Emilio_Zboncak
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Hace cien años amaneció gris y lluvioso en Bruselas. El 29 de noviembre de 1924, Giacomo Puccini fallecía inesperadamente a las once y media de la mañana en la clínica privada del doctor Leroux, ubicada en la confluencia de la avenida de la Couronne con la plaza Raymond Blyckaerts (hoy convertida en un bloque de apartamentos que lo recuerda con una placa). Un ataque al corazón terminó con su vida a los 65 años y después de someterse a un tratamiento experimental de radioterapia contra el cáncer de garganta que padecía. Un suplemento de una revista relató entonces todos los detalles de su infausto viaje a la capital belga en compañía de su hijo Antonio, mientras trataba de concluir su ópera Turandot, e incluso se conserva una filmación de su multitudinario funeral, que congregó a unas ochenta mil personas.
Entre los adornos florales que acompañaron el féretro de Puccini, había algunos de personas anónimas que admiraban sus óperas. Por ejemplo, en un ramo de violetas podía leerse “Un souvenir de Musetta” y otro con dos rosas atadas rudimentariamente indicaba “Pobre Mimí”, en alusión a los dos personajes femeninos de La bohème. Pero destacó una corona de orquídeas enviada por el rey Víctor Manuel III y, especialmente, un inmenso ramo de crisantemos y lirios con el nombre del dictador fascista Benito Mussolini. Lo recuerda Alexandra Wilson, en su libro de 2007, El “problema” Puccini. Ópera, nacionalismo y modernidad, que Acantilado acaba de publicar para conmemorar el centenario de la muerte del compositor italiano.
¿Qué “problema” tiene Puccini? Hablamos de un valor seguro para cualquier teatro de ópera, que siempre ha gozado de una enorme aceptación por parte del público. Se trata, además, de un compositor cuyas arias se han convertido en iconos pop, como Nessun dorma de Turandot, desde Luciano Pavarotti y Los Tres Tenores hasta Got Talent y La Voz. Óperas como La bohème, Tosca y Madama Butterfly están presentes en películas como Hechizo de luna, Quantum of Solace y Atracción fatal, e incluso en el videojuego Hitman: Blood Money o en Los Simpson. Sin embargo, Puccini generó una creciente desconfianza en la prensa del joven estado italiano entre las décadas de 1890 y 1920.
Wilson convierte esa paradoja entre la aceptación del público y el rechazo de la crítica en un ameno relato de casi cuatrocientas páginas sobre el contexto cultural en que vivió y creó Puccini. Tanto el compositor como su música chocaron contra el nacionalismo italiano y el modernismo europeo, al tiempo que se convirtieron en “lienzos en blanco sobre los que proyectar cualquier ambición ideológica” (p. 291). Empezando por el fascismo italiano, que adoptó hábilmente a Puccini como icono tras su muerte. Lo hizo el propio Duce en un discurso en el que lo convirtió en su compositor favorito y dijo que había solicitado su adhesión al partido fascista pocos meses antes de su inesperada muerte. En realidad, Puccini había aceptado el ofrecimiento de un carné honorífico, aunque en una carta tras la Marcha sobre Roma leemos lo siguiente: “Sin duda, Dios ha enviado a Mussolini para salvar a Italia”.
El libro avanza en sentido cronológico y se abre con un capítulo dedicado a la construcción de Puccini como sucesor de Verdi. Fue una maniobra de su editor Ricordi, tras el éxito del estreno de Manon Lescaut (1893), pero en medio de la crisis cultural que siguió a la unificación italiana. De hecho, el joven compositor de Lucca no trataba temas políticos ni tampoco nacionalistas, aunque se le asoció con la imagen de “un italiano exuberante que además componía” (p. 59). Vemos a Puccini en la prensa como un hombre corriente y un genio moderno que disfrutaba de sus pasatiempos favoritos como los coches rápidos, los barcos lujosos o la caza. Se trata de una imagen que conecta la alta y la baja cultura, pero completamente diferente a la estrategia publicitaria polémica de futuristas como Filippo Tommaso Marinetti o del superuomo que cultivaba el poeta Gabriele D’Annunzio, ambos muy influenciados por Wagner.
