Enzo Vogrincic, estrella de ‘La sociedad de la nieve’: “Encontré un lugar donde mentir tranquilo, la actuación”

remington77

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En Montevideo, a las cuatro de la tarde de un domingo de invierno, hay una persona que está viviendo uno de esos momentos que narrará a sus amigos, parientes y conocidos a lo largo de muchos años adosándole siempre adjetivos como “increíble” o “inolvidable”. Es una chica joven, brasileña, que llegó desde São Paulo a pasar unos días en Uruguay. Usa una chaqueta de cuero demasiado liviana para el frío de esta ciudad y permanece de pie, un poco nerviosa, en la sala de un pequeño departamento ante el hombre que hace media hora le envió un mensaje invitándola a pasar por allí. Hay que imaginar a la chica recibiendo ese mensaje del hombre inalcanzable, del actor al que descubrió haciendo el rol de Numa Turcatti en la película La sociedad de la nieve, dirigida por Juan Antonio Bayona y estrenada en cines en 2023, que relata la historia de quienes sobrevivieron al accidente del vuelo de la Fuerza Aérea Uruguaya que se estrelló en la cordillera de los Andes en 1972, hombres que permanecieron 72 días en la montaña hasta ser rescatados. Hay que imaginar a la chica recibiendo el mensaje —”Si querés podés venir ahora a mi casa, estoy haciendo una entrevista pero tengo un ratito”—, buscando la dirección, plantándose ante el edificio antiguo de pocos pisos en la Ciudad Vieja, tocando timbre y viendo que el mismo Enzo Vogrincic, el hombre con quien ella y sus amigas fantasean y sueñan, le abre la puerta. La chica está ahí, hablando en portugués y en inglés, contando que entre todas hicieron un libro con cartas y poemas para él, escuchando cómo él dice: “¿Querés venir conmigo al sol?”. “El sol” es un balcón en el contrafrente de este departamento alquilado desde el que se ven la rambla y el Río de la Plata (“Yo podría comprarme un departamento pero no necesito más. Acá me despierto, abro los ojos y veo el agüita”). Allí hay una bicicleta (la misma que tiene desde hace cinco años, recubierta con cinta negra), plantas, la maqueta de un escenario de teatro que él mismo construyó. Se sientan en un muro bajo, ella pregunta con pudor si puede avisar a sus amigas que está allí, increíblemente con él, increíblemente en su casa. “Claro, por supuesto”, dice Vogrincic. Pocos segundos después hay 16 chicas en una videollamada expresando su admiración, su cariño, gritando “no lo puedo creer”.

Enzo Vogrincic es la persona más requerida y famosa de un país en el que el star system es casi inexistente excepto por algún jugador de fútbol. “En Uruguay no existe el famoso —dice su amigo Felipe Ipar, actor y director—. Acá te encontrás a Jaime Ross o al Negro Rada, y nadie les va pedir una foto, como sí pasa con Enzo”. Cuando regresan a la sala —además de esa sala, separada de la cocina por una barra, sólo hay un baño y un dormitorio—, la chica le entrega un libro, la novela Tan poca vida, de Hanya Yanagihara, asegurando que cuando ella y sus amigas vieron la portada no tuvieron dudas de que era el regalo perfecto: “La foto de la tapa nos recuerda una foto tuya que es nuestra favorita”, dice, y le muestra la imagen a la que se refiere. Él agradece, coloca el libro sobre la barra y baja con ella para despedirla.

En enero de 2024, Enzo Vogrincic subió un autorretrato a Instagram: la mitad del rostro en sombras, la otra mitad bañada por luz ambarina, un cuello vigoroso. Tuvo 1.100.000 “me gusta”. Fue la primera foto que subió después del estreno de la película de Bayona en Netflix. La portada del libro de Yanagihara muestra a un hombre en un gesto de aparente dolor pero, en realidad, capta el momento exacto de la eyaculación. Enzo Vogrincic regresa al departamento y se quita los zapatos. Aunque haga frío, siempre va descalzo.

— ¿Sabías que esa foto es de un hombre en el momento del orgasmo?

— ¿En serio? Ella no debe saber. Se hubiera muerto de vergüenza —dice—. Era muy simpática.

— Todavía no debe poder creer que estuvo en tu casa.

— Supongo que no. Pero por suerte toda esa locura va bajando.

— ¿No te da temor que desaparezca?

— No, al contrario. Espero que desaparezca.

