Mckayla_Spencer
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Quién le iba a decir al navegante portugués Fernando de Magallanes que su figura y su proeza iban a servir de reclamo para promocionar la fiesta de los toros en el siglo XXI, pero así se escribe la historia. Carmelo García, extorero e inquieto y hacendoso empresario taurino, utiliza el hecho histórico de la primera vuelta al mundo para atraer al público y darle brillo a un festejo que, quizá de otro modo, pasaría desapercibido.
Pero no solo Magallanes se viste de luces; son los toreros de oro y plata los que se enfundan en trajes inspirados en la marinería del siglo XVI y hacen el paseíllo en una alfombra de 22.000 kilos de sal, engalanada por el artista Joaquín Lara con el dibujo de la nao Victoria en el centro del ruedo, y con las tablas de la barrera pintadas a mano por la creadora alemana Uta Geub.
Un alarde de imaginación empresarial, sin duda, que ha cumplido este año su sexta edición con los tendidos casi llenos y las cámaras de Canal Sur en la plaza, indicios del interés despertado por este festejo, aderezado, por si fuera, por seis toracos de Miura, más propios de Pamplona que de una plaza de tercera y compases de zarzuela y ópera para acompañar las faenas.
El Cid, Manuel Escribano y Esaú Fernández salieron a hombros, aunque ninguno de ellos lo mereció, pero parece que el recuerdo histórico promovió la generosidad del público y el palco, que agasajaron en exceso a los actuantes.
Quede claro que la corrida de Miura era de lo más serio que se pueda ver en una plaza, entre 587 y 667 kilos de peso, y cuatro de los seis toros pesaron por encima de los 600, largos todos ellos como un tren, no aparatosos de cara, pero de espectacular volumen.
Y un toro de Miura de tal calibre debe impresionar lo suyo en el ruedo a los valientes toreros ‘marineros’, que hicieron acopio de oficio y solvencia para salir airosos del trance; pero a ninguno de los tres se le vio confiado y asentado para aprovechar la noble condición de la mayoría de los toros.
Dijo El Cid a las cámaras que esta era la segunda corrida de Miura que lidiaba en su carrera, y se le notó; no en el primero, que salió tullido y debió ser devuelto a los corrales, pero sí en el cuarto, noble, con fijeza y recorrido, ante el que solo consiguió centrarse mediada la faena, aunque todos los muletazos surgieron acelerados.
A Escribano, por su parte, se le vio sobrado de sitio y técnica; derrochó seguridad y suficiencia, del mismo modo que su toreo pecó de excesiva superficialidad. Y Esaú toreó muy despegado y escasa profundidad a sus dos toros.
No obstante, el objetivo se consumó: Magallanes se vistió de luces y el público se divirtió. Lo dicho: un alarde de imaginación empresarial.
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Pero no solo Magallanes se viste de luces; son los toreros de oro y plata los que se enfundan en trajes inspirados en la marinería del siglo XVI y hacen el paseíllo en una alfombra de 22.000 kilos de sal, engalanada por el artista Joaquín Lara con el dibujo de la nao Victoria en el centro del ruedo, y con las tablas de la barrera pintadas a mano por la creadora alemana Uta Geub.
Un alarde de imaginación empresarial, sin duda, que ha cumplido este año su sexta edición con los tendidos casi llenos y las cámaras de Canal Sur en la plaza, indicios del interés despertado por este festejo, aderezado, por si fuera, por seis toracos de Miura, más propios de Pamplona que de una plaza de tercera y compases de zarzuela y ópera para acompañar las faenas.
El Cid, Manuel Escribano y Esaú Fernández salieron a hombros, aunque ninguno de ellos lo mereció, pero parece que el recuerdo histórico promovió la generosidad del público y el palco, que agasajaron en exceso a los actuantes.
Quede claro que la corrida de Miura era de lo más serio que se pueda ver en una plaza, entre 587 y 667 kilos de peso, y cuatro de los seis toros pesaron por encima de los 600, largos todos ellos como un tren, no aparatosos de cara, pero de espectacular volumen.
Y un toro de Miura de tal calibre debe impresionar lo suyo en el ruedo a los valientes toreros ‘marineros’, que hicieron acopio de oficio y solvencia para salir airosos del trance; pero a ninguno de los tres se le vio confiado y asentado para aprovechar la noble condición de la mayoría de los toros.
Dijo El Cid a las cámaras que esta era la segunda corrida de Miura que lidiaba en su carrera, y se le notó; no en el primero, que salió tullido y debió ser devuelto a los corrales, pero sí en el cuarto, noble, con fijeza y recorrido, ante el que solo consiguió centrarse mediada la faena, aunque todos los muletazos surgieron acelerados.
A Escribano, por su parte, se le vio sobrado de sitio y técnica; derrochó seguridad y suficiencia, del mismo modo que su toreo pecó de excesiva superficialidad. Y Esaú toreó muy despegado y escasa profundidad a sus dos toros.
No obstante, el objetivo se consumó: Magallanes se vistió de luces y el público se divirtió. Lo dicho: un alarde de imaginación empresarial.
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Fernando de Magallanes, torero
Una corrida de Miura de gran volumen y juego variado permitió la salida a hombros de El Cid, Manuel Escribano y Esaú Fernández
elpais.com