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Hasta hace unos pocos años, Camila siempre notaba un cansancio exagerado tras dar un paseo o correr unos cuantos metros. “Y era extraño, no sabía por qué”, explica por teléfono esta joven de 18 años desde Sevilla, la ciudad en la que ahora reside. A su lado, su padre Marco Larriba, de 49 años, narra cómo durante meses removió cielo y tierra en busca de una explicación médica a la enfermedad de su hija. Nunca sospecharon del corazón: Camila era demasiado joven. Tras varios diagnósticos fallidos, los especialistas dictaminaron finalmente que sufría una miocardiopatía restrictiva, una patología muy infrecuente y grave: su corazón tenía un tamaño más grande de lo normal. Si seguía creciendo, pronto no le cabría en la caja torácica. La solución era el trasplante. “Como padre te trastoca la vida. No piensas que tu hija, teniendo 14 años, pueda tener un problema de este tipo”, confiesa Larriba. Camila, en cambio, explica que, al enterarse, sintió alivio: al fin sabía qué le ocurría y que “no estaba loca”. El trasplante fue un éxito: “A los cinco días estaba montando en bici. Ahora hago deporte, viajo… La mayoría de las cosas que hace la gente normal”, cuenta.
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