***​


El jueves previo al encuentro dominical con la admiradora brasileña, Vogrincic pide retrasar la entrevista porque estuvo rodando un teaser que dirige su amigo Federico Martínez, con quien fueron compañeros en la EMAD (Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático), y terminaron de madrugada. Después de mediodía, al abrir la puerta, tiene el aspecto de alguien que estaba acomodando la casa y acaba de ser sorprendido en la tarea: pantalones negros, un abrigo tejido oscuro y amplio, naturalmente despeinado. Vive solo —se separó de la actriz Sofía Lara, con quien convivió tres años, al regreso del rodaje de La sociedad de la nieve—, y no tiene ayuda doméstica: hace la limpieza, ordena, cocina. Prepara café, se quita los zapatos, se sienta en una banqueta frente a la computadora que está sobre la barra. En Uruguay, donde no se practica la caza del famoso, Vogrincic parece haber despertado un gen adormecido. Aunque pasaron meses desde el estreno de la película que arrasó con 12 de los 13 premios Goya a los que aspiraba y recibió dos nominaciones a los Oscar, una de ellas a Mejor película extranjera, la gente, al reconocerlo, se le abalanza y le pide fotos como si todo hubiera sucedido ayer. Él se detiene y sonríe con una amabilidad quizás demasiado intensa, entrenada, un poco trabajosa (“Todo eso activa una antena que te gasta energía, y ahora que va bajando siento ese cambio de volumen que me permite recuperar tranquilidad. No me molesta que me digan cosas, pero con tanta repetición empieza a carecer de sentido, a perder el valor”). Lo de Uruguay resulta de baja intensidad si se lo compara con lo que sucedió cuando estuvo en España en las primeras semanas del verano europeo —muchachas que chillaban y lo seguían donde fuera—, o en Buenos Aires, donde dio en junio una entrevista pública durante la Comic-Con, un espacio que concentra diversas expresiones de la cultura pop, pero resultó imposible escuchar lo que decía por el aullido incesante de miles que gritaban “¡Te amo!”, algo extraño para quien protagonizó una película dramática en la que su personaje aparece desnutrido, quemado por el sol y la nieve, con la ropa hecha jirones y que, al igual que en la vida real, muere.

Fuma desde hace un año cigarrillos armados, en parte producto de la ansiedad que le produjo el lanzamiento de la película y en parte porque el personaje que interpretará en el film de un director uruguayo consume unos sesenta cigarrillos diarios “y si no lo tenés incorporado, el gesto del cigarro no te sale”.

Había hecho muchas obras de teatro en su país —El gato de Schrödinger, El lugar de las luciérnagas, Cuando pases sobre mi tumba, y protagonizado una película, 9 , en 2021, pero La sociedad de la nieve lo cambió todo. En enero de 2024, cuando se estrenó en Netflix, él estaba acampando con amigos en un parque nacional. El día del estreno, Federico Martínez, que estaba allí, abrió la plataforma en el celular, conectó un parlante y le dio play a la película. Apenas Vogrincic escuchó su propia voz que con un fraseo seco decía “La respuesta está en la montaña”, se acercó y le dijo tajante: “Sacá eso”. Cuando volvió a Montevideo, su vida ya era otra. Si su cuenta de Instagram tenía una cantidad razonable de seguidores, al regreso superaban el millón (actualmente, 2,2 millones). Ahora, su rostro está asociado a la marca de lujo Loewe, viaja a menudo a Europa para estar presente en desfiles de moda (“Me pagan para viajar en business, comer rico, dormir en hoteles hermosos y sentarme a ver un desfile, que pensé que duraban una hora y duran 15 minutos”), rechazó varios proyectos para hacer cine y series, y ofertas de entidades bancarias, bebidas y perfumes que querían tener su imagen. Por el momento, planea actuar en dos películas de directores uruguayos y en una obra de teatro que se verá en 2025 en el Solís, la sala más importante del país. Hacer cine y teatro en su ciudad mientras su rostro y su nombre ruedan por buena parte de occidente no es producto de una táctica.

— No busco algo con la actuación. Hay algo de nobleza en la profesión, una entrega a algo que es absurdo y es solamente un regalo para otro. No tiene un propósito en sí. Yo no tengo objetivos, nunca los tuve. Mi objetivo es actuar. No va en relación a la magnitud del proyecto.

Si la magnitud fuera algo a tener en cuenta, posiblemente nunca se le hubieran ocurrido dos proyectos que planea llevar adelante: una obra para una sola pareja de espectadores que transcurrirá en este departamento, y una suerte de performance titulada El último teatro.

— Quiero llevar la maqueta del teatro por ferias y plazas. El espectador se tendría que poner unos auriculares que compré y que reproducen la forma en que escucha el oído humano, asomarse a la maqueta, y...

Desde hace meses escribe un libro en el que mezcla recuerdos con reflexiones acerca del rodaje de ‘La sociedad de la nieve’. Aquí Vogrincic lleva camisa de algodón, pantalón en piel napa y botas biker Campo en piel, todo de Loewe, marca de la que es imagen.

No gasta dinero en ropa, no tiene auto, no quiere una casa propia. Sólo invierte en tecnología: micrófonos, auriculares, un teclado MIDI, computadora, teléfono.

— ¿Usaste el Chat GPT? Yo pago una membresía para usarlo en todo su esplendor. Le digo “Generame una conclusión para este texto”. A veces no me sirve, pero dispara algo. O estoy lavando los platos y le pido que me hable de un personaje que tengo que hacer.

Ahora, por ejemplo, le pregunta cómo podría actuar el padecimiento interior de un personaje que interpretará. El chat responde: “Podrías considerar algunos gestos y tics que reflejen su complejidad emocional y su estado de ansiedad. Uno, miradas nerviosas. Dos...”. Se ríe del consejo, demasiado tosco, pero insiste en que a veces ayuda.

