cara57
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Michael Mann se dedicó desde sus comienzos a rodar cine de acción, ese género que ni los más lerdos y los pretendidamente ilustrados se atreven ya a menospreciar. A él dedicaron la mayor parte de su obra maestros como Hawks y Walsh. En Ladrón y en Hunter (la primera aparición en el cine del brillante y turbador caníbal Hannibal Lecter), Mann demostró talento narrativo y un poderoso estilo visual para contar historias en las que ocurrían muchas cosas. Y después parió tres obras maestras del cine aventuras, del cine negro, del cine de intriga. Del cine a secas. Son El último mohicano, Heat y El dilema. Collateral y Enemigos públicos no alcanzaban ese nivel, pero eran muy atractivas. El cine de Mann entraba con naturalidad en la categoría de los clásicos. El arte que demostró en esas películas es perdurable, aunque lleva bastantes años haciendo cosas decepcionantes, en los que cuesta reconocer su poderosa firma.
En Ferrari, Mann se traslada a la Italia de finales de los años cincuenta para bucear en la atormentada existencia de un hombre que tocó el cielo como piloto de carreras, empresario automovilístico, director de una escudería legendaria, competidor de la todopoderosa familia Agnelli y no sé cuantas cosas más.
Y probablemente ese señor pertenece a las leyendas con causa, pero el retrato que hace Mann de él y de su universo es áspero, con escaso poder de fascinación, intentando mostrar el volcán interno de alguien aparentemente resolutivo, perfeccionista, gestor de un gran negocio con problemas de quiebra, tan parco en gestos como en palabras (el aquí convenientemente envejecido actor Adam Driver, que interpreta a Ferrari, no exhibe ni una sonrisa en todo el metraje), sabiendo que el triunfo es fundamental para su supervivencia y obsesionado consecuentemente con él, intentando compaginar a lo largo de mucho tiempo la relación con su esposa, su amante y el hijo que tuvo con esta, arrastrando una pena inconsolable por la muerte del hijo que tuvo en su matrimonio.
Pero algo no funciona ni describiendo la vida íntima de señor tan antipático ni en el retrato de su siempre tensa carrera profesional. Como soy un completo ignorante en materia de coches, tampoco disfruto de las apasionantes carreras en las que las empresas y los pilotos se juegan tantas cosas, incluida la vida en el caso de los que compiten. Estoy distanciado durante toda la película del sufriente mundo íntimo de este complejo señor, pero los problemas y hazañas que se suceden en su mudo profesional tampoco consiguen apasionarme.
Percibes la sabiduría de Michael Mann utilizando la cámara, pero lo que narra me deja frío. Adam Driver, actor que debe de figurar actualmente en todos los proyectos importantes del cine que se rueda actualmente en Estados Unidos, está convenientemente maquillado para aparentar veinte años más de los que tiene. Su personaje debe de tener el corazón roto y sobrevivir con permanente angustia, pero siempre le observo con distancia. Su esposa, interpretada con personalidad por Penélope Cruz, también lo pasa fatal, pero me resulta más cercana que el adusto e introvertido Ferrari. Siempre hay que seguirle los pasos a un director tan inteligente como Michael Mann. Pero ojalá que recupere pronto su antigua magia. La espera se está haciendo larga.
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En Ferrari, Mann se traslada a la Italia de finales de los años cincuenta para bucear en la atormentada existencia de un hombre que tocó el cielo como piloto de carreras, empresario automovilístico, director de una escudería legendaria, competidor de la todopoderosa familia Agnelli y no sé cuantas cosas más.
Y probablemente ese señor pertenece a las leyendas con causa, pero el retrato que hace Mann de él y de su universo es áspero, con escaso poder de fascinación, intentando mostrar el volcán interno de alguien aparentemente resolutivo, perfeccionista, gestor de un gran negocio con problemas de quiebra, tan parco en gestos como en palabras (el aquí convenientemente envejecido actor Adam Driver, que interpreta a Ferrari, no exhibe ni una sonrisa en todo el metraje), sabiendo que el triunfo es fundamental para su supervivencia y obsesionado consecuentemente con él, intentando compaginar a lo largo de mucho tiempo la relación con su esposa, su amante y el hijo que tuvo con esta, arrastrando una pena inconsolable por la muerte del hijo que tuvo en su matrimonio.
Pero algo no funciona ni describiendo la vida íntima de señor tan antipático ni en el retrato de su siempre tensa carrera profesional. Como soy un completo ignorante en materia de coches, tampoco disfruto de las apasionantes carreras en las que las empresas y los pilotos se juegan tantas cosas, incluida la vida en el caso de los que compiten. Estoy distanciado durante toda la película del sufriente mundo íntimo de este complejo señor, pero los problemas y hazañas que se suceden en su mudo profesional tampoco consiguen apasionarme.
Percibes la sabiduría de Michael Mann utilizando la cámara, pero lo que narra me deja frío. Adam Driver, actor que debe de figurar actualmente en todos los proyectos importantes del cine que se rueda actualmente en Estados Unidos, está convenientemente maquillado para aparentar veinte años más de los que tiene. Su personaje debe de tener el corazón roto y sobrevivir con permanente angustia, pero siempre le observo con distancia. Su esposa, interpretada con personalidad por Penélope Cruz, también lo pasa fatal, pero me resulta más cercana que el adusto e introvertido Ferrari. Siempre hay que seguirle los pasos a un director tan inteligente como Michael Mann. Pero ojalá que recupere pronto su antigua magia. La espera se está haciendo larga.
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‘Ferrari’: Michael Mann no recupera su antiguo arte
Algo no funciona en esta película sobre Enzo Ferrari, ni en la descripción de la vida íntima de señor tan antipático, ni en el retrato de su siempre tensa carrera profesional
elpais.com