Kaylin_Cormier
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Cada tarde, cuando estoy a punto de desfallecer, consumido ya por el empacho de pantallita y actualidad, perdido en mi propia vida, desbloqueando el móvil sin saber por qué –será la nada un caos, un feed, un viral perpetuo–, levanto la vista y la veo ahí, en un tríptico en movimiento, ella a la izquierda pero con toda la gravedad compositiva del conjunto, escuchando con la intensidad de una confesión, mirando a cámara como se mira al infinito, y de pronto, en una epifanía poscatódica, casi crística, entiendo otra vez las cosas: es ella quien las ordena, quien vuelve a poner a este tiempo desquiciado en su sitio, justo entre el sofá y la televisión, sobre la mesa de centro, ahí, no lo importante sino lo deseado, lo ansiado por la humanidad que puede dormir la siesta, un grupo demoscópico imprevisible y por tanto interesante. ' Y ahora Sonsoles ' nos da eso que el algoritmo nos hurta, la posibilidad de la sorpresa, del relámpago, válida incluso con el volumen a cero, pues sus titulares son telegramas enviados desde un mundo que creíamos perdido y solo estaba lejos de Instagram: «Mi hija no me deja entrar en mi propia casa y me tira por las escaleras» (luego le devolvió las llaves en directo al grito de «que se quede con los cuatro ladrillos»); «Mi casera me espía con cámaras ocultas»; «El dentista que ha estafado 220.000 euros me ha dejado sin dientes»; «A nuestros hijos les dan comida podrida en el colegio»; «Nunca he querido realmente a mi padre, nunca me ha apoyado» (esto es de Leticia Sabater, en la primera entrevista tras la muerte de su progenitor); «Exclusiva: un hombre lobo en 'Y ahora Sonsoles'»; «Javier: 'necesito que mis hijos me perdonen'»; «Era rica y acabo debiendo 3 millones por mi marido»; «Busco a Mari Carmen, mi amiga de la infancia». Llevo días pensando en esa amiga perdida, dónde estará, qué pasó con aquella niña de nombre inocente que hoy será una abuela, con o sin nietos, tal vez una de esas abuelas que ven el programa diariamente para comentarlo el domingo en El Trébol de Goya, igual que mi abuela veía 'El diario de Patricia' aunque al final ya solo lo hiciera de oído, como intuyendo el drama de algún Manolo dispuesto a hincar rodilla en el plató, ante su amiga en lugar de su novia, y en ese recuerdo, en fin, se acaba la epifanía: el tiempo no pasa tan deprisa.
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