— Todo lo que te pasa te ayuda en la actuación. Yo muchas de las cosas de mi infancia las recuerdo y las uso. Porque además las tengo escritas.

Desde hace meses escribe un libro en el que mezcla recuerdos con reflexiones acerca de la actuación e historias del rodaje de La sociedad de la nieve. Para concentrarse en la escritura, viajó con Felipe Ipar a Bariloche, Patagonia argentina. Una tormenta de nieve descomunal dejó a la ciudad sin luz e incomunicada. Estaban en una casa enorme en las afueras, sin energía eléctrica, sin calefacción, sin ducha, sin cocina. El almacén más cercano quedaba a 40 minutos de caminata. “Esto es como La sociedad de la nieve, pero de manera burguesa”, le dijo Felipe mientras temblaban de frío en el piso alto donde se conservaba algo de calor.

— Pero lo pasamos bien. De niño yo tenía una sensación de miedo y respeto por mis papás. No quería generar un problema. Cuando tenía dolores de panza, no iba al cuarto de mis padres. Pasaba toda la noche tratando de sacarme el dolor. Me imaginaba seres adentro mío que trabajaban curando una herida. Los mandaba hacia el lugar donde dolía, les decía “Trabajen ahí”. A veces funcionaba. Y cuando no funcionaba iba hasta la puerta del cuarto de mis padres y esperaba. Mi objetivo era que me encontraran de casualidad. Empezaba a prender luces, abría una canilla para ver si se despertaban. Todas esas cosas ya son actuación. Yo no voy directo a lo que quiero sino que invento una situación para que lo que quiero suceda. La mentira está. El saber ocultar.

Vivió hasta los 24 años —tiene 31— en la casa en la que sus padres —Silvia y Guillermo— aún viven, en un barrio llamado Gruta de Lourdes. Tiene dos hermanos mayores, Aníbal y Viviana, y uno menor, Ángel, de 16.

— Mirá, te muestro la casa de mis padres. El barrio es picante. Yo escuchaba tiros a la noche, es un barrio complicado, han quemado taxistas y taxis enteros

En la pantalla de la computadora aparece una casa modesta. En esa vivienda faltaban muchas cosas y no sobraba nada. Su padre había sido futbolista profesional del Wanderers Fútbol Club, y su madre trabajó siempre haciendo limpieza de colegios y de iglesias.

— El sueño del fútbol empieza a desaparecer y mi papá a trabajar de lo que puede. Como armador en un diario, como bedel. Mis papás se dedicaron toda su vida a cosas que no querían. Yo nunca entendí eso. Entiendo la necesidad, pero cómo no le das ni un espacio a las cosas que te gustan. Mi mamá hasta el día de hoy es limpiadora. Un día le pregunté si le gustaba limpiar. Me dijo “¿Cómo me va a gustar? Es un trabajo”. Le dije “¿Pero no hay algo que te guste?”. “No”. Unos días después me dice “Me gustaba la carpintería”. Pero mujer, ¿qué te pasa? ¿Por qué no se dedicó a la carpintería?

— A veces las circunstancias complican.

— Sí. Pero más allá de los hijos, está uno mismo con uno mismo. Cuando yo les decía a mis viejos “Voy a ser actor”, me preguntaban “¿Cuál es el plan B?”. Yo decía “No hay plan B ¿Qué es lo peor que me puede pasar?¿Vivir en la calle? Lo acepto, está bien. No hay plan B”.

Enzo Vogrincic, fotografiado en Madrid durante una parada de un viaje a Europa. Lleva jersey en 'jacquard' de cachemir, pantalón de chándal en tejido técnico y zapatillas con cordones en ante, todo de Loewe.

Papá Noel no llegaba en Navidad “porque nos decían que no teníamos chimenea”. Para Reyes había algún regalo modesto pero, cuando sus amigos mostraban los suyos, él inventaba obsequios enormes, por ejemplo una piscina. El hábito de la mentira se forjó quién sabe cómo, pero había muchas. Su abuela le había regalado un reloj y él lo perdió el día en que empezó a usarlo.

— No avisé que lo había perdido. Estuve atento a la hora durante toda una semana, por si alguien me preguntaba “¿Qué hora es?”. Estaba atento: las doce y siete, las dos y quince. Otra vez me regalaron anteojos de sol y les rompí la patilla, entonces me los ponía pero mostraba siempre el perfil que tenía la patilla, para que no se dieran cuenta. Cuando descubrían las mentiras era una mezcla de miedo y alivio porque ya no tenía que cargar con eso.

— ¿Te castigaban?

— No. Gritaban un poco pero el peso estaba más en mí. Yo era el responsable. El que tenía que cuidar era yo. La culpa era mía. Era una vida de sacrificio. Yo tenía la sensación de no pertenecer, como si fuera un invitado a esa familia. Sentía que para mí la plata nunca iba a ser un problema. Yo voy a visitarlos, más por ellos que por mí. Les gusta verme, pero me hacen una pregunta y no escuchan la respuesta. Pero mi papá colecciona todas las entrevistas que me hacen, me las muestra cuando voy de visita. Le digo “Sí, ya la vi”. Supongo que encontró una forma de conocerme, pero cuando llego yo no lo desarrolla en vivo, no se interesa.

