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Año 1974. Salvador Dalí es al mismo tiempo la imagen de la decadencia y de la modernidad. Se mueve en una paradoja por la que lo mismo circula un anciano caprichoso con actitud de millonario excéntrico, que aquel revolucionario del arte al que aún le quedan unas gotas de creatividad al margen de cualquier convencionalismo, capaz de remover las tripas de ciertos círculos.
En este sinsentido, tan propio del pintor catalán, tanto de su arte como de su existencia, quiere moverse Esperando a Dalí, comedia dramática alrededor del artista y de su mundo, pero sin su protagonismo. Es decir, a la manera de la reciente Air, de Ben Affleck, en la que Michael Jordan vigilaba en espíritu y movía las acciones y las pasiones de todos los personajes, pero al que solo se le veía de espaldas o fuera de campo. Aquí es igual: o se le ve de lejos, o de espaldas, en los apenas tres o cuatro momentos en los que la película requiere su presencia. Mientras, solo se le espera en el restaurante de Cadaqués donde se desarrolla la mayor parte del relato. Amenazando, como aquel Godot de otro arte absurdo, el del teatro de Samuel Beckett, con no aparecer nunca.
La idea de David Pujol, director y guionista, es buena. Porque además se suma el especial momento de España, también sumida en un tiempo en el que no se sabía si íbamos a ir o íbamos a volver; si avanzábamos hacia la muerte del dictador y un cierto progreso o seguíamos atrapados en el túnel del tiempo. Y todo ello, en un pueblo al que acudía la modernidad del mundo, colorista, exhibicionista y audaz, en busca del aura de provocación de un artista genial, y en un paraje para soñar con una existencia alucinógena. El plan, repetimos, es bueno. Y todo lo anterior está en la película. El desarrollo, en cambio, no lo es.
El envoltorio es muy digno. Eso sí, al interior, lo que ocurre en cada secuencia, al retrato de los personajes, y a lo que se dice en aquellas, los diálogos, les falta brillo, talento, empuje. La actitud impredecible del pintor se supone que es también la de la propia película, pero esta, más que libre y desprejuiciada, se convierte en un relato desvaído que solo reluce en los últimos minutos, cuando esas aspiraciones de divertido caos se concretan en unos cuantos planos en los que, por fin, la decadencia y la modernidad quedan fundidas.
Pujol, que ya había dirigido en el año 2009 una serie sobre Ferran Adrià (elBulli, historia de un sueño), ha querido aunar ambas personalidades, la del cocinero y la del pintor, en una coproducción entre España y Francia que fuera al mismo tiempo una comedia estrambótica y una película de cocina (al chef, que no dueño, lo interpreta el actor Iván Massagué, más que aceptable concursante de MasterChef, completando el círculo con sus buenas maneras). Sin embargo, no acaba de lograrlo. ¿Qué hubiese ocurrido si Dalí hubiera ido a cenar al Bulli? Ese es el lema evidente. Pero su atractivo languidece.
José García, un par de escalones gestuales por encima de los demás, nunca extrae la gracia que debería tener su personaje. Tampoco el contraste entre la Guardia Civil del final de la dictadura y el licencioso lugar de hippismo que era Cadaqués entonces. Esperando a Dalí nunca molesta, pero hay una excesiva desigualdad entre la calidad de lo pergeñado en cuanto a concepto y argumento, y lo concretado finalmente en cada secuencia y con cada diálogo.
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En este sinsentido, tan propio del pintor catalán, tanto de su arte como de su existencia, quiere moverse Esperando a Dalí, comedia dramática alrededor del artista y de su mundo, pero sin su protagonismo. Es decir, a la manera de la reciente Air, de Ben Affleck, en la que Michael Jordan vigilaba en espíritu y movía las acciones y las pasiones de todos los personajes, pero al que solo se le veía de espaldas o fuera de campo. Aquí es igual: o se le ve de lejos, o de espaldas, en los apenas tres o cuatro momentos en los que la película requiere su presencia. Mientras, solo se le espera en el restaurante de Cadaqués donde se desarrolla la mayor parte del relato. Amenazando, como aquel Godot de otro arte absurdo, el del teatro de Samuel Beckett, con no aparecer nunca.
La idea de David Pujol, director y guionista, es buena. Porque además se suma el especial momento de España, también sumida en un tiempo en el que no se sabía si íbamos a ir o íbamos a volver; si avanzábamos hacia la muerte del dictador y un cierto progreso o seguíamos atrapados en el túnel del tiempo. Y todo ello, en un pueblo al que acudía la modernidad del mundo, colorista, exhibicionista y audaz, en busca del aura de provocación de un artista genial, y en un paraje para soñar con una existencia alucinógena. El plan, repetimos, es bueno. Y todo lo anterior está en la película. El desarrollo, en cambio, no lo es.
El envoltorio es muy digno. Eso sí, al interior, lo que ocurre en cada secuencia, al retrato de los personajes, y a lo que se dice en aquellas, los diálogos, les falta brillo, talento, empuje. La actitud impredecible del pintor se supone que es también la de la propia película, pero esta, más que libre y desprejuiciada, se convierte en un relato desvaído que solo reluce en los últimos minutos, cuando esas aspiraciones de divertido caos se concretan en unos cuantos planos en los que, por fin, la decadencia y la modernidad quedan fundidas.
Pujol, que ya había dirigido en el año 2009 una serie sobre Ferran Adrià (elBulli, historia de un sueño), ha querido aunar ambas personalidades, la del cocinero y la del pintor, en una coproducción entre España y Francia que fuera al mismo tiempo una comedia estrambótica y una película de cocina (al chef, que no dueño, lo interpreta el actor Iván Massagué, más que aceptable concursante de MasterChef, completando el círculo con sus buenas maneras). Sin embargo, no acaba de lograrlo. ¿Qué hubiese ocurrido si Dalí hubiera ido a cenar al Bulli? Ese es el lema evidente. Pero su atractivo languidece.
José García, un par de escalones gestuales por encima de los demás, nunca extrae la gracia que debería tener su personaje. Tampoco el contraste entre la Guardia Civil del final de la dictadura y el licencioso lugar de hippismo que era Cadaqués entonces. Esperando a Dalí nunca molesta, pero hay una excesiva desigualdad entre la calidad de lo pergeñado en cuanto a concepto y argumento, y lo concretado finalmente en cada secuencia y con cada diálogo.
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‘Esperando a Dalí’: El Bulli da de cenar al pintor del surrealismo
El envoltorio es muy digno. Eso sí, al interior, lo que ocurre en cada secuencia, al retrato de los personajes, y a lo que se dice en aquellas, los diálogos, les falta brillo, talento
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