Los dos siguientes capítulos tratan, precisamente, sobre su confrontación con la recepción de Wagner en Italia, que coincidió con los estrenos de La bohème (1896) y Tosca (1900). Los críticos italianos temían la “contaminación y polución” (p. 36) de la ópera alemana, pero también se le acusó, en La bohème, de componer “impresiones accidentales, superficiales y efímeras” (p. 81) en lugar de la cohesión orgánica del último Verdi. Tosca, por su parte, se asoció con la falta de sinceridad y la elección de un tema decadente y francés que combinaba sexo, violencia, política y mentiras. Y los críticos no dudaron en tildarla de “pseudomúsica” o de “montón de basura polvorienta” (p. 133). Por si fuera poco, la modernidad de Madama Butterfly (1904), donde Puccini conecta con el interés contemporáneo por el japonismo, el divisionismo pictórico y la obra literaria de Joris-Karl Huysmans, fue reducida a “mercancías baratas producidas en serie” y se escribió que Puccini “no era un artista, sino un artesano” (p. 162).
El mejor capítulo del libro se dedica a la politización de las preocupaciones estéticas, en el vitriólico opúsculo contra Puccini publicado en 1912 por Fausto Torrefranca. Un libro influido por las nacientes disciplinas de la psicología, la sociología, la criminología y la sexología, pero también conectado con un nacionalismo más beligerante que empezó a sustituir el viejo patriotismo del Risorgimento. Wilson revela que ese retrato de Puccini como compositor “decadente y afeminado” combina el discurso de la extrema derecha italiana sobre la raza con varios panfletos antifeministas y antisemitas publicados por entonces en Italia, como Sexo y carácter, de Otto Weininger, donde se presenta a la mujer como un obstáculo para que la humanidad alcanzase la perfección moral, intelectual y espiritual. Torrefranca asocia a Puccini con los atributos misóginos de infantilismo, fragilidad y enfermedad, y lo retrata como “una mujer de clase baja, una modistilla” (p. 197), en clara alusión al personaje de Mimì en La bohème.
Tampoco cambiaron las cosas los siguientes estrenos internacionales de Puccini. La fanciulla del West, que llegó a Italia en el año del giubileo que conmemoraba los cincuenta años de la fundación del reino en 1861, se asoció a “la progresiva desnacionalización del teatro lírico italiano” (p. 238). Y La rondine, estrenada en 1917, con su preponderancia por ritmos de vals vieneses, fue tachada de “anfibia” y “bastarda” (p. 262). Pero los elogios unánimes llegarían, en 1919, con Gianni Schicchi, la tercera parte de Il trittico, aclamada en Roma como “un triunfo nacional y un bienvenido retorno del mejor Puccini” (p. 269) y una muestra de que “Italia se había alzado sobre la sangre y el sacrificio de [la Primera Guerra Mundial] para redescubrir su soleada sonrisa” (p. 277). De hecho, la muerte del compositor promovió un cambio de mentalidad entre los críticos que comenzaron a reconocer “su éxito internacional y el hecho de que encarnara la italianidad y al mismo tiempo fuera capaz de hablar un lenguaje universal” (p. 287).
En 1926 se estrenó póstumamente Turandot, cuya primera función se interrumpió donde el compositor la había dejado inacabada. Este hecho se convirtió “en un servicio fúnebre revestido en esta ocasión de un especial sentido, ya que Puccini era un compositor nacional sin sucesor evidente” (p. 293). En todo caso, la interpretación modernista de esa ópera es otro de los logros de este libro, al relacionarla con la aparente decadencia de lo humano frente a la máquina, con el uso de marionetas y máscaras y con los fluidos límites entre realidad y ficción presentes en el teatro moderno de Luigi Pirandello. Sin embargo, el libro termina con un epílogo provocador en el que se explica por qué la popularidad y el sentimentalismo de Puccini han sido un obstáculo para reconocer su modernidad. Wilson concluye conectando su forma de componer, donde lo moderno se combina con lo popular y se utilizan efectivas técnicas de manipulación emocional, con la incipiente música de cine que tanto aprendió de las óperas de Puccini.
El libro incluye dos magníficos apéndices con periódicos y revistas publicados durante la época de Puccini, así como una guía de los autores que escribían para estas publicaciones. La edición en español de Acantilado se beneficia de la cuidada traducción de Juan Lucas que ha corregido algún error del original, como el nombre del compositor español Enric Morera (p. 240). Wilson ha seguido editando otras importantes monografías sobre el compositor italiano, como su monumental y colectiva Puccini in Context (Cambridge, 2023), y acaba de publicar, en el Telegraph, una revisión feminista de Puccini. Se trata de un ameno análisis de este donjuán que se describió como “un poderoso cazador de aves salvajes, libretos de ópera y mujeres atractivas”. Pero también de un compositor cuyas numerosas relaciones familiares, amistosas y sentimentales con mujeres le otorgaron un profundo conocimiento de la psique y el deseo femeninos que reflejó poderosamente en sus óperas.