Hay una palabra que repiten todos para referirse a él: reservado. “En la escuela se destacaba mucho, era buen compañero, pero no era tan abierto —dice Felipe Ipar—. Era muy reservado. A veces me daba cuenta que se había quedado sin plata. Íbamos a comer y le decía “Dale, te pago la hamburguesa”, y él no quería, decía que si se había gastado la plata tenía que hacerse cargo. Su visión sobre las cosas es muy particular. Una vez me dijo: “No esperes nada de mí. Yo no espero nada de vos y ahí nos vamos a encontrar. A mi manera, voy a estar para vos”. Sólo ahora, y porque su hijo lo mencionó en algunas entrevistas, Guillermo Vogrincic supo que a Enzo nunca le gustó jugar al fútbol aunque él lo obligó a hacerlo desde los 5 y hasta los 12 años.

— Me llevaba a jugar al fútbol. Yo odié eso toda la vida. No lo dije para no romper esa ilusión de mi padre, para que no se enojara. Era una tortura. Mi viejo era un tipo que se paraba en el borde de la cancha a putearme si jugaba mal. Me gritaba cagón, insultaba.

“Él es muy reservado —dice su padre—. Yo lo llevaba a fútbol y pensé que era feliz, pero ahora me enteré que no le gustaba. Era tan reservado que obedecía e iba. Nunca pensé que sufría tanto. Yo le digo que ahora tiene que aprovechar, que a veces el tren pasa una sola vez, pero él la tiene clara. Me dijo “Papá, fue la bomba de esta película, esto no va a pasar más”. Si mañana no tiene plata no creo que se vaya a hacer problema. No es como esa gente que nació con dinero y que cuando se funde se suicida. Él sabe bien lo que quiere y no le interesa vivir con opulencia”.

— Yo era un gran simulador. De hecho, a los siete, ocho años, entrenaba para ser espía. Como nadie podía saber que yo quería ser espía, cuando mis papás me encontraban armando dispositivos de entrenamiento, les mentía, inventaba que era un juego de otra cosa.

El “dispositivo de entrenamiento” podía ser una telaraña de cintas de casete desplegadas en el patio que él debía sortear, o armas invisibles para diversos fines. No puede establecer el inicio de la vocación artística pero recuerda que a los siete años fue con sus compañeros de colegio a ver una obra de teatro y, mientras los demás hablaban y se reían, él estaba magnetizado “porque ahí estaba pasando algo importante”. Iba a un colegio pago, Cristo Divino Obrero, que sus padres pudieron sostener gracias a que una mujer italiana, benefactora, quiso ayudar a alguien en Uruguay y le tocó a él. Era un niño humilde viviendo en un barrio marginal sin un solo artista en la familia. No tenía por qué pensar en la actuación. Pero esos engaños en torno a gafas rotas o relojes perdidos podrían ser la precuela de una mentira mayor transformada en forma de vida.

— La experiencia de mentir se terminó cuando encontré un lugar donde mentir tranquilo, que era la actuación.

Además de 12 Premios Goya y la nominación al Oscar, 'La sociedad de la nieve' ganó seis Premios Platino, entre ellos a mejor interpretación masculina, un galardón que fue para Vogrincic. El actor lleva chaqueta en lana de sastrería a rayas de doble botonadura y pantalón vaquero en 'denim', de Loewe.

A partir de cuarto año del colegio secundario, decidió hacer los dos últimos en uno de orientación artística con un objetivo claro: entrar a la EMAD, la más prestigiosa escuela de teatro de Uruguay. Pensó que debía prepararse para las pruebas de ingreso y le escribió a un director muy conocido. Le dijo que vivía en la Gruta de Lourdes, que para sus padres era difícil pagar un curso de actuación pero que, como le interesaba tomar clases con él, quería saber si había alguna beca o forma de pago que le permitiera asistir. El director respondió: “Esto no es un semillero”. No es alguien que se amedrente ante la dificultad. Como ejemplo, podría revisarse la forma en que a los 17 se inventó un trabajo. Estaba interesado en la animación 3D. Como no tenía computadora, ahorraba unos pesos, iba al cyber de la cuadra y buscaba información. Le resultó sencillo. Se presentó al casting de una publicidad por la que le pagaron mil dólares. Con ese dinero compró una computadora. El siguiente paso fue convencer a sus padres para que conectaran un servicio de internet.

— Empecé a hacer renders para arquitectos y para estudiantes de arquitectura. Les cobraba en dólares. Les hablaba como si fuera una empresa: “Sí, nosotros podemos hacer eso”, y estaba en calzones en mi cuarto. Uy, ¿qué hora es?

— Las cuatro.

— Ya me tengo que ir al rodaje del teaser. Me pasan a buscar por un teatro. Si querés vamos caminando.

