El presidente, en su sitio

zboncak.melyna

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El presidente del festejo, Lope Morales, estuvo en su sitio; quiere decirse que hizo cumplir el reglamento y veló por la seriedad de la fiesta al negarse taxativamente a indultar al tercer toro de la tarde ante la insistencia del público con la connivencia del matador Emilio de Justo. A punto estuvo el torero de escuchar los tres avisos tras fallar estrepitosamente en la suerte suprema después de que montara la espada en diferentes ocasiones, las mismas que la bajó para mirar al palco y presionar al usía para que sacara el pañuelo naranja. El presidente le devolvía la mirada con gestos evidentes de que matara al toro, lo que parecía no entender De Justo, hasta que escuchó el primer aviso y comenzó lo que sería un mitin con la espada.

Ciertamente, no era toro de indulto, y el torero lo sabía mejor que nadie, lo que no le impidió hacer el ridículo antes de dar el petardo. No estuvo inteligente el siempre racional Emilio de Justo y emborronó una poderosa faena, digna de mejor suerte final, ante un toro que no permitió el toreo de capote, acudió sin alegría al caballo y, eso sí, mostró fiereza, agresividad y exigencia en el último tercio. No fue nada fácil ese oponente y pedía a gritos un torero muy firme, muy técnico, dispuesto a jugarse el tipo para ganar la partida. Y De Justo aceptó el reto, asentó las zapatillas y lo dominó en una labor de menos a más en la que hubo muletazos por ambas manos desbordantes de mando y hondura. Un toro de mucho interés y un torero en sazón. Pero unos espectadores pidieron el indulto del animal, De Justo se despojó de su título de figura, se vistió de torero pueblerino y el final se la historia ya está contada.

Noble, sosote y de mucho menos provecho fue el sexto, al que De Justo toreó con solvencia en una labor de escasa emoción. A pesar de ello, y de la media estocada y el descabello final paseó dos excesivas orejas.

Hasta cuatro le concedieron a Curro Díaz —las segundas orejas de los dos toreros fueron de regalo—, que le tocaron dos toros nobles de escasa alegría en la muleta, a los que toreó con su conocido buen gusto, en detalles de categoría, hondos muletazos sueltos, y a los dos los mató de estocadas bajas.

Y abrió plaza el rejoneador Diego Ventura, que notó la diferencia, y de qué manera, entre anunciarse con toros de Victorino Martín o con los que se anuncian todos los rejoneadores actuales; entre torear a caballo a un toro fiero y encastado o hacerlo a un torete obediente, fácil, generoso y elegido y criado para ser un fiel colaborador.

Ventura es uno de los grandes y salió airoso del compromiso, pero tuvo que poner toda la carne en el asador, cansar a sus oponentes y hacer acopio de técnica y buena monta. Dos toros encastados, que perseguían con afán, con los que Ventura anduvo precavido en los primeros compases —los rejones de castigo los clavó todos a la grupa y huyendo del terreno de los toros—, para templarlos, después, con torería y lucirse con su extraordinaria cuadra de caballos toreros. Al primer toro lo mató de un rejón de muerte fulminante y paