‘Extraña forma de vida’: tan corta como olvidable

Raina_Lakin

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Reconozco la originalidad y la libertad de Pedro Almodóvar para abordar, no ya los argumentos que le da la gana, sino el formato en el que están desarrollados. Ahora, que se practica exhaustivamente alargar las películas hasta metrajes extremos y generalmente agotadores para la paciencia de tantos espectadores (en nombre de la creatividad del artista, pero, como siempre, algunos habrán intuido que hay negocio en ello), Almodóvar ha decidido en los últimos tiempos de su triunfante carrera rodar dos cortometrajes, o mediometrajes, o lo que sea algo que dura veintitantos minutos. Así empezaron muchos directores posibilistas. Si nadie te va a financiar inicialmente un largometraje, búscate la vida y con la ayuda de tus amigos, comienza rodando cortometrajes. Y el tiempo y la suerte dirán si estás dotado para contar en imágenes historias largas. Se supone que tanto La voz humana, aquella cosita meliflua con vocación de desgarro sentimental y pretensiones líricas, como Extraña forma de vida responden a una imperiosa necesidad expresiva, a describir historias que te obsesionan en espacio limitado de tiempo. O en el tiempo que necesitan.

Pero ateniéndome al recibimiento apoteósico que recibe en los medios de comunicación y en el festival de Cannes este correcto e inmediatamente olvidable cortometraje, me asalta la sensación antes de verlo de que han vuelto a nacer el Griffith de Intolerancia y el Welles de Ciudadano Kane. Eso es poderío, eso convierte en el supremo artista del marketing a un frecuente vendedor de humo. Hace mucho tiempo que no veo cortometrajes en las salas comerciales. Imagino que no le resultaban rentables a los exhibidores. Sin embargo, el estreno de Extraña forma de vida se asemeja a una marcha de pompa y circunstancias. ¿Y en qué se sustenta tanto alboroto? Al parecer, es la primera inmersión en el wéstern de su sofisticado creador. Deduzco que la adscripción a tan legendario género es debida a que los personajes van vestidos de época (la produce la firma Saint Laurent, y Hermès ya estaba detrás de La voz humana), aparece un caballo y se dispara un revólver. Y escucho por ahí que es un wéstern crepuscular. O sea, como El hombre que mató a Liberty Valance, Sin perdón y casi todo lo que filmó Sam Peckinpah. Pues vale. A mí, tan enfática y melancólica definición me provoca rubor.

El argumento puede recordar el de esa emocionante, trágica y hermosa película titulada Brokeback Mountain. Dos vaqueros que estuvieron al margen de la ley y que veinticinco años atrás descubrieron en medio de una orgía con putas que el deseo y la pasión funcionaba entre ellos, se reencuentran muchos años después y se funden en una rugiente noche de sexo y amor. Pero su vida, su presente y sus problemáticas condiciones familiares (ambos han creado familias) se imponen exigiendo venganza cuando llega el amanecer. Todo pretende ser muy intenso y creíble, pero se difumina en mi memoria en cuanto finalizan los lujosos títulos de crédito. Pues vale, que no fueron felices ni comieron perdices. Pero, como en Dolor y gloria, la llama del deseo no se extinguió en los antiguos amantes.

Ethan Hawke aporta su atractivo careto y su poderosa voz. Y Almodóvar mantiene a su habitual y prestigioso equipo artístico y técnico. Pero me asalta la sensación de que he estado un rato afortunadamente corto en compañía de la nada. También me planteo algo muy frívolo, y es si el precio de la entrada va a ser el mismo de un largometraje. Bueno, no es cuestión de cantidad sino de calidad. Que disfruten de ella los incondicionales, los eternos o renovados feligreses de la iglesia almodovariana.

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