Ya en la calle, avanza con la parte superior del cuerpo adelantada, como si algo de él necesitara llegar antes, y camina rápido sin dejar de mirar a los lados.

— Aprendí a estar atento. Me doy cuenta si aquel se me va a acercar o si no se va a animar, si me va a decir algo o no.

Al llegar frente al teatro, después de tomarse fotos con varias personas que lo reconocen, pregunta: “¿Te despido?”. Aunque tiene el tono de una pregunta es una aseveración: te despido. Cruza la calle con grandes zancadas que son un manifiesto: sé exactamente dónde voy.

***​


La lluvia colabora a que el abatimiento que emanan las fachadas grises y los balcones descascarados de esta parte de la ciudad sea mayor. Son las doce del mediodía y él espera en la puerta de su casa bajo un pequeño alero, sin que le importe mojarse.

— Me encantan los días de lluvia. Mi día preferido es el domingo, en cualquier lugar del mundo, pero estos días son hermosos.

El pelo oscuro y con ondas dibuja un estilo ingenuo que contrasta con los rasgos rudos de la boca, los ojos, la mandíbula. A pesar de que su Instagram está repleto de autorretratos en los que se percibe una autoconciencia del atractivo, sólo se sintió cómodo con su aspecto desde los 21 años, cuando tuvo dinero para pagar brackets y arreglarse los dientes.

-Yo sonreía de costadito para que no se me vieran los dientes. Cuando me puse los brackets, mi vida cambió rotundamente. ¿Vamos a comer algo?

Junto a su edificio hay una carpa improvisada y, debajo, un hombre dormido.

-Está lleno de gente viviendo en la calle. Ese señor ya estaba cuando llegué a este departamento. No me voy ni loco de acá. Tengo a mis amigos a dos cuadras, salgo a correr por la rambla.

Aunque varias personas lo miran cuando entra al restaurante, nadie se acerca. Se sienta junto a la ventana, mira el menú casi distraído —viene a menudo, posiblemente lo conozca de memoria—, pide un tostón vegano (es vegano) y un cortado. Su método para correr consiste en desarrollar una velocidad altísima hasta llegar a un nirvana por extenuación. Durante el rodaje de La sociedad de la nieve tuvo que bajar veinte kilos y en los últimos días, para acelerar la pérdida de peso, comió sólo una lata de atún y una mandarina. El cuerpo es una herramienta a la que le exige todo. Su amigo Felipe cuenta que siempre fue hábil, que hizo parkour, que hacía recorridos largos parado de manos.

“Enzo es muy reservado”, dice su padre. “Yo lo llevaba a fútbol y pensé que era feliz, pero ahora me enteré de que no le gustaba. Era tan reservado que obedecía e iba”. El actor lleva chaqueta en franela de lana de doble botonadura, pantalón en franela de lana, camisa en algodón Oxford y corbata de seda, todo de Loewe.

— La idea original del parkour es mantener la línea recta. ¿Ves esa casa? Si fuera hacia aquel lado, tendría que trepar a la terraza y seguir recto, se presente lo que se presente.

— ¿Y podrías hacerlo?

Mira a través del ventanal. Piensa. Explica sin alarde, como un albañil que ha calculado cuántos ladrillos necesita para construir una pared:

— Me agarro de la segunda reja, de ahí al balcón, y engancho a la cornisa. Lo complicado sería la moldura, porque el cuerpo quedaría hacia atrás. Yo dominaba los movimientos del parkour, pero no me parecían prácticos para desplazarme, así que lo dejé. Pero trepar me fascina. Una vez en Punta Ballena vi una pared de piedra treinta metros y dije “Yo puedo trepar por acá”. Estuve bien al principio, pero después se empezó a inclinar y yo no tengo conocimientos para hacer eso. Tengo fuerza en las manos y en los pies, agarre, pero no mucho más. Me había puesto el calzado en el cuello, estaba descalzo. Cuando empezó el miedo real paré, pero me dije “No puedo bajar, sólo me queda subir”. Empecé a tratar de disminuir el miedo, a no mirar para abajo. Así llegué hasta arriba. Las emociones, si no las sentís, no las comprendés. El miedo es una cosa muy potente, y del otro lado del miedo empieza lo bueno, empieza la zona desconocida.

Siete años atrás, una amiga lo invito a nadar. Él llegó al sitio en bicicleta, ya agotado. La amiga le indicó que harían un triángulo de tres kilómetros, mar adentro.

— A los 300 metros estaba fulminado y me empecé a hundir. Yo decía “No puede ser, me voy a morir como un idiota”. Y tuve un pensamiento: “Mi madre me va a matar”. Me hundía, me hundía, y en un momento me aflojé. Sentí paz. Una sensación de placer. Me estaba ahogando, pero cuando toqué la arena me vino como una electricidad y se me ocurrió avanzar de espaldas. Así llegué a la orilla. Pero tuve ese ratito de placer rarísimo. No había problema en morir en ese momento. No tiene sentido ir en contra de la muerte. Cuando te estás ahogando, te entra el agua y la lucha es desesperante, pero la mente hace ¡poc! y la acepta. En mi caso, probablemente no la aceptó y salí nadando, pero en un momento pensé “No se siente mal”. Cuando estábamos haciendo la escena de la avalancha en la película, cuando los sobrevivientes quedan cubiertos por la nieve, estábamos libres del cuello para abajo, tapados por unos tablones, pero la nieve te empezaba a cubrir la cabeza y estabas ahí esperando la toma, respirando despacito a través de la nieve, con la piel quemándose por el frío, con mucha angustia por la situación, y yo pensaba todo el tiempo en esto del agua. Para eso sirven las cosas que te van pasando.

