Dayne_Davis
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La golondrina aletea para proteger al nido donde crecen sus crías en el techo de la sala. El pájaro revolotea por la estancia y descansa en los barrotes que custodian la recreación de una de las salas de trabajo donde miles de judíos y represaliados por los nazis se hacinaban en el campo de concentración checo de Tezerin, parte del allí conocido como gueto de Theresienstadt. La localidad, a unos 40 minutos en coche de Praga y también accesible por autobús, evidencia el pasado de ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial, convirtiéndolo en uno de los campos de concentración más importantes del III Reich. Terezín servía como lugar de tránsito para miles de víctimas que, si sobrevivían a los castigos, las pésimas condiciones sanitarias, la desnutrición y los trabajos forzados, eran derivadas a puntos de exterminio como Mauthausen (Austria) o Auschwitz (Polonia). Se calcula que unas 150.000 personas llegaron a pasar por Terezín, muriendo allí unas 35.000, siendo miles también las destinadas a las cámaras de gas de otras instalaciones nazis. Desde mayo de 1947, es un memorial cuyo objetivo de preservar y mantener los lugares de sufrimiento tal y como eran durante el régimen nazi como un recordatorio permanente y una advertencia para las futuras generaciones.
La amplísima extensión del campo de concentración permite sospechar los horrores allí cometidos durante los años que estuvo operativo. Antes de su construcción era una fortaleza checoslovaca, pero tras anexionarse Alemania los Sudetes pasó a dominio germano, quienes en 1940 utilizaron el espacio como prisión antes de empezar a trasladar a miles de judíos a partir de 1942. La visita sobrecoge desde el primer instante, pues los altos muros y los fosos alrededor anticipan las dificultades de los internos para escapar. Un paseo conduce al portón de acceso y ofrece la visión de miles de lápidas, algunas anónimas y otras con nombre en función de si se logró identificar a la persona fallecida. Muchas de ellas se corresponden incluso con días posteriores a la rendición nazi, pues los responsables de Tezerin decidieron asesinar a muchos de los prisioneros que podrían ser liberados en cuanto los Aliados aparecieran en este enclave checo tras la caída de Adolf Hitler. Muchos otros internos murieron por las enfermedades o infecciones padecidas aquí, y su memoria también se evoca con esta representación.
La visita cuesta unos 10 euros — según si el visitante puede acogerse a distintos descuentos—, y con un poco de suerte permite acoplarse a los recorridos guiados en distintos idiomas (eso sí, no los hacen en castellano) que detallan en profundidad las características de Terezín durante algo más de una hora. En lo que llega la guía, hay tiempo para perderse por las salas, angostas cámaras donde decenas de personas se hacinaban bajo el mando de los soldados nazis. Edificios como la cantina, reconvertida en espacio de atención al forastero, presentan el nombre y la imagen de los gerentes del campo y explican sus tropelías: muchos de ellos bebían alcohol y cerveza sin tregua y, borrachos, atacaban a quienes trabajaban en las cocinas o el bar. Aún se conservan las tablas donde se indicaban los grandes volúmenes de bebidas consumidas cada noche por cada cargo. Rara vez se informa de casos de clemencia o de personajes amables o fuente de apoyo para los presos. Sí sobre el robo de las posesiones a las víctimas, palizas descomunales y excesos sin castigo. Incluso la piscina, construida forzosamente por los reclusos, acababa trayendo muertes y penas para ellos, mientras al lado los jefes nazis mandaban construir un lujoso edificio con finca para sus familias.
La crudeza del recorrido exige tragar saliva, tanto si se ha visitado antes un campo de concentración como si no. La primera vista es el clásico Arbeit macht Frei, ese “El trabajo os hará libres” utilizado como lema nazi para supuestamente justificar el trato sobre los judíos durante el Holocausto, la mayoría de los cuales nunca serían liberados más que para derivarlos a las cámaras donde acabarían gaseados. Tras ese paso, la comitiva transita por los espacios del campo de concentración, muchos de ellos respetados e ilustrativos de cómo malvivían los prisioneros: decenas de ellos se acumulaban en estancias donde cuesta imaginar que quepan más de tres o cuatro personas con estrecheces. Las camas, por decir algo, se establecían mediante una suerte de grandes literas de estructura de madera donde se apelotonaban unos pegados a los otros, con frío terrible en invierno y calores inaguantables en verano. Los colchones, apenas unas bolsas rellenas de paja o hierba, se desechaban porque se infestaban de chinches o pulgas, aún mayor castigo para la penosa salubridad de esos espacios, en los que las heces se acumulaban en el suelo y apenas había opciones para la higiene. Las duchas, también visitables, se frecuentaban escasamente y a los judíos se les conducía hasta allí para someter sus ropas a una especie de limpieza, con artefactos que no siempre funcionaban. Enfermar aquí significaba casi siempre fallecer.
