kling.friedrich
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Es un día de agosto. Una mujer amasa pan. Hace más de 30 años que esa mujer no hace pan y el olor remueve sus recuerdos. En el jardín, las rosas están en su segunda floración. Esa mujer, la escritora Edna O’Brien, ha estado en una clínica de Londres en la que le han hecho unas pruebas de audición. La chica que la ha atendido le ha dicho: “Está usted estupenda, pero el oído lo tiene como un piano roto”. Y le ha dado un papel con el día en el que debe recoger sus audífonos, que apenas utilizará.
Un piano roto, eso ha dicho la chica. Cuando el pan ya está hecho, O’Brien, que tiene 78 años, se sienta y decide hacer lo que se juró que nunca haría: escribir sus memorias. Edna O’Brien murió el pasado julio y releo ahora ese libro, que tituló Chica de campo. Y me parece como si la escritora, al perder oído para los demás, hubiera empezado a escucharse más a sí misma.
El sociólogo y escritor colombiano Alfredo de la Cruz Molano aseguró que “escuchar es casi escribir”. Lo dijo en la conferencia que dio tras haber sido nombrado doctor honoris causa por la Universidad Nacional de su país. La cita abre el ensayo ¿Cómo va a ser la montaña un dios?, de Eduardo Romero, que teje conexiones entre las minas de carbón colombianas y las asturianas. Creo, al igual que Eduardo Romero, que hay una “literatura de la escucha”. Se orienta en dos direcciones: la escucha de uno mismo y la escucha de los demás. El primer caso nutre los libros de narrativa personal, según el término que utiliza Vivian Gornick en La situación y la historia. El segundo, la escucha de los demás, alimenta el periodismo literario o narrativo, que también llamamos crónica si seguimos a los referentes latinoamericanos, como Martín Caparrós y Leila Guerriero. Tanto la narrativa personal como la crónica están en un buen momento.
Dieciocho escritores, un crítico literario y una dibujante de cómic vamos a pasar cuatro días en el único hotel de la hermosa y solitaria playa de la Franca, en el oriente asturiano. Llueve como si el mundo quisiera borrarse a sí mismo. El mar gris e iracundo. Eucaliptos y pinos estremecidos de frío sobre los acantilados. Es el escenario perfecto para una novela de Agatha Christie, pero no habrá ningún crimen en estos Encuentros en Verines que el pasado mes de septiembre cumplieron 40 años.
Estos encuentros tan singulares, que se celebran sin público, con ponencias y debates durante la mañana y la tarde, son un ejercicio de escucha. Uno de los autores, el dramaturgo Antonio Álamo, habló de “la inquietud de escucharme a mí mismo” y de “la alegría de escuchar a los otros”. Ya fuera de planificación y de horario, nuestras conversaciones continúan por la noche, tras la cena. Una vez retirados los pocos clientes del hotel, algunas parejas y un grupo de pajareros británicos llegados en ferri hasta Santander desde Portsmouth, los más noctívagos nos juntábamos en un pequeño salón con chimenea de piedra.
Cuarenta años dan para mucho. Los Encuentros de Verines, coordinados en sus inicios por Víctor García de la Concha, han llegado hasta hoy de la mano del escritor y profesor Luis García Jambrina. Y ahora son más diversos que antes, se escuchan más voces distintas. Sobre todo las nuestras, las de las escritoras. Desde 2017 hay tantos autores como autoras. Antes podía haber seis escritoras, cuatro, una o ninguna. La diversidad de lenguas se mantiene, con autores de todas las oficiales del país y también del asturiano —este año, Berta Piñán y Xaime Martínez—, que recuerdan que sigue viva la reivindicación de la llingua asturiana.
Tercer escenario en este texto: una peña flamenca. Es pronto y no hay nadie. Las sillas de enea, alrededor de las mesas, mantienen una espera nerviosa. El escenario está blanco y vacío como la palma de una mano. O no tan vacío: dos falsas ventanas con reja, platos de cerámica colgados, una rueda de carro y un retrato de la cantaora Antonia Gilabert Vargas, cuyo sobrenombre, La Perla de Cádiz, bautiza a la peña. Un hombre me lleva hasta mi mesa. Canoso, unos 70 años. Lo sigo mientras leo el lema de la parte de atrás de su camiseta. Dice: “Saber escuchar es un arte”. Llegan la cantaora y el cantaor, el del cajón y el palmero, y parte del público todavía está cenando. Se apagan las luces, se oye un rasgueo de guitarra, algunos comienzan a chistar. Silencio. Empieza el arte, hay que saber escuchar.