Atesora las experiencias como si fueran un combustible que no se fosiliza, que siempre puede servir para algo: los chicos del barrio que lo molieron a trompadas, el que le robó la mochila, la historia tenebrosa de una novia que empezó mintiéndole acerca de que tenía leucemia y terminó revelándole que era un ángel con una misión en la tierra, la muerte del perro.

— Un día apareció Nala. Se hizo nuestra perra de la casa. Queda embarazada. Tiene ocho perros. El día del parto, mis padres me llevan adentro. Yo veía los pies de mis viejos pasar. Cada perrito que iba naciendo lo iban llevando. No sé qué hacían, pero los iban sacando. Y el último se lo quedan. Y le ponen Último de nombre. Un día a Nala la envenenan. Y quedó Último. Mi mamá queda embarazada. Yo tenía 15. Nace mi hermano, hospital. Y un día, cuando vuelve, dice “¿Y Último?”. A los perros ellos los tenían atados en el patio. Vamos al fondo y estaba muerto. Mi madre era la que lo alimentaba, y había pasado toda la semana en el hospital. Se olvidaron del perro. Quedó muerto. Atado al árbol. Va mi padre, lo levanta por la cadena. Era un papel. Y me dice “Mirá, no pesa nada”.

Narra esos hechos —la muerte del perro, el fútbol por imposición— sin rastros de encono, en tono ascético, como si describiera algo de lo que le interesa dar cuenta para que se entiendan el contexto y los ingredientes que le dieron forma a lo que es, a lo que lo trajo hasta aquí. Para el momento en que se convocó el casting de La sociedad de la nieve, era un actor de teatro under que, para aportar a la escenografía, acarreaba los sillones de su casa en bicicleta hasta la sala donde actuaba (”Una vez me llamó para que lo ayudara a llevar un sillón al teatro —dice Felipe Ipar—. Pensé que lo íbamos a llevar en camioneta, pero lo cargó en la bici y fuimos caminando, cuadras y cuadras arrastrando el sillón. Llegamos hechos pelota y me dijo: “No te preocupes, que algún día vamos a venir acá en la Ferrari”). Una de las directoras de casting de la película lo vio en una obra durante un festival de teatro en Buenos Aires y lo convocó. Tenía una semana para presentar un monólogo grabado en video. Ensayó, lo grabó veinte veces, y al enviarlo pensó que, si no quedaba en el camino, quizás lo eligieran para aparecer al menos un minuto.

— Pero fui pasando, pasando. Fueron siete meses, la primera parte toda por Zoom porque estábamos en pandemia. Después vino Bayona a Montevideo para seguir con las pruebas. A veces yo volvía a casa y me tiraba en un sillón, inerte. Estaba viviendo con Sofi y le decía “Perdí la oportunidad, que tarado, estuve mal”. Pero quedé y me fui a España. Nunca había estado en Europa. Era la segunda vez en mi vida que tomaba un avión. Estuvimos ensayando dos meses en Barcelona y después fuimos a la montaña, a Sierra Nevada, cuatro meses más.

Aunque conocía bien la historia de la tragedia de los Andes, el personaje de Numa —el último de los fallecidos, un hombre que se negó a comer la carne humana que los mantuvo con vida— le había pasado desapercibido. Cuando quedó seleccionado para encarnarlo pensó que sería un personaje más entre tantos otros, pero la historia de Numa resultó ser la principal, y su voz en off la que tracciona el relato.

— Para prepararme me encontré con la familia de Numa. Fui a la casa, recorrí los lugares a los que él iba. Escuché el reflejo que esa persona dejó en los otros, lo que quedó de él, que al final es una sensación porque lo que recuerdan esta mechado por lo emocional, lo que les pasó con él. Entonces no es él.

Durante el rodaje, canceló casi toda la comunicación con Montevideo. Cada tanto enviaba un mensaje a su pareja, a un amigo, a sus padres, pero quería estar concentrado en lo que tenía que hacer: subir a la montaña, rodar, casi no comer. “El hambre que estoy sintiendo hoy duele en el cuerpo —se lee en una parte del libro que escribe—. Por suerte todo lo que me pasa funciona para la escena, pero igual preferiría no sentirme así. Estoy yendo a filmar una parte de la quinta expedición, donde Numa vuelve al fuselaje solo y con la pierna lastimada. Exhausto, se detiene y mientras ve un cóndor que lo sobrevuela se desmaya, cayendo a la nieve rendido. El plano se mantiene en su rostro, que viendo hacia el infinito toma consciencia de lo que está sucediendo. Toma consciencia real de la muerte en él”.

