‘Ellas hablan’: la terapia de grupo del Me Too

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Ellas hablan es una alegoría política situada en un lugar abstracto y ajeno al tiempo real, una arcaica comunidad agrícola y religiosa, pero que se inscribe en un contexto histórico muy concreto, el del movimiento Me Too, un tsunami de sororidad feminista que ha marcado un antes y un después en la impunidad de los depredadores sexuales. Por supuesto, ni todos los hombres son violadores o babosos ni todas las mujeres somos víctimas. Pero más allá de este cliché, por desgracia, muy pocas han crecido ajenas a las tremebundas historias de violencia y abusos que desde niñas hemos leído, escuchado y visto, y mucho, en el cine.

Las atrocidades cometidas con nuestros cuerpos han dado infinito juego en la pantalla. Y eso incluye sobrecogedoras elipsis, como la de la violación de la niña de Paisaje en la niebla, obra maestra de Theo Angelopoulos, al explícito regusto por los detalles más escabrosos y repugnantes de la tristemente célebre violación de Irreversible, de Gaspar Noé.

Ellas hablan es una película abiertamente militante que juega con el poder del fuera de campo (la cultura de la violación está en la conciencia colectiva y con acierto Sarah Polley descarta filmarla) para centrarse en el simbolismo político de su propuesta, una alegoría que nace en el mismo arranque del filme, cuando en la pantalla se puede leer la frase “Lo que sigue es un acto de imaginación femenina”. Esa emocionante proclama pone el listón muy alto, quizá demasiado alto, a una película llena de divagaciones sobre la justicia y la venganza, la resistencia, el mal, el amor e incluso el pacifismo que entroncan con la tradición más combativa del teatro político-documento.

El argumento se basa en la novela homónima de 2018 de la canadiense Miriam Toews, quien se inspiró en una historia real ocurrida entre 2005 y 2009 en la colonia menonita de Manitoba, situada en Bolivia. Allí, más de 150 mujeres y niñas, algunas de hasta tres años, sufrieron los continuos abusos de una serie de hombres de su comunidad que las drogaban con anestesia para animales mientras dormían. Las mujeres se despertaban mareadas, llenas de moratones, semen y sangre, mientras el resto de los hombres señalaban al más allá, a un castigo divino, a Satanás e incluso a las mentes fantasiosas de las víctimas. Hasta que la verdad cayó por su propio peso. Toews, que también había vivido en una comunidad menonita —muchos la recordarán como el personaje de Esther en la fascinante Luz silenciosa, del mexicano Carlos Reygadas—, convirtió el trauma por aquellos indigeribles sucesos en una imaginaria conversación entre las mujeres de diferentes generaciones de Manitoba.

De la mano de un atractivo coro de grandes actrices, algunas tan conocidas como Frances McDormand, Rooney Mara, Claire Foy y Jessie Buckley, Polley evita los hechos concretos para reproducir entre las vigas de madera de un granero la discusión clandestina que surge entre las víctimas y que obedece a tres impulsos: no hacer nada y pasar página, quedarse y luchar para que se haga justicia o marcharse, ser excomulgadas y errar sin rumbo en busca de una nueva vida. Los pros y contras, los puntos de vista de las ancianas frente a las más jóvenes, centran un filme que subraya el poder de la sororidad, pero sin cavar demasiado hondo en otras ideas subyacentes.

Polley, la actriz de, entre otras, Mi vida sin mí y La vida secreta de las palabras, de Isabel Coixet, debutó como directora en 2006 con Lejos de ella, adaptación de una historia de su compatriota canadiense Alice Munro que ya demostraba el rigor en la mirada de una directora con un estilo muy vinculado a la tradición del cine independiente americano. En Ellas hablan —candidata al Oscar a la mejor película y al mejor guion adaptado—, Polley guía al espectador a través de la voz narrativa de una de las más jóvenes del grupo de mujeres. La batalla dialéctica intergeneracional que propone el filme oscila entre la puesta en escena teatral del granero y una serie de postales sensoriales en las que los espacios domésticos, las trenzas de niñas y los campos labrados conforman el espacio de la supervivencia. La presencia masculina se reduce a una sombría abstracción, los hombres son una nube amenazante que tiene su contrapunto en el único hombre adulto que aparece en pantalla, el maestro de los hijos varones, sin que la centralidad de su figura (en el libro de Toews él es el narrador) cuaje del todo. La película se atasca a veces en sus subrayados y aunque el rabioso silencio del personaje de Frances McDormand sobrecoge, se echa en falta más recorrido para su reprimida voz. Con todo, Sarah Polley es valiente y se atreve a tomar partido, convirtiendo su decisión final en una fuerza utópica capaz de sanar el trauma colectivo.

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