Noemí Sabugal es periodista y escritora. Ha publicado, entre otros títulos, los libros Hijos del carbón (Alfaguara, 2020) y Laberinto mar (Alfaguara, 2024).
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Un piano roto, eso ha dicho la chica. Cuando el pan ya está hecho, O’Brien, que tiene 78 años, se sienta y decide hacer lo que se juró que nunca haría: escribir sus memorias. Edna O’Brien murió el pasado julio y releo ahora ese libro, que tituló Chica de campo. Y me parece como si la escritora, al perder oído para los demás, hubiera empezado a escucharse más a sí misma.
El sociólogo y escritor colombiano Alfredo de la Cruz Molano aseguró que “escuchar es casi escribir”. Lo dijo en la conferencia que dio tras haber sido nombrado doctor honoris causa por la Universidad Nacional de su país. La cita abre el ensayo ¿Cómo va a ser la montaña un dios?, de Eduardo Romero, que teje conexiones entre las minas de carbón colombianas y las asturianas. Creo, al igual que Eduardo Romero, que hay una “literatura de la escucha”. Se orienta en dos direcciones: la escucha de uno mismo y la escucha de los demás. El primer caso nutre los libros de narrativa personal, según el término que utiliza Vivian Gornick en La situación y la historia. El segundo, la escucha de los demás, alimenta el periodismo literario o narrativo, que también llamamos crónica si seguimos a los referentes latinoamericanos, como Martín Caparrós y Leila Guerriero. Tanto la narrativa personal como la crónica están en un buen momento.
Dieciocho escritores, un crítico literario y una dibujante de cómic vamos a pasar cuatro días en el único hotel de la hermosa y solitaria playa de la Franca, en el oriente asturiano. Llueve como si el mundo quisiera borrarse a sí mismo. El mar gris e iracundo. Eucaliptos y pinos estremecidos de frío sobre los acantilados. Es el escenario perfecto para una novela de Agatha Christie, pero no habrá ningún crimen en estos Encuentros en Verines que el pasado mes de septiembre cumplieron 40 años.
Estos encuentros tan singulares, que se celebran sin público, con ponencias y debates durante la mañana y la tarde, son un ejercicio de escucha. Uno de los autores, el dramaturgo Antonio Álamo, habló de “la inquietud de escucharme a mí mismo” y de “la alegría de escuchar a los otros”. Ya fuera de planificación y de horario, nuestras conversaciones continúan por la noche, tras la cena. Una vez retirados los pocos clientes del hotel, algunas parejas y un grupo de pajareros británicos llegados en ferri hasta Santander desde Portsmouth, los más noctívagos nos juntábamos en un pequeño salón con chimenea de piedra.
Cuarenta años dan para mucho. Los Encuentros de Verines, coordinados en sus inicios por Víctor García de la Concha, han llegado hasta hoy de la mano del escritor y profesor Luis García Jambrina. Y ahora son más diversos que antes, se escuchan más voces distintas. Sobre todo las nuestras, las de las escritoras. Desde 2017 hay tantos autores como autoras. Antes podía haber seis escritoras, cuatro, una o ninguna. La diversidad de lenguas se mantiene, con autores de todas las oficiales del país y también del asturiano —este año, Berta Piñán y Xaime Martínez—, que recuerdan que sigue viva la reivindicación de la llingua asturiana.
Tercer escenario en este texto: una peña flamenca. Es pronto y no hay nadie. Las sillas de enea, alrededor de las mesas, mantienen una espera nerviosa. El escenario está blanco y vacío como la palma de una mano. O no tan vacío: dos falsas ventanas con reja, platos de cerámica colgados, una rueda de carro y un retrato de la cantaora Antonia Gilabert Vargas, cuyo sobrenombre, La Perla de Cádiz, bautiza a la peña. Un hombre me lleva hasta mi mesa. Canoso, unos 70 años. Lo sigo mientras leo el lema de la parte de atrás de su camiseta. Dice: “Saber escuchar es un arte”. Llegan la cantaora y el cantaor, el del cajón y el palmero, y parte del público todavía está cenando. Se apagan las luces, se oye un rasgueo de guitarra, algunos comienzan a chistar. Silencio. Empieza el arte, hay que saber escuchar.
Noemí Sabugal es periodista y escritora. Ha publicado, entre otros títulos, los libros Hijos del carbón (Alfaguara, 2020) y Laberinto mar (Alfaguara, 2024).
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Escuchar es un arte
Creo que hay una literatura de la escucha: a uno mismo y a los demás. Se corresponde con la narrativa personal y la crónica
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