Es domingo y se toca rumba cubana en Central Park

daisha66

New member
Registrado
27 Sep 2024
Mensajes
45
Es domingo en Nueva York y Willian Hart está particularmente molesto. Llegó a Central Park, atravesó Strawberry Fields y no paró hasta sentarse en un banco frente al lago, muy cerca del Bow Bridge. Sacó su canasta con rones y cervezas y se dispuso a vender. “Ella, esa que ves ahí, está jugando con mi dinero, me está quitando lo que a mí me pertenece”, dice, mientras apunta a una señora que vende tamales, arroz congrí, ensalada de tomates, ropa vieja y cervezas.

De ahí viene su molestia. De las cervezas. Los domingos hay ciertas reglas no escritas, reglas que no saben los fotógrafos de paso, ni los entusiastas, ni los bailadores de turno, pero que sí conocen los cubanos, boricuas y dominicanos que llevan años haciendo sonar los tambores profanos de la rumba dominical de Central Park. Si Willian Hart vende cervezas, nadie más puede hacerlo a su alrededor.

Hart llegó en 1980 de Cuba a Estados Unidos, de La Habana a Nueva York, de Jesús María al Bronx, a bordo del barco Virginia. Desde el puerto del Mariel, a 40 kilómetros de la capital, Fidel Castro, en un acto propio de soberbia política, dejó que 125.000 cubanos, a los que luego llamó “escorias”, salieran del país y llegaran a Cayo Hueso. Hart es un “marielito”, como muchos de los rumberos de Central Park, o como Martha Castro, la señora de 65 años que mueve con fuerza el abanico, como mismo la cintura, y que espera con furia el verano neoyorquino para asistir a la rumba

Willian Hart en el Parque Central.

La rumba de Central Park, que suena desde hace más de sesenta años según las estimaciones de algunos, no tiene una fecha exacta para arrancar, ni una para que se acabe. Su inicio lo marca el calor de los meses de verano, y su final las bajas temperaturas del invierno. Este domingo de julio la rumba, esa fiesta que comienza sobre las cuatro de la tarde, no empieza en hora. Los músicos no acaban de aparecer.

El parque, aun así, comienza a poblarse de gente. Hart les ofrece cerveza, mientras que Wanda Santos, la boricua que conoció hace cinco años en ese mismo sitio, cobra el dinero que luego guarda en un pequeño bolso. Solo aceptan cash, si preguntas por la posibilidad de una transferencia, la respuesta será que “solo cash, sólo dinero”. Hart y Santos son pareja desde que él llegara un día triste a la rumba y ella lo agarrara del brazo y le pidiera caminar un rato. Hart creció rodeado de rumba, en el patio de la casa del barrio de Jesús María, al que no podrá volver probablemente nunca más.

—¿Nunca más?

Esacly. Cometí muchos errores con la justicia. Cuando uno viene de un país donde no te dan acceso a nada, y llegas a otro donde ves las puertas abiertas, te vuelves loco, te pierdes, y cuando reaccionas ya es tarde.

Son poco más de las cinco de la tarde y Bonifacio Pascual, o Boni, está listo para dialogar. Dialogar es cantar en el lenguaje rumbero. La rumba es un diálogo permanente del tambor con la clave, de la clave con el tres dos, del tres dos con la guagua, de la guagua con el cantante, del cantante con el coro, y así en todas las combinaciones posibles. Es el ritmo y el baile heredado de los ancestros africanos, que cuajó en el siglo XIX en Cuba y que desde entonces ha sido la expresión más negra del barrio cubano, y ya fuera de la isla, un lugar de encuentro para el exilio. En 2016, la Unesco declaró a la rumba cubana Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

La gente baila y canta rumba en una acera del Parque Central.

La rumba ha cambiado, como ha cambiado la ciudad de Nueva York, como han cambiado sus inmigrantes. Hoy es distinta a la de los años sesenta, que se hacía en su mayoría por músicos boricuas en la fuente Bethesda. Los “marielitos”, y luego los llamados “balseros”, emigrantes cubanos que cruzaron el Estrecho de la Florida en el año 1994, trajeron consigo las versiones más actualizadas del guaguancó, la columbia o el yambú desde los barrios de La Habana o Matanzas, y los rumberos de Nueva York se sumaron a tocar los ritmos más nuevos de la isla. Pero por mucho que haya cambiado, la esencia de la rumba es la misma.

