Doctorarse en matemáticas e investigar nada menos que sobre la conjetura de Goldbach, uno de los problemas no resueltos de la teoría de los números, no implica saber lo que es el placer de la existencia, tener clara la asunción de errores, saber lo que implica la ambición, conocer de primera mano la dignidad y manejarse con las emociones. Para conjetura irresoluble, la de la vida.
La joven y brillante matemática francesa que protagoniza la película El teorema de Marguerite es el arquetipo de “la empollona”. Así se cita explícitamente en la película y de este modo la ha dibujado Anne Novion en su tercer largometraje. Ahora bien, su criatura es introvertida y está poco acostumbrada al exterior y a la socialización, pero no tiene ningún trastorno del espectro autista. La directora hace bien en huir de ese cliché, aunque luego sí caiga en algunos lugares comunes de la visualización del pensamiento matemático, y ahí el encadenado de fórmulas ocupando toda la pantalla sobre el rostro del protagonista en cuestión es el peor ejemplo.
La conjetura de Goldbach, que data del año 1742 y que en 2012 fue demostrada en una de sus dos partes, la llamada débil, por el peruano Harald Helfgott, y que ya había sido esencia de la película española La habitación de Fermat y de la estadounidense Proof (La verdad oculta), tan distintas en géneros y estilos, ocupa buena parte del relato de Novion. Sin embargo, que no se preocupen los legos (que seremos casi todos), porque como otras obras en las que el tema es inescrutable para la mayoría, la directora se las ingenia para que el gran tema y los subtextos que lo acompañan sean mucho más mundanos. Y luego serán los matemáticos los que decidan si tiene sentido lo expuesto científicamente en cada una de las secuencias, tanto en los diálogos como en las pizarras y las paredes que funcionan como encerados en el trecho más diabólico del entramado argumental.
El teorema de Marguerite comienza como una clásica historia de ambiente universitario para después desembocar en un retrato de crisis existencial. En principio, dramático, pero con algún toque de comedia romántica que se desarrolla como el trecho menos interesante del trabajo de Novion. Es posible que ella entienda que en el proceso de salida del caparazón de su protagonista el amor deba estar ahí, pero están mucho más logrados otros aspectos: el lado obsesivo de las matemáticas y cómo te pueden hacer sentir mucho más vulnerable que a los demás; las penosas condiciones económicas y laborales de los investigadores universitarios; el acechante peligro del orgullo y la vanidad; y, sobre todo, la profundidad que lleva implícita. El abismo de las matemáticas es también el abismo de la vida. Las inseguridades, cómo llevar su vértigo y cómo encontrarnos a nosotros mismos y a nuestra calma, en la búsqueda de la felicidad.
Las variadas películas que se han compuesto alrededor de las matemáticas se podrían dividir en dos grupos: las que, con mayor o menor ambición y talento, apelan únicamente a los personajes, a la psicología y a su tormento interior, y ahí tendríamos títulos como Una mente maravillosa, El indomable Will Hunting, Ágora y La teoría del todo, y aquellas en las que, abundando en todo lo anterior, sus cineastas aplican también fórmulas cinematográficas fuera de lo convencional, poderoso lenguaje formal, y en esta vertiente hay dos tótems implacables: Pi, fe en el caos (1998), de Darren Aronofsky, y Primer (2004), de Shane Carruth. El teorema de Marguerite, temerosa en demasiados aspectos de puesta en escena, se alinea con claridad entre las primeras.
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La joven y brillante matemática francesa que protagoniza la película El teorema de Marguerite es el arquetipo de “la empollona”. Así se cita explícitamente en la película y de este modo la ha dibujado Anne Novion en su tercer largometraje. Ahora bien, su criatura es introvertida y está poco acostumbrada al exterior y a la socialización, pero no tiene ningún trastorno del espectro autista. La directora hace bien en huir de ese cliché, aunque luego sí caiga en algunos lugares comunes de la visualización del pensamiento matemático, y ahí el encadenado de fórmulas ocupando toda la pantalla sobre el rostro del protagonista en cuestión es el peor ejemplo.
La conjetura de Goldbach, que data del año 1742 y que en 2012 fue demostrada en una de sus dos partes, la llamada débil, por el peruano Harald Helfgott, y que ya había sido esencia de la película española La habitación de Fermat y de la estadounidense Proof (La verdad oculta), tan distintas en géneros y estilos, ocupa buena parte del relato de Novion. Sin embargo, que no se preocupen los legos (que seremos casi todos), porque como otras obras en las que el tema es inescrutable para la mayoría, la directora se las ingenia para que el gran tema y los subtextos que lo acompañan sean mucho más mundanos. Y luego serán los matemáticos los que decidan si tiene sentido lo expuesto científicamente en cada una de las secuencias, tanto en los diálogos como en las pizarras y las paredes que funcionan como encerados en el trecho más diabólico del entramado argumental.
El teorema de Marguerite comienza como una clásica historia de ambiente universitario para después desembocar en un retrato de crisis existencial. En principio, dramático, pero con algún toque de comedia romántica que se desarrolla como el trecho menos interesante del trabajo de Novion. Es posible que ella entienda que en el proceso de salida del caparazón de su protagonista el amor deba estar ahí, pero están mucho más logrados otros aspectos: el lado obsesivo de las matemáticas y cómo te pueden hacer sentir mucho más vulnerable que a los demás; las penosas condiciones económicas y laborales de los investigadores universitarios; el acechante peligro del orgullo y la vanidad; y, sobre todo, la profundidad que lleva implícita. El abismo de las matemáticas es también el abismo de la vida. Las inseguridades, cómo llevar su vértigo y cómo encontrarnos a nosotros mismos y a nuestra calma, en la búsqueda de la felicidad.
Las variadas películas que se han compuesto alrededor de las matemáticas se podrían dividir en dos grupos: las que, con mayor o menor ambición y talento, apelan únicamente a los personajes, a la psicología y a su tormento interior, y ahí tendríamos títulos como Una mente maravillosa, El indomable Will Hunting, Ágora y La teoría del todo, y aquellas en las que, abundando en todo lo anterior, sus cineastas aplican también fórmulas cinematográficas fuera de lo convencional, poderoso lenguaje formal, y en esta vertiente hay dos tótems implacables: Pi, fe en el caos (1998), de Darren Aronofsky, y Primer (2004), de Shane Carruth. El teorema de Marguerite, temerosa en demasiados aspectos de puesta en escena, se alinea con claridad entre las primeras.
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‘El teorema de Marguerite’: el abismo de las matemáticas no acaba de reflejar el abismo de la vida
El filme comienza como una clásica historia de ambiente universitario para después desembocar en un retrato de crisis existencial, con la conjetura de Goldbach como ignición de la historia
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