Fletcher_Volkman
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En algunos círculos se considera que la versión primigenia de la anorexia la conformaron las llamadas ayunadoras de la época victoriana en el Reino Unido: preadolescentes que, aupadas por la cerrazón religiosa y el contagio imitativo, afirmaban que podían sobrevivir largos tiempos sin comer y sin que su cuerpo o su sistema inmunitario sufriera lo más mínimo, lo que dio pie a que fueran consideradas santas por los creyentes y sus supuestas capacidades fueran concebidas como milagros. Un fenómeno al que se acerca la elegante película irlandesa El prodigio, dirigida por el chileno Sebastián Lelio, y basada en una novela de Emma Donoghue publicada en 2016. Una historia de mujeres en busca de la liberación en un infierno de superstición, que se estrena en exclusiva en Netflix.
Donoghue en su libro y Lelio en su película desvían el foco desde la apenas cría que afirma no haber ingerido alimentos en los últimos cuatro meses para ponerlo en la enfermera encargada de vigilar si el asombroso caso es una maravilla sobrenatural o una simple estafa. En el comité de sabios del apartado lugar irlandés de las Midlands, que encarga la labor de carcelera a la joven mujer interpretada con su fuerza habitual por Florence Pugh, se unen precisamente el hambre y las ganas de comer: por un lado, desconfían tanto de la cría como de la propia enfermera a la que han encargado la supervisión (por turnos, junto a una monja), cuando esta les ofrece una explicación al asombro, así como del periodista de The Daily Telegraph desplazado a la zona para informar del suceso; pero por otro les interesa mantener que la historia sea corroborada como cierta, al igual que a las instancias de poder de cualquier zona depauperada en la que se han producido supuestos milagros a lo largo de la historia.
En esa dicotomía reside parte del interés de un relato muy atractivo, en el que la influencia del catolicismo, de las creencias y de una sociedad opresiva mandada por hombres que desconfían de las mujeres puede dar lugar a no pocos paralelismos a lo largo de la historia, y que puede seguir vigente en ciertos ámbitos. En un ambiente rural áspero, pero expresivo y bello, que recuerda sobremanera a algunas de las adaptaciones de Cumbres borrascosas, Lelio maneja su cámara a través de movimientos sinuosos, lentos travellings de acercamiento hacia cuerpos y rostros, marcados por la duda y el atrevimiento en un tiempo, el año del señor de 1862, presidido por el fanatismo.
Con una preciosa utilización de la luz en los austeros interiores y en los agrestes exteriores, el director chileno inocula la forma con un subtexto de fondo muy cercano al de dos de sus excelentes trabajos anteriores, Gloria (2013) y Una mujer fantástica (2017, ganadora del Oscar a la mejor película internacional), e incluso al de su primer acercamiento al cine en inglés, la fallida Desobedience (2017), obras en principio distantes de El prodigio: relatos de mujeres enfrentadas a sociedades o comunidades despóticas, que se rebelan contra los mandamientos dados y contra sus normas morales.
Y, como aportación final de Lelio, se añaden un prólogo y un epílogo, contados desde fuera de la propia película y en los que se muestra la tramoya y su condición de artificio casi pirandelliano, con los que juega a la argucia de la mentira de otra mentira. O quizá a la mejor de sus verdades, quién sabe, pues en su ambiguo desenlace se aúnan las cuatro esencias de El prodigio: la compasión, la prohibición, la confusión y la expiación.
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Donoghue en su libro y Lelio en su película desvían el foco desde la apenas cría que afirma no haber ingerido alimentos en los últimos cuatro meses para ponerlo en la enfermera encargada de vigilar si el asombroso caso es una maravilla sobrenatural o una simple estafa. En el comité de sabios del apartado lugar irlandés de las Midlands, que encarga la labor de carcelera a la joven mujer interpretada con su fuerza habitual por Florence Pugh, se unen precisamente el hambre y las ganas de comer: por un lado, desconfían tanto de la cría como de la propia enfermera a la que han encargado la supervisión (por turnos, junto a una monja), cuando esta les ofrece una explicación al asombro, así como del periodista de The Daily Telegraph desplazado a la zona para informar del suceso; pero por otro les interesa mantener que la historia sea corroborada como cierta, al igual que a las instancias de poder de cualquier zona depauperada en la que se han producido supuestos milagros a lo largo de la historia.
En esa dicotomía reside parte del interés de un relato muy atractivo, en el que la influencia del catolicismo, de las creencias y de una sociedad opresiva mandada por hombres que desconfían de las mujeres puede dar lugar a no pocos paralelismos a lo largo de la historia, y que puede seguir vigente en ciertos ámbitos. En un ambiente rural áspero, pero expresivo y bello, que recuerda sobremanera a algunas de las adaptaciones de Cumbres borrascosas, Lelio maneja su cámara a través de movimientos sinuosos, lentos travellings de acercamiento hacia cuerpos y rostros, marcados por la duda y el atrevimiento en un tiempo, el año del señor de 1862, presidido por el fanatismo.
Con una preciosa utilización de la luz en los austeros interiores y en los agrestes exteriores, el director chileno inocula la forma con un subtexto de fondo muy cercano al de dos de sus excelentes trabajos anteriores, Gloria (2013) y Una mujer fantástica (2017, ganadora del Oscar a la mejor película internacional), e incluso al de su primer acercamiento al cine en inglés, la fallida Desobedience (2017), obras en principio distantes de El prodigio: relatos de mujeres enfrentadas a sociedades o comunidades despóticas, que se rebelan contra los mandamientos dados y contra sus normas morales.
Y, como aportación final de Lelio, se añaden un prólogo y un epílogo, contados desde fuera de la propia película y en los que se muestra la tramoya y su condición de artificio casi pirandelliano, con los que juega a la argucia de la mentira de otra mentira. O quizá a la mejor de sus verdades, quién sabe, pues en su ambiguo desenlace se aúnan las cuatro esencias de El prodigio: la compasión, la prohibición, la confusión y la expiación.
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‘El prodigio’: elegante aproximación a la lucha de las mujeres contra el fanatismo
Sebastián Lelio dirige a Florence Pugh en un ambiente rural áspero, pero expresivo y bello, y en un tiempo, 1862, marcado por las supersticiones
elpais.com