“La rumba es lo vivido. Es la última expresión de la humanidad, y algún día será demostrado”, dice Boni, que ha llegado al parque completamente vestido de blanco. Cuando tenía 20 años, Boni salió desde el puerto del Mariel en el barco Rosemary. Recuerda el día en que llegó a Estados Unidos, y lo magnificente, lo extraordinario, lo asombroso que le pareció un supermercado. “Vi cómo la gente compraba cosas y se me explotó la mente”, cuenta. “Yo dije, pero si en Cuba para comerse un pan hay que hacer una cola, y mira esta gente aquí como llenan esos carros. No podía ser posible”.

En un pueblo de Pinar del Río, al occidente de la isla, vio cómo su padre fabricaba tambores y luego les sacaba el ritmo. Nunca más ha vuelto a Cuba, pero siempre vuelve a Central Park. “Es como regresar a mi país, esto es como una rumba sabrosa en un solar”, dice. Cuando los demás músicos están listos, Boni da la orden con su voz ronca: “Pero dónde andaba Hilda, cuéntame tu vida”, entona. Le siguen los tambores, le siguen las claves. Estalla la rumba.

Percusionistas tocan y cantan rumba en el Parque Central.
Músicos descansan en bancos, comen y beben, entre canciones.
Romeo Cuba, músico y habitual de la Rumba del Parque Central.
Banderas puertorriqueñas cuelgan de un poste de luz.
La gente descansa, bebe y charla entre canciones.
Un músico de rumba toca entre la multitud.
Neoyorquinos y los turistas se sientan en el césped para disfrutar de la música.
Músicos de rumba tocan y bailan mientras los turistas y otros lugareños de Nueva York pasan por el Parque Central.

Hoy también está cantando El Chino, un venezolano, babalawo y de 72 años, que canta como si fuera siempre la última rumba. Está Lisa Maya Knauer, una profesora titular de la Universidad de Massachusetts, de 67 años, que se contorsiona. Alza su vestido, muestra las piernas, da un giro. Este mes hace 30 años que frecuenta la rumba cubana. “Un día estaba sola en la ciudad, había muerto un amigo, estaba triste, y dije: ¿dónde puedo ir ahora a encontrarme un poquito de sentido comunitario?”. Lisa viene desde entonces, y baila sin respiro.

Está también Alfredito, “Pescao”, que hacía varios domingos no llegaba al encuentro, pero que hoy no para de cantar. Está “Matanzas”, un rumbero que suena duro el cajón quinto. Está Leonardo Whitman, que llegó en los ochenta en el barco Maria Victoria, y que no tiene dudas de que “para ser rumbero, tienes que tener el corazón africano adentro”. Lleva su guayabera blanca, un pantalón de lino y zapatos de dos tonos. Está completamente convencido, con ese impulso patriótico y musical, de que los ritmos no suenan igual si los tocan los dominicanos o los boricuas, que cuando los tocan los cubanos. Hay varias jóvenes que mueven los hombros mientras no mueven los pies, y mueven los pies cuando deslizan las caderas. Hay varias familias haciendo pícnic, algunos botes y amantes cruzan el Bow Bridge, y de fondo, el cuadro donde se alzan las dos torres barrocas del edificio San Remo, como una estampa sagrada de la ciudad.

Está también Rafael Corn, un músico francés de Broadway, que un día pensó que era rumbero, pero que en realidad no lo era. “Yo vi esto y pensé, bueno, conga, yo estudié conga, he tomado clases, puedo tocar”, dice. Corn había estudiado percusión a las afueras de París. Hace ya muchos años, viviendo en Nueva York, sintió la rumba en Central Park y quiso tocar. Trajo sus tambores, estaba listo, pero no le permitieron integrar el grupo sagrado de los rumberos del parque. “Pensé que, si eran mis tambores, tenían que dejarme tocar, pero tampoco me dejaban”.

La gente baila y canta rumba.

Corn se fue casi llorando. Tenía 18 años. Luego fue a Cuba, y supo que la rumba era otra cosa. “Es todo un ambiente”, dice. Siempre que puede, Corn se llega los domingos a Central Park. Es uno de ellos y sabe, está convencido, de que no hace falta ser cubano para dejar el alma en un toque de tambor. “Hay cubanos que son malísimos tocando”, asegura.

Va cayendo la tarde en Central Park. El calor no da tregua, el sudor empaña varios rostros. La señora de los tamales grita que le quedan dos. Una chica pide, por favor, que le regalen un cigarro. La avalancha de personas que giraba alrededor de los tambores se despide, se dispersa, desaparece con la noche. Alguien comienza a cantar “Rosa, qué linda eres”, y un coro mermado repite: “Rosa, qué linda eres tú”.

Seguir leyendo

 

Miembros conectados

No hay miembros conectados.
Atrás
Arriba