El 17 de septiembre Babelia publicó por segunda vez un comentario sobre Fuego cruzado. Nos congratula comprobar el interés que está despertando la primera gran investigación sobre la primavera de 1936. Siempre es bienvenida toda reflexión honesta. Sin embargo, las atribuciones infundadas e incluso falsedades deliberadas son harina de otro costal.
Un estudio tan exhaustivo de la política y la violencia en aquella primavera no merecía un título tan simple: “¿Calvo Sotelo tenía razón?”. Es recurrente esta táctica capciosa, insinuando que esto va de justificar o no el golpismo, de estar a favor o en contra de la República. Es decir, siempre con la Guerra Civil como una losa que nos aprisiona. Sin embargo, cualquiera puede darse cuenta del problema de fondo: el shock que produce en una mente atrapada en el antifascismo comprobar que, como se deduce de los datos analizados en el libro, Calvo Sotelo se quedó corto en su recuento de actos violentos de la primavera. Es decir, no tenía razón en términos cuantitativos. Pero da pereza repetirlo: que tuviera o no razón con los datos no nos dice nada de “sus razones” ni del dilema de la seguridad y la libertad en aquella primavera. Eso es lo relevante.
Nuestro crítico se refiere a un episodio de Aranda de Duero de mayo de 1936. Afirma que nos basamos “exclusivamente en la carta privada de un amigo” de Calvo Sotelo. De nuevo, se insinúa más que se afirma. Pero el fondo es una mentira. El relato del suceso está apoyado en periódicos de distinto signo y el testimonio de Alfredo Muñiz, un republicano de izquierdas. Todos coinciden en lo esencial. Entre los periódicos, sobresale El Liberal de Bilbao, diario socialista. La carta del seguidor de Calvo Sotelo es un testimonio más, que, desde su sesgo, explicitado en el libro, nos cuenta el fuerte componente de clase que tuvo aquel episodio. Sorprende que un crítico que se jacta de ser marxista no haya captado esa dimensión.
Se dice que nos movemos en una “burbuja donde se ha congelado el tiempo”. Cualquiera de nuestros lectores hará una mueca, entre la risa contenida y el enfado, cuando lo haya leído. Es tan denso el estudio que hemos hecho de la primavera de 1936 que lo que no falta es, precisamente, tiempo en movimiento. Así lo hacemos al contextualizar la Falange, los socialistas, la legislación judicial, la política de orden público, la legislación policial, etc. Hay que repetirlo: historiar la primavera de 1936 no consiste en desplegar un compromiso moral para embellecer ni ennegrecer la República. Si la primavera fue violenta y la política de orden público de la izquierda republicana naufragó, mejor entenderlo que buscar excusas en los hechos previos.
El factor estructural siempre ha sido un recurso entre los que no querían entender la política republicana de otra forma que no fuera un combate moral entre desposeídos y propietarios. A estas alturas, el progreso historiográfico ha dejado eso para los nostálgicos de la lucha de clases. No obstante, nuestros lectores habrán tenido otra sorpresa: ellos saben que el libro está plagado de conflicto social y que el análisis político engloba, hasta donde es viable por el tamaño del volumen, la perspectiva económica. Ahora bien, ya hemos crecido lo suficiente para entender la violencia. La política es algo más serio y complejo que un simple recuento en el bolsillo.
Nuestra base de datos presta atención a todas las violencias, de lo cual resultan más de 2.100 víctimas en apenas cinco meses. Es un indicador objetivo de que la política pública de la izquierda republicana, al menos hasta mediados de mayo de 1936, no funcionaba. Explicamos con detalle en el libro sus contradicciones y su evolución. Eso es algo que permite contextualizar mejor la gran cantidad de información que proporcionamos sobre quién fue más proactivo en la violencia, sobre quién recogió más víctimas y sobre el difícil papel de los gobernadores civiles y las policías.
Es recurrente que, para criticar fácilmente un trabajo de historia, se apele a la necesidad de la perspectiva comparada. Nuestro crítico, curiosamente, no lo hace para contarnos los buenos análisis de la violencia política en la Alemania o la Italia de entreguerras en los que la propiedad y la desigualdad apenas explican una parte pequeña de la violencia entre fascistas, nazis, socialistas y comunistas. La violencia jugó un papel fundamental en muchos procesos de construcción democrática. Eso es algo que Fuego cruzado contribuye a entender. Sólo porque hemos publicado antes varios trabajos de historia comparada es posible haber insertado este otro en esa complejidad.
Da pereza, pero hay que repetir que esto no va de saber si Calvo Sotelo tenía o no razón. A diferencia de nuestro crítico, creemos que la ecuanimidad (que no equidistancia) es un deber de todo historiador. Habrá quien se burle del “ensueño” de “la imparcialidad”, pero eso suele ocultar una frustración notable: los datos recopilados en nuestra investigación no encajan con el relato moral en el que descansa cierto memorialismo, antaño cultivado por la extrema izquierda historiográfica y hoy relativamente de moda en otros lares. Qué le vamos a hacer.