La visita relata con crudeza los intentos de los presos de comunicarse con sus parejas, pues hombres y mujeres se ponían en contacto ocasionalmente a través de los servicios de lavandería o en los trabajos esclavistas que realizaban. También se transita por pasadizos utilizados para dominar los alrededores. La muerte se hacía constante y hubo que construir morgues en los alrededores para almacenar cadáveres. La comida, siempre escasa, se fue reduciendo con el paso de los meses, a medida que avanzaba la guerra y los nazis enviaban más camiones cargados con judíos a Tezerin. Solo hay alguna anécdota positiva: como cuando unos obreros aprovecharon un despiste de unos guardas, alcoholizados, para saltar por una escalera fuera de los muros e intentar desaparecer para siempre de esa tortura. Los judíos integraban la inmensa mayoría de los retenidos en Tezerin, donde también estuvo preso una figura individualmente histórica: Gavrilo Princip, asesino del archiduque Francisco Fernando, emperador del imperio Austrohúngaro en Sarajevo, y causa de la Primera Guerra Mundial en 1914.
La visita concluye dejando libertad al viajero para pasear y seguir observando lo que queda de este lugar de horror. Una estatua en el tramo final representa a siluetas famélicas, semidesnudas y abrazadas, algunas con túnicas, como representación de las penurias vividas. Entre las decenas de miles de personas condenadas a pasar, o morir, por Terezín, allí se recluyó a personalidades checoslovacas de la cultura y las artes, focos siempre perseguidos por los regímenes represores. Esta particularidad del campo de concentración se desarrolla en un museo visitable en el centro del antiguo gueto, en la cercana localidad, incluido en la entrada de Terezín (cuesta 310 coronas checas; unos 12 euros al cambio actual). El museo explica mediante paneles la evolución de los presos y también cómo fue evolucionando la administración por parte de los alemanes, incluyendo mes a mes un mayor volumen de represaliados. Entre la exposición destacan los dibujos de los niños del gueto, que presentaban con su mirada infantil los males que presenciaban en cada momento, a veces apartados de sus familiares. En otros casos eran los adultos quienes conseguían representar gráficamente la miseria donde convivían.
Un último paseo por la localidad traslada mentalmente a aquellos tiempos de guerra, Holocausto y muerte. Aún pueden contemplarse edificaciones características de aquella época y la arquitectura en manzanas. El silencio de la zona ayuda a entender los años de horror, también silenciado, en este gueto. Entre los recordatorios, el conocido como parque de los Niños, en homenaje a los miles de menores que tampoco sobrevivieron a Terezín.
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La amplísima extensión del campo de concentración permite sospechar los horrores allí cometidos durante los años que estuvo operativo. Antes de su construcción era una fortaleza checoslovaca, pero tras anexionarse Alemania los Sudetes pasó a dominio germano, quienes en 1940 utilizaron el espacio como prisión antes de empezar a trasladar a miles de judíos a partir de 1942. La visita sobrecoge desde el primer instante, pues los altos muros y los fosos alrededor anticipan las dificultades de los internos para escapar. Un paseo conduce al portón de acceso y ofrece la visión de miles de lápidas, algunas anónimas y otras con nombre en función de si se logró identificar a la persona fallecida. Muchas de ellas se corresponden incluso con días posteriores a la rendición nazi, pues los responsables de Tezerin decidieron asesinar a muchos de los prisioneros que podrían ser liberados en cuanto los Aliados aparecieran en este enclave checo tras la caída de Adolf Hitler. Muchos otros internos murieron por las enfermedades o infecciones padecidas aquí, y su memoria también se evoca con esta representación.
La visita cuesta unos 10 euros — según si el visitante puede acogerse a distintos descuentos—, y con un poco de suerte permite acoplarse a los recorridos guiados en distintos idiomas (eso sí, no los hacen en castellano) que detallan en profundidad las características de Terezín durante algo más de una hora. En lo que llega la guía, hay tiempo para perderse por las salas, angostas cámaras donde decenas de personas se hacinaban bajo el mando de los soldados nazis. Edificios como la cantina, reconvertida en espacio de atención al forastero, presentan el nombre y la imagen de los gerentes del campo y explican sus tropelías: muchos de ellos bebían alcohol y cerveza sin tregua y, borrachos, atacaban a quienes trabajaban en las cocinas o el bar. Aún se conservan las tablas donde se indicaban los grandes volúmenes de bebidas consumidas cada noche por cada cargo. Rara vez se informa de casos de clemencia o de personajes amables o fuente de apoyo para los presos. Sí sobre el robo de las posesiones a las víctimas, palizas descomunales y excesos sin castigo. Incluso la piscina, construida forzosamente por los reclusos, acababa trayendo muertes y penas para ellos, mientras al lado los jefes nazis mandaban construir un lujoso edificio con finca para sus familias.