— Bueno, eso es al menos lo que me invento yo. Es mi juego secreto mental.

Para 'La sociedad de la nieve' tuvo que bajar 20 kilos. Ahora lleva un año fumando para preparar un personaje próximo. En la imagen, lleva chaqueta en franela de lana, pantalón en lana y botas biker Campo en piel, todo de Loewe.

Ese mismo día vio, a lo lejos, la primera unidad de filmación. Rodaban la escena en que su cuerpo muerto es cargado por el grupo para hacer un entierro simbólico. “Me alucinaba estar viendo eso desde la distancia, como un fantasma —escribió—. Ver mi propio entierro. Porque el muñeco que están enterrando se parece a mí, y no a Numa. Son mis rasgos, la ropa es la que tengo puesta”.

— En la película estamos todos trabajando para lo mismo. Ya no importa lo que vos hagas. Es la película. Esa idea me ayuda. Puedo sufrir, pero sé por qué, entonces puedo tolerar la espera, puedo tolerar el hambre. Además, antes de ir ya sabíamos todo: nos hablaron de la baja de peso, del frío, de la nieve. No iba a haber simulación. No iba a ser en un set. Iba a ser en una montaña.

El rodaje duró 147 días, buena parte de ellos en condiciones extremas. Cuando terminó, pesaba 49 kilos y sintió que no era el fin de una filmación sino de una era.

— Me quedé unos días en Madrid. Depresión absoluta. Nada me motivaba. Nada tenía sentido. Volver a Montevideo me demolió. Yo me había movido muchísimo, y acá nada se había movido. Además durante el rodaje me enamoré de una persona que trabajaba en el equipo, una argentina. En el primer abrazo que le doy a Sofi, cuando nos reencontramos, descubre un brillito de la otra chica que se me había quedado pegado de la fiesta del fin del rodaje. El brillito aguantó tres duchas y doce horas de vuelo para que Sofi lo encontrara al primer abrazo. Conversamos. Le conté todo.

Aunque no siguieron como pareja, convivieron siete meses más en la misma casa en la que habían pasado tres años, hasta que él se fue.

— Cuando empezamos a vivir ahí, arrancamos el papel tapiz que estaba en las paredes y la pintamos. Todavía guardo un pedacito del papel tapiz, enmarcado.

Hacia fines de 2023, con el estreno de la película inminente y previendo que recibiría cierta atención de los medios, borró todo el contenido de su Facebook y le recomendó a Sofía hacer lo mismo, al menos con los posteos más personales. Después, le preguntó a Bayona si podía eximirlo de dar entrevistas. Prefería no aparecer “porque el actor debería ser invisible, no conocerse ni el nombre”. Bayona se rio con ironía y le dijo: “Mira, si todo sale como esperamos que salga, vas a haber días en los que vas a tener que responder 30 entrevistas”. Entonces decidió entrenarse. Leyó reportajes a otros actores, estudió posibilidades, le pidió a un amigo que lo entrevistara y ensayó respuestas. Además de los premios Goya y la nominación al Oscar, la película ganó seis premios Platino, entre ellos a mejor director, mejor película iberoamericana de ficción y mejor interpretación masculina, un galardón que fue para él. En todas esas galas, en todas las entrevistas que dio, se lo ve desenvuelto y cómodo, como si esa hubiera sido su vida desde siempre.

— Es entrenamiento. Yo entendí muy rápido que trabajar extra te potencia. Igual me agobia un poco todo eso. En la fiesta de los Goya había decenas de personas que se acercaban. Yo quería llegar a servirme una copa y no podía. “Disculpa, ¿me puedo sacar una foto contigo?”. En un momento sentí que me estaba enojando y dije “Por favor, necesito irme“. Estaba iracundo, al borde. Llego al hotel, tres de la mañana, había gente en las vallas, esperando. Me acerco y les digo: “¿Qué hacen a esta hora acá, por qué no se van a su casa?”. No lo entiendo. Los premios están pensados para generar más plata. El dinero no es un problema hoy para mí. No tengo una ambición con eso, nunca lo tengo en cuenta como factor determinante. Yo tengo una plata para poder elegir proyectos, estoy tranquilo, y cuando tengo que decidir si hago algo me pregunto por qué lo hago, qué me lleva a elegirlo o a rechazarlo. Y esas preguntas me encantan porque reducen mucho el campo de aceptación.

Enzo Vogrincic, durante el rodaje de 'La sociedad de la nieve'. Esos días canceló casi toda la comunicación con Montevideo. Quería estar concentrado: subir a la montaña, rodar, casi no comer.

En su casa pasaban días comiendo sólo fideos con manteca, y aunque le pedía a su madre que le comprara un yogur o un alfajor, incluso haciendo berrinches, no obtenía resultados porque no había dinero. Quizás porque aprendió las lecciones de la prescindencia prefiere mantenerlas frescas. En los hoteles de lujo en los que lo hospedan deja en la puerta de la habitación, durante toda la estadía, el cartel de “No molestar”.