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Entre los adornos florales que acompañaron el féretro de Puccini, había algunos de personas anónimas que admiraban sus óperas. Por ejemplo, en un ramo de violetas podía leerse “Un souvenir de Musetta” y otro con dos rosas atadas rudimentariamente indicaba “Pobre Mimí”, en alusión a los dos personajes femeninos de La bohème. Pero destacó una corona de orquídeas enviada por el rey Víctor Manuel III y, especialmente, un inmenso ramo de crisantemos y lirios con el nombre del dictador fascista Benito Mussolini. Lo recuerda Alexandra Wilson, en su libro de 2007, El “problema” Puccini. Ópera, nacionalismo y modernidad, que Acantilado acaba de publicar para conmemorar el centenario de la muerte del compositor italiano.
¿Qué “problema” tiene Puccini? Hablamos de un valor seguro para cualquier teatro de ópera, que siempre ha gozado de una enorme aceptación por parte del público. Se trata, además, de un compositor cuyas arias se han convertido en iconos pop, como Nessun dorma de Turandot, desde Luciano Pavarotti y Los Tres Tenores hasta Got Talent y La Voz. Óperas como La bohème, Tosca y Madama Butterfly están presentes en películas como Hechizo de luna, Quantum of Solace y Atracción fatal, e incluso en el videojuego Hitman: Blood Money o en Los Simpson. Sin embargo, Puccini generó una creciente desconfianza en la prensa del joven estado italiano entre las décadas de 1890 y 1920.
Wilson convierte esa paradoja entre la aceptación del público y el rechazo de la crítica en un ameno relato de casi cuatrocientas páginas sobre el contexto cultural en que vivió y creó Puccini. Tanto el compositor como su música chocaron contra el nacionalismo italiano y el modernismo europeo, al tiempo que se convirtieron en “lienzos en blanco sobre los que proyectar cualquier ambición ideológica” (p. 291). Empezando por el fascismo italiano, que adoptó hábilmente a Puccini como icono tras su muerte. Lo hizo el propio Duce en un discurso en el que lo convirtió en su compositor favorito y dijo que había solicitado su adhesión al partido fascista pocos meses antes de su inesperada muerte. En realidad, Puccini había aceptado el ofrecimiento de un carné honorífico, aunque en una carta tras la Marcha sobre Roma leemos lo siguiente: “Sin duda, Dios ha enviado a Mussolini para salvar a Italia”.
El libro avanza en sentido cronológico y se abre con un capítulo dedicado a la construcción de Puccini como sucesor de Verdi. Fue una maniobra de su editor Ricordi, tras el éxito del estreno de Manon Lescaut (1893), pero en medio de la crisis cultural que siguió a la unificación italiana. De hecho, el joven compositor de Lucca no trataba temas políticos ni tampoco nacionalistas, aunque se le asoció con la imagen de “un italiano exuberante que además componía” (p. 59). Vemos a Puccini en la prensa como un hombre corriente y un genio moderno que disfrutaba de sus pasatiempos favoritos como los coches rápidos, los barcos lujosos o la caza. Se trata de una imagen que conecta la alta y la baja cultura, pero completamente diferente a la estrategia publicitaria polémica de futuristas como Filippo Tommaso Marinetti o del superuomo que cultivaba el poeta Gabriele D’Annunzio, ambos muy influenciados por Wagner.
Los dos siguientes capítulos tratan, precisamente, sobre su confrontación con la recepción de Wagner en Italia, que coincidió con los estrenos de La bohème (1896) y Tosca (1900). Los críticos italianos temían la “contaminación y polución” (p. 36) de la ópera alemana, pero también se le acusó, en La bohème, de componer “impresiones accidentales, superficiales y efímeras” (p. 81) en lugar de la cohesión orgánica del último Verdi. Tosca, por su parte, se asoció con la falta de sinceridad y la elección de un tema decadente y francés que combinaba sexo, violencia, política y mentiras. Y los críticos no dudaron en tildarla de “pseudomúsica” o de “montón de basura polvorienta” (p. 133). Por si fuera poco, la modernidad de Madama Butterfly (1904), donde Puccini conecta con el interés contemporáneo por el japonismo, el divisionismo pictórico y la obra literaria de Joris-Karl Huysmans, fue reducida a “mercancías baratas producidas en serie” y se escribió que Puccini “no era un artista, sino un artesano” (p. 162).