La crudeza del recorrido exige tragar saliva, tanto si se ha visitado antes un campo de concentración como si no. La primera vista es el clásico Arbeit macht Frei, ese “El trabajo os hará libres” utilizado como lema nazi para supuestamente justificar el trato sobre los judíos durante el Holocausto, la mayoría de los cuales nunca serían liberados más que para derivarlos a las cámaras donde acabarían gaseados. Tras ese paso, la comitiva transita por los espacios del campo de concentración, muchos de ellos respetados e ilustrativos de cómo malvivían los prisioneros: decenas de ellos se acumulaban en estancias donde cuesta imaginar que quepan más de tres o cuatro personas con estrecheces. Las camas, por decir algo, se establecían mediante una suerte de grandes literas de estructura de madera donde se apelotonaban unos pegados a los otros, con frío terrible en invierno y calores inaguantables en verano. Los colchones, apenas unas bolsas rellenas de paja o hierba, se desechaban porque se infestaban de chinches o pulgas, aún mayor castigo para la penosa salubridad de esos espacios, en los que las heces se acumulaban en el suelo y apenas había opciones para la higiene. Las duchas, también visitables, se frecuentaban escasamente y a los judíos se les conducía hasta allí para someter sus ropas a una especie de limpieza, con artefactos que no siempre funcionaban. Enfermar aquí significaba casi siempre fallecer.
La visita relata con crudeza los intentos de los presos de comunicarse con sus parejas, pues hombres y mujeres se ponían en contacto ocasionalmente a través de los servicios de lavandería o en los trabajos esclavistas que realizaban. También se transita por pasadizos utilizados para dominar los alrededores. La muerte se hacía constante y hubo que construir morgues en los alrededores para almacenar cadáveres. La comida, siempre escasa, se fue reduciendo con el paso de los meses, a medida que avanzaba la guerra y los nazis enviaban más camiones cargados con judíos a Tezerin. Solo hay alguna anécdota positiva: como cuando unos obreros aprovecharon un despiste de unos guardas, alcoholizados, para saltar por una escalera fuera de los muros e intentar desaparecer para siempre de esa tortura. Los judíos integraban la inmensa mayoría de los retenidos en Tezerin, donde también estuvo preso una figura individualmente histórica: Gavrilo Princip, asesino del archiduque Francisco Fernando, emperador del imperio Austrohúngaro en Sarajevo, y causa de la Primera Guerra Mundial en 1914.
El campo de los artistas
La visita concluye dejando libertad al viajero para pasear y seguir observando lo que queda de este lugar de horror. Una estatua en el tramo final representa a siluetas famélicas, semidesnudas y abrazadas, algunas con túnicas, como representación de las penurias vividas. Entre las decenas de miles de personas condenadas a pasar, o morir, por Terezín, allí se recluyó a personalidades checoslovacas de la cultura y las artes, focos siempre perseguidos por los regímenes represores. Esta particularidad del campo de concentración se desarrolla en un museo visitable en el centro del antiguo gueto, en la cercana localidad, incluido en la entrada de Terezín (cuesta 310 coronas checas; unos 12 euros al cambio actual). El museo explica mediante paneles la evolución de los presos y también cómo fue evolucionando la administración por parte de los alemanes, incluyendo mes a mes un mayor volumen de represaliados. Entre la exposición destacan los dibujos de los niños del gueto, que presentaban con su mirada infantil los males que presenciaban en cada momento, a veces apartados de sus familiares. En otros casos eran los adultos quienes conseguían representar gráficamente la miseria donde convivían.
Un último paseo por la localidad traslada mentalmente a aquellos tiempos de guerra, Holocausto y muerte. Aún pueden contemplarse edificaciones características de aquella época y la arquitectura en manzanas. El silencio de la zona ayuda a entender los años de horror, también silenciado, en este gueto. Entre los recordatorios, el conocido como parque de los Niños, en homenaje a los miles de menores que tampoco sobrevivieron a Terezín.
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En el campo de concentración de Terezín: un viaje para no olvidar el pasado
A 40 minutos de Praga, en este gueto de la República Checa estuvieron presos y fueron asesinados miles de represaliados del nazismo. Hoy se puede recorrer en una estremecedora visita guiada
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