara, Karla Planter; o el director del Fondo de Cultura Económica, Paco Ignacio Taibo II. Y también notoriedades que andan tranquilamente mirando libros, como el politólogo Jesús Silva Herzog Márquez o el escritor Alberto Ruy Sánchez.
Aunque, claro, medio metro más allá de ellos aparece nuestra vecina que tiene un puesto de comida al fondo de uno de los corredores y nos saluda. O unos chamacos que corretean y se gritan groserías con sabor a Feria del Libro: “¡Vete a la Gonvill!”, brama uno, entre risotadas. La Gonvill, para quien no lo sepa, es la principal cadena de librerías en Guadalajara. Y una madre le da un rápido pescozón al chamaco que invoca su sacrosanto nombre en vano.
A pocos metros, un hombre luce una cartulina con algunas líneas escritas con letra temblona. Pienso que estará haciendo proclamas políticas, como los activistas con banderas palestinas que ve uno en la explanada exterior. Pero no: se trata del anuncio de la presentación de un libro infantil que está a punto de comenzar en un salón de la planta alta.
Sentirse en casa entre esos oleajes variopintos no deja de ser curioso. Pero sí, no hay duda de que es el hogar, el efímero hogar que dura nueve días al año y al que volvemos cada vez, al margen de forcejeos políticos, modas intelectuales o mercadotécnicas, prestigios que suben o bajan. Y mientras pienso esto me doy cuenta de que me quedé estático en mitad de un pasillo, con la mirada perdida y obstaculizando el paso. Y me dan un empujón y luego me dirigen un “usted disculpe”. Y no sé si quien me quitó de en medio es una futura Premio FIL o uno que se dedicará al cultivo de guayabas orgánicas. Aquí están todos.
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