Voy en el tren mirando alrededor y pensando quién, de los otros viajeros, podría ser un fascista. El chico justo enfrente lleva una camiseta de Godard y se acaba de abrir un sándwich envuelto en cartón. La muchacha sentada a mi lado ojea sus redes sociales y da like a fotos aleatorias. A lo lejos, un anciano trajeado cabecea hasta dormirse. Está entre nosotros, suspiro, sin saber muy bien cómo colocar las etiquetas, pero acordándome de esos conocidos, de amigas de la familia que votarían sin pestañear una opción violentísima para con otras personas, incluso arriesgando el propio bienestar inmediato. Me pregunto hacia dónde vamos ahora y si puedo permitirme el lujo de observar, de medir el precipicio.
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Estados Unidos, en el punto de no retorno
La pregunta es en qué momento se dislocó la brújula del sentido común y echó a andar la máquina de la muerte
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