tvandervort
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«Todo tiene su momento y cada cosa sutiempo bajo el cielo»(Eclesiastés, 3, 1-8)IMAGINE el lector una ciudad donde siempre fuera Navidad, como en esos artificiales pueblecitos escandinavos. Villancicos en primavera, calles iluminadas en verano, belenes todo el año. Si la idea le parece pintoresca o extravagante quizá pueda enfocar con cierta distancia intelectual el creciente desparrame cofrade sevillano. Ah, es que no es lo mismo, dirá: la Semana Santa es nuestra memoria, nuestro código sentimental, nuestra identidad moral, nuestro ADN primario. Y tendrá razón, pero todos esos rasgos de la personalidad colectiva se han manifestado siempre con unas proporciones eurítmicas, con el equilibrio de un canon litúrgico ajustado al calendario cristiano. Algo muy distinto de la proliferación de procesiones extraordinarias que de un tiempo a esta parte han convertido una de nuestras principales y más queridas señas emocionales en una secuencia de acontecimientos cuya repetición banaliza su hondo significado y lo aproxima involuntariamente a la insustancialidad festiva de una atracción propia de parque temático.La Semana Santa es una cosa muy seria. No es que esas salidas extemporáneas no lo sean, porque hay en ellas una voluntad bienintencionada de mantener vivo el culto en cualquier época, pero tampoco resulta posible permanecer ajenos a la sensación de trivialidad que crea esa reiteración compensatoria del síndrome de abstinencia que originó el obligado paréntesis de la pandemia. A menudo, el pretexto para 'sacar' las imágenes es tan remoto o alambicado como el 'no cumpleaños' de la Alicia de Carroll: una fecha coyuntural, una efeméride cualquiera traída por los pelos con la intención de crear una tradición hueca. Y la inevitable competencia emulativa de las hermandades está dando lugar a la rareza de una ciudad entregada a la celebración de una Pascua perpetua.Los teólogos posconciliares, sobre todo franceses y alemanes, distinguieron entre fe, devoción y piedad popular como estados diferentes de la vinculación del pueblo católico con el mensaje cenital de trascendencia y redención contenido en la esencia del hecho religioso. Todos tienen valor y todos merecen respeto. Pero la liturgia ha estructurado ese mensaje en un itinerario secuencial, simbólico, cuyo discurso sigue el relato evangélico: un ciclo donde cada rito corresponde a un tiempo. Basta esa sencilla composición, que conoce cualquier asistente regular a la misa dominical, para entender la contradicción conceptual que supone, por ejemplo, celebrar el Adviento sacando a la calle una Virgen dolorosa o un Cristo muerto. No como excepción sino como costumbre, como regla, como método.El Arzobispado, cuyo titular proviene de territorios fuertemente secularizados –donde los escasos parroquianos colocaban urnas en los altares y 'esteladas' en los campanarios–, parece haber descubierto en la piedad popular un vehículo de evangelización multitudinaria que hace siglos que estaba inventado por estos pagos. Y las cofradías, acostumbradas a ejercer como 'lobby' local, han encontrado en esa benevolente apertura el camino más rápido para allanar sus siempre difíciles, cuando no conflictivas, relaciones con Palacio. Los intereses de ambas partes han coincidido con mutuo entusiasmo, sin calibrar por una parte la tensión que el aluvión procesional provoca en el funcionamiento orgánico del casco urbano, y por otra el fenómeno de progresiva frivolización que amenaza con transformar en espectáculo lo que nunca debería dejar de ser un ceremonial sagrado, aunque lo bastante abierto para acoger a creyentes y agnósticos bajo su manto. Si todo es siempre Semana Santa se pierde su valor, su espíritu, su rango, sus claves, su jerarquía en el sentir comunitario.No es cuestión, en todo caso, de disquisiciones teologales; doctores tiene la Iglesia para eso. Se trata simplemente de debatir la idoneidad de un proceso que incide de lleno en la transformación de la ciudad en una suerte de espacio escénico. De discutir hasta qué punto el sentido de la medida, un elemento clásico de la más profunda sevillanía, se diluye en un sinsentido exhibicionista. De reflexionar sobre si un 'semasantódromo' construido bajo las luces de Navidad responde a la esencia identitaria de una ciudad consecuente consigo misma, respetuosa con el legado de una solera genuina transmitida por la historia, la cultura y la experiencia de las generaciones antiguas. De decidir si un patrimonio inmaterial acumulado a base de sutileza, aticismo, madurez y armonía merece ser malversado como mero reclamo de captación turística o, lo que sería aún peor, como festivo esparcimiento populista.
Ignacio Camacho: El (sin)sentido de la medida
Es imprescindible una reflexión colectiva sobre esta Semana Santa perpetua que amenaza con banalizar la esencia de la fiesta
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