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Un estudio tan exhaustivo de la política y la violencia en aquella primavera no merecía un título tan simple: “¿Calvo Sotelo tenía razón?”. Es recurrente esta táctica capciosa, insinuando que esto va de justificar o no el golpismo, de estar a favor o en contra de la República. Es decir, siempre con la Guerra Civil como una losa que nos aprisiona. Sin embargo, cualquiera puede darse cuenta del problema de fondo: el shock que produce en una mente atrapada en el antifascismo comprobar que, como se deduce de los datos analizados en el libro, Calvo Sotelo se quedó corto en su recuento de actos violentos de la primavera. Es decir, no tenía razón en términos cuantitativos. Pero da pereza repetirlo: que tuviera o no razón con los datos no nos dice nada de “sus razones” ni del dilema de la seguridad y la libertad en aquella primavera. Eso es lo relevante.
Nuestro crítico se refiere a un episodio de Aranda de Duero de mayo de 1936. Afirma que nos basamos “exclusivamente en la carta privada de un amigo” de Calvo Sotelo. De nuevo, se insinúa más que se afirma. Pero el fondo es una mentira. El relato del suceso está apoyado en periódicos de distinto signo y el testimonio de Alfredo Muñiz, un republicano de izquierdas. Todos coinciden en lo esencial. Entre los periódicos, sobresale El Liberal de Bilbao, diario socialista. La carta del seguidor de Calvo Sotelo es un testimonio más, que, desde su sesgo, explicitado en el libro, nos cuenta el fuerte componente de clase que tuvo aquel episodio. Sorprende que un crítico que se jacta de ser marxista no haya captado esa dimensión.
Se dice que nos movemos en una “burbuja donde se ha congelado el tiempo”. Cualquiera de nuestros lectores hará una mueca, entre la risa contenida y el enfado, cuando lo haya leído. Es tan denso el estudio que hemos hecho de la primavera de 1936 que lo que no falta es, precisamente, tiempo en movimiento. Así lo hacemos al contextualizar la Falange, los socialistas, la legislación judicial, la política de orden público, la legislación policial, etc. Hay que repetirlo: historiar la primavera de 1936 no consiste en desplegar un compromiso moral para embellecer ni ennegrecer la República. Si la primavera fue violenta y la política de orden público de la izquierda republicana naufragó, mejor entenderlo que buscar excusas en los hechos previos.
El factor estructural siempre ha sido un recurso entre los que no querían entender la política republicana de otra forma que no fuera un combate moral entre desposeídos y propietarios. A estas alturas, el progreso historiográfico ha dejado eso para los nostálgicos de la lucha de clases. No obstante, nuestros lectores habrán tenido otra sorpresa: ellos saben que el libro está plagado de conflicto social y que el análisis político engloba, hasta donde es viable por el tamaño del volumen, la perspectiva económica. Ahora bien, ya hemos crecido lo suficiente para entender la violencia. La política es algo más serio y complejo que un simple recuento en el bolsillo.
Nuestra base de datos presta atención a todas las violencias, de lo cual resultan más de 2.100 víctimas en apenas cinco meses. Es un indicador objetivo de que la política pública de la izquierda republicana, al menos hasta mediados de mayo de 1936, no funcionaba. Explicamos con detalle en el libro sus contradicciones y su evolución. Eso es algo que permite contextualizar mejor la gran cantidad de información que proporcionamos sobre quién fue más proactivo en la violencia, sobre quién recogió más víctimas y sobre el difícil papel de los gobernadores civiles y las policías.
Es recurrente que, para criticar fácilmente un trabajo de historia, se apele a la necesidad de la perspectiva comparada. Nuestro crítico, curiosamente, no lo hace para contarnos los buenos análisis de la violencia política en la Alemania o la Italia de entreguerras en los que la propiedad y la desigualdad apenas explican una parte pequeña de la violencia entre fascistas, nazis, socialistas y comunistas. La violencia jugó un papel fundamental en muchos procesos de construcción democrática. Eso es algo que Fuego cruzado contribuye a entender. Sólo porque hemos publicado antes varios trabajos de historia comparada es posible haber insertado este otro en esa complejidad.
Da pereza, pero hay que repetir que esto no va de saber si Calvo Sotelo tenía o no razón. A diferencia de nuestro crítico, creemos que la ecuanimidad (que no equidistancia) es un deber de todo historiador. Habrá quien se burle del “ensueño” de “la imparcialidad”, pero eso suele ocultar una frustración notable: los datos recopilados en nuestra investigación no encajan con el relato moral en el que descansa cierto memorialismo, antaño cultivado por la extrema izquierda historiográfica y hoy relativamente de moda en otros lares. Qué le vamos a hacer.
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¿Esto va de Calvo Sotelo?
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