strosin.gregoria
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No es ninguna noticia que las políticas de respetabilidad (del inglés respectability politics) no están particularmente fascinadas por lo queer. Nunca fue bien aceptado, y no hace falta remitir a la mítica expulsión a gritos de Sylvia Rivera del Christopher Street Liberation Day Rally de 1973 en Nueva York. Parece que hay algo que, efectivamente, sigue molestando; lo queer sigue siendo el bicho raro que degenera, maleduca, influye de forma negativa, obscurece las pretensiones de reconocimiento de los activismos LGTBI más hegemónicos.
Después de décadas de tensiones, se entiende que la mención a la Q o el símbolo + de la LGTBIQ+ en leyes, documentos administrativos o protocolos sanitarios, es, más que una aceptación real de esos conceptos, una especie de falso compromiso o un añadido ornamental, por inercia. Por ello, tampoco es sorprendente que ahora parezca redundante. Si en otro momento histórico tenía más sentido que estuviera junto, ahora, visto tanto desde fuera como desde dentro a veces, es potencialmente desechable.
En el contexto de los últimos días, es grave que de un día para otro se promuevan enmiendas para anular toda una categoría, sobre todo por parte de un partido dominante, y casualmente gobernante, que pretende ser progresista, democrático y asegurador de derechos. Es igualmente grave que se excluya a mujeres trans del deporte de élite, desde una perspectiva tan unilateral (los hombres trans parecen no causar problemas semejantes) y falta de soporte científico. Las máscaras TERF se han vuelto a caer, y el juego sucio es ahora más evidente que nunca.
Sin embargo, el problema es que lo queer no es una categoría identitaria.
Que sí, que ha llegado a representar a las personas no binarias, o a usarse como eufemismo para personas de género o sexualidad fluidas, disidentes o no normativas… Pero en realidad, lo queer ni siquiera es una tercera opción, o una categoría similar a las demás. Lo queer es la negación de la idea misma de la identidad. Para lo queer, no hace falta respeto, porque no tendría a quién(es) aplicar. Corrientes más contemporáneas han señalado la importancia de integrar los materialismos con la teoría queer, en busca de sustanciación y de lecturas más situadas y menos abstractas. Por consiguiente, que por defecto se haya decidido incluir lo queer entre las demás siglas, no significa que esa inserción sea deseada o plenamente deliberada.
Lo + tampoco está exento de problemas. Los estudios de género y sexualidad han insistido durante décadas en que lo que no se nombra o no se define, no existe. Aquí nos encontramos ante una paradoja difícil de resolver: por un lado, es clave para el colectivo LGTBIQ+ crecer, expandirse hacia lugares antes desconocidos, mantener una perspectiva constructivista, híbrida y estratégica, puesto que es la única que permite una flexibilidad y una resolutividad necesarias para cargarse el sistema cisheteronormativo. Por otro, ambigüedades implicadas en el +, aparte de carecer de consensos sobre lo que conllevan, complican la tarea de reconocer nuestros límites como comunidad; entender quiénes formamos el endogrupo y quiénes no.
Y es interesante que solo miremos hacia la Q+ cuando se nos quita.
Estos días, después de la notificación de que el Partido Socialista ha tomado la decisión de eliminar la letra de sus textos legales, mucha gente tanto abiertamente activista como simplemente perteneciente al colectivo, ha respondido rotundamente que “la Q no se toca”. Es curioso que, incluso personas que por lo demás están muy alejadas de la Q (de sus connotaciones políticas sobre todo), apoyen la causa tan fervientemente.
Los estilos de vida del colectivo a menudo huyen de la mancha de lo queer, no va a ser que se repitan patrones de señalamiento, de trauma o de exclusión.
A estas alturas, entonces, el debate sobre la pertenencia de la Q dentro de lo LGTBIQ+ resulta reiterativo. Es más: la amenaza de su desaparición nos ha retrocedido a simplificaciones (es sorprendente la carencia de significado que tiene la Q para mucha gente que circula información al respecto). La reacción a los ataques institucionales también ha conducido a tautologías y lemas (“las mujeres trans son mujeres”, “los hombres trans son hombres”, “las personas no binarias no son ni una cosa ni la otra”), que nos limitan, en vez de constatar nuestra diversidad y complejidad. Esos dichos se han criticado en el pasado por parte de teóricxs del colectivo por reducir vidas, experiencias y deseos en caricaturizaciones (ver Whipping Girl de Julia Serano, con una r). En nuestro afán de atender las acusaciones, o defendernos con firmeza frente a políticas TERF, aceptamos usar su marco en vez de los nuestros.
Y esa falta de originalidad o autenticidad puede ser señal de dos cosas: primero, quizá de agotamiento. Es verdad que llevamos una mala racha en los años post-pandemia, con tanta lucha para que se aprobara la ley 4/2023, o con el auge de discursos de odio y su proliferación en la esfera pública. Pero tiene que haber otra razón: tiendo a pensar que es la facilidad con la que consumimos contenido en redes sociales, o la restricción de los espacios asamblearios, que tienen como resultado la dependencia de mensajes más rápidos y escasos en profundidad.
No obstante, mantenernos en este ámbito le hace un flaco favor a la “batalla cultural”. Tenemos, quizá por primera vez en la historia, acceso a tantas fuentes, a tantos estudios, relatos, obras artísticas y literarias, productos socioculturales, que nos hablan de vidas del colectivo. Podemos acceder a la cultura popular, reapropiarla, robarle los mecanismos más potentes y crear, con ellos, obras maestras; informarnos y educarnos para evitar el estigma, el bullying, la marginación… y a pesar de ello, preferimos no complicarnos la vida, y responder con el mensaje fácil: “las mujeres trans son mujeres”.
Las dinámicas, las organizaciones y los afectos queer nos sobrepasan; el avance tanto de la teoría como de la práctica son exponenciales, y nuestras vidas se nos echan encima, así que no tenemos tiempo para leer e informarnos siempre. Mientras tanto, nos consume tener que responder, una y otra vez, a las mismas “preocupaciones”, dudas y especulaciones de los grupos hegemónicos. ¡Permanecemos en bucle! “¿Y por qué las mujeres trans son mujeres?”, nos pueden preguntar por ahí, y responderemos “¡porque sí!”. Y ¿qué más? ¿Qué sabemos de los testimonios de mujeres trans atletas, qué nos dicen estudios situados sobre segregaciones o criterios absurdos de distinguir los cuerpos?
Es el momento de proceder a psicoeducar y prestar tiempo y esfuerzo para explicar, sin alzar automáticamente las armas. Que lo queer no nos quite lo pacifista.
Esta no es una crítica moralista sobre lo que deberíamos estar haciendo en vez de mantenernos en la literalidad del debate. Es una invitación a la reflexión común, sobre el papel, el alcance y el impacto que queremos que tenga en nuestro imaginario la mirada y la señalización enemiga. Y es que, si nuestra postura se asemeja, en el vocabulario o en el método, a la de quienes nos quitan derechos, entonces nos enfrentamos a un desafío mucho más complaciente con el sistema, que si seguimos nuestro propio camino (torcido, múltiple, polimorfo, precario, compartido).
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