El mejor capítulo del libro se dedica a la politización de las preocupaciones estéticas, en el vitriólico opúsculo contra Puccini publicado en 1912 por Fausto Torrefranca. Un libro influido por las nacientes disciplinas de la psicología, la sociología, la criminología y la sexología, pero también conectado con un nacionalismo más beligerante que empezó a sustituir el viejo patriotismo del Risorgimento. Wilson revela que ese retrato de Puccini como compositor “decadente y afeminado” combina el discurso de la extrema derecha italiana sobre la raza con varios panfletos antifeministas y antisemitas publicados por entonces en Italia, como Sexo y carácter, de Otto Weininger, donde se presenta a la mujer como un obstáculo para que la humanidad alcanzase la perfección moral, intelectual y espiritual. Torrefranca asocia a Puccini con los atributos misóginos de infantilismo, fragilidad y enfermedad, y lo retrata como “una mujer de clase baja, una modistilla” (p. 197), en clara alusión al personaje de Mimì en La bohème.
Tampoco cambiaron las cosas los siguientes estrenos internacionales de Puccini. La fanciulla del West, que llegó a Italia en el año del giubileo que conmemoraba los cincuenta años de la fundación del reino en 1861, se asoció a “la progresiva desnacionalización del teatro lírico italiano” (p. 238). Y La rondine, estrenada en 1917, con su preponderancia por ritmos de vals vieneses, fue tachada de “anfibia” y “bastarda” (p. 262). Pero los elogios unánimes llegarían, en 1919, con Gianni Schicchi, la tercera parte de Il trittico, aclamada en Roma como “un triunfo nacional y un bienvenido retorno del mejor Puccini” (p. 269) y una muestra de que “Italia se había alzado sobre la sangre y el sacrificio de [la Primera Guerra Mundial] para redescubrir su soleada sonrisa” (p. 277). De hecho, la muerte del compositor promovió un cambio de mentalidad entre los críticos que comenzaron a reconocer “su éxito internacional y el hecho de que encarnara la italianidad y al mismo tiempo fuera capaz de hablar un lenguaje universal” (p. 287).
En 1926 se estrenó póstumamente Turandot, cuya primera función se interrumpió donde el compositor la había dejado inacabada. Este hecho se convirtió “en un servicio fúnebre revestido en esta ocasión de un especial sentido, ya que Puccini era un compositor nacional sin sucesor evidente” (p. 293). En todo caso, la interpretación modernista de esa ópera es otro de los logros de este libro, al relacionarla con la aparente decadencia de lo humano frente a la máquina, con el uso de marionetas y máscaras y con los fluidos límites entre realidad y ficción presentes en el teatro moderno de Luigi Pirandello. Sin embargo, el libro termina con un epílogo provocador en el que se explica por qué la popularidad y el sentimentalismo de Puccini han sido un obstáculo para reconocer su modernidad. Wilson concluye conectando su forma de componer, donde lo moderno se combina con lo popular y se utilizan efectivas técnicas de manipulación emocional, con la incipiente música de cine que tanto aprendió de las óperas de Puccini.
El libro incluye dos magníficos apéndices con periódicos y revistas publicados durante la época de Puccini, así como una guía de los autores que escribían para estas publicaciones. La edición en español de Acantilado se beneficia de la cuidada traducción de Juan Lucas que ha corregido algún error del original, como el nombre del compositor español Enric Morera (p. 240). Wilson ha seguido editando otras importantes monografías sobre el compositor italiano, como su monumental y colectiva Puccini in Context (Cambridge, 2023), y acaba de publicar, en el Telegraph, una revisión feminista de Puccini. Se trata de un ameno análisis de este donjuán que se describió como “un poderoso cazador de aves salvajes, libretos de ópera y mujeres atractivas”. Pero también de un compositor cuyas numerosas relaciones familiares, amistosas y sentimentales con mujeres le otorgaron un profundo conocimiento de la psique y el deseo femeninos que reflejó poderosamente en sus óperas.
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