— Me hace sentir incómodo la parte del servicio. Te dicen “Voy a ser su asistente, cualquier cosa que necesite me llama”. Y yo nunca necesito. Bueno, ¿vamos?



Apenas se levanta, muchas personas hacen lo mismo y forman dos filas hasta la puerta del restaurante. ¿Un beso, una foto para mi mujer? Ya en la calle dice:

— ¿Una foto para mi mujer? ¿Por qué no me pide una foto y listo, por qué me explica que es para la mujer?

***​


A lo largo de estos días ha pasado decenas de horas rodando escenas para el teaser junto a excompañeros de la EMAD. Una sola cámara, escenografía precaria, vestuario recogido un poco de aquí y otro poco de allá. Sabe que su presencia ayudará a conseguir financiación para el largometraje que su amigo quiere hacer. Cuando le pagaron mucho dinero por una campaña determinada, llamó a Felipe Ipar: “Me dijo ‘Amigo, ahora sí vamos a poder hacer teatro’. No me dijo ‘Ahora nos vamos a poder ir a Miami”.

— ¿Ves? Este es el pedacito de papel tapiz. Era horrible.

El cuadro es pequeño y contiene un trozo de empapelado antiguo.

— Toda la casa estaba cubierta por eso.

Es otro día como un vidrio helado, pero las ventanas del departamento están, como siempre, abiertas, igual que la puerta del dormitorio donde se ve una cama de dos plazas sin hacer.

— Me acosté tarde jugando en línea al Rocket League. Son autos que juegan al fútbol. Es muy competitivo. Juego desde hace cinco años y no lo controlo del todo.

En una mesa ubicada frente al sofá en el que se tumba a ver películas (usa proyector, no tiene televisión ) hay lápices de colores —dos cajas— y dibujos hechos por él en grandes hojas blancas. Sobre un mueble bajo, algunos libros.

— No leo mucho. Leo guiones, porque las novelas me aburren. Cuentan demasiados detalles y no me dejan espacio para la imaginación. Tampoco vi mucho cine. Es un problema, porque me hablan de un director y no lo conozco. No soy cinéfilo, soy ignorante. Me falta ver mucho. De teatro sé más. Colecciono todos los programas desde la primera obra que vi.

Va hasta el cuarto, regresa con una carpeta en la que guarda decenas de programas, la mayoría de Montevideo, alguno de Buenos Aires, uno de España, y pasa los folios transparentes dentro de los cuales los conserva como quien muestra un álbum de figuritas.

— No tengo ambición. Por suerte. Debe ser agotador estar esperando algo, queriendo una cosa que no está ahí. Además, seguro que esas cosas, cuando llegás a tenerlas, no deben tener el sabor que esperabas. Debe ser una desilusión. Encontrar otra película que reúna todas las condiciones de esta, con un gran director, un gran presupuesto, no es fácil. No te podés plantear que lo próximo va a ser así. Te enferma eso. ¿Podemos ir afuera? Hay sol.

Un día, durante el rodaje de La sociedad de la nieve, subió al teleférico que los llevaba desde la montaña hasta el hotel. Estaba solo pero antes de que se cerraran las puertas subió Bayona. En su libro se lee: “Por primera vez veo la cima de las montañas completamente nevadas. Ahí voy a estar cuatro meses reviviendo esta historia, engañando a todas estas personas que confían equivocadamente en mí. A esta altura, ya no me pueden echar, pienso (...) Me imagino teniendo una conversación con Bayona, con la producción, en la que me explican que la película finalmente irá por otro lado, que no me preocupe, que no es mi culpa”. La filmación recién había comenzado y él sentía que no lo estaba haciendo bien, que no daba con el personaje. A pesar de eso, se atrevió a preguntarle al director: “¿Cómo va la película, cómo la ves”. Y Bayona le respondió con una alusión terrible: le contó la historia de Terrence Malick que, después de filmar toda una película con un protagonista determinado, en el momento del montaje se dio cuenta de que la historia debía tener otro rumbo y el protagonista terminó por aparecer sólo cinco minutos. Enzo entendió lo que quería decirle.

— Y me desmoroné. Me quedé mirando por la ventana, mudo. No pude decir nada más.

El viaje terminó en silencio. Al llegar al hotel, entró a su cuarto, buscó el guion y lo leyó entero, de principio a fin. Después empezó a ensayar la escena que le tocaba hacer al día siguiente. Una vez, y otra, y otra más. Así durante horas, hasta que llegó la madrugada.

— Se hicieron las cuatro, las cinco de la mañana. Al otro día hice lo mismo. Al otro, lo mismo. No dormí durante una semana. Entré en una energía más baja, en otra frecuencia. Y funcionó. Cambió todo. Empecé a actuar muchísimo mejor.

Frunce el entrecejo para esquivar el humo del cigarro que se disuelve en el aire, gélido a pesar del sol.

— Yo siempre puedo. Eso es con lo que cargo. Y cuando no puedo, busco la manera de poder. Y si tampoco puedo, me enfrento a eso. No me voy a una cueva para esconderme a temblar.

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