‘El último verano’: el placer, el poder y los límites del deseo en un excelente drama de tintes incestuosos

wyman.jett

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El deseo y la decadencia tienen en Muerte en Venecia, novela de Thomas Mann, película de Luchino Visconti, su más formidable exponente. En aquella calurosa playa italiana, que provocaba que el tinte para el pelo de su elegante, sórdido y desesperado protagonista resbalara por su frente como síntoma del ardor y el dolor interno de un hombre acabado frente a la inusual belleza adolescente de su amado, se representó como pocas veces la eterna lucha entre lo deseado y lo prohibido.

Aquel efebo de rasgos misteriosamente perfectos, de nombre Tadzio, habitante de la Venecia de los primeros años del siglo XX, poco tiene que ver en principio con cualquier joven de hoy. Y sin embargo, Catherine Breillat parece haberlo resucitado con los rasgos y los ademanes del joven actor francés Samuel Kircher, que parece caminar por la existencia con la misma indolencia peligrosa de aquel Björn Andrésen descubierto por Visconti. La gran diferencia, y he ahí una de las claves de El último verano, excelente película de Breillat sobre los límites del deseo, es que en el otro lado no hay un hombre desesperado, un cadáver andante al que solo le quedan la mirada y el sueño, sino una atractiva mujer en la cincuentena de edad: la madrastra del chaval.

Desde su debut con Una chica de verdad (1976), y aún antes, cuando a los 17 años escribió L’Homme facile, novela prohibida por el gobierno francés a los menores de 18 años por su contenido “pornográfico”, la ya septuagenaria Breillat siempre fue una cineasta incómoda, en el mejor sentido de la palabra (que lo tiene, al menos para el arte). Sus películas nunca circulan por el camino esperado, sus personajes nunca reaccionan del modo más coherente, sus relatos siempre desembocan en un lugar ajeno a la placidez del espectador. Con El último verano, trabajo de encargo por parte de su productor, Saïd Ben Saïd, sabedor de que el material podía encajar en su idiosincrasia artística pese a ser un remake de una película danesa reciente, Reina de corazones (2019), Breillat ha hecho una de sus mejores obras.

Léa Drucker, Samuel Kircher (al fondo) y Olivier Rabourdin, en 'El último verano'.

Con experiencia en la temática del romance consentido entre una adulta y un menor de edad (Brief Crossing, de 2001, ya recorría esos derroteros, aunque de un modo más tierno), la directora francesa presenta a una mujer moderna, que aún escucha a Sonic Youth en el coche, casada con un hombre bastante mayor que ella (él sí, en la decadencia del cuerpo), que acaba mirándose en el espejo de la ley y de la moral, y quizá de la depravación, respecto a su día a día laboral, pues es abogada de chicas jóvenes que sufren acoso y violaciones. ¿Puede haber un romance consentido, aunque sea por el impulso seductor del chaval, entre una mujer de 50 y un chico de 17 que además es el hijo de su marido?

Breillat reflexiona (sin juzgar), a su manera sincera y cruel, y esta vez harto elegante, acerca de los límites del deseo (¿cuáles son? ¿los hay?), y transita por un feminismo que en este caso presenta un modelo de igualdad respecto a lo peor del hombre: el del abuso, la mentira y la crueldad.

Con una magnífica Léa Drucker como la mujer dispuesta a todo para preservar su estatus, El último verano, estrenada en la sección a competición de Cannes 2023, es además, y no es una incongruencia, una película muy bella visualmente, con un mirada poderosa y a la vez mesurada hacia las secuencias de sexo (y el primer beso es su mejor exponente). La podredumbre tras el lujo de Muerte en Venecia tiene en la película de Breillat un patrón renovado: el de la conexión entre el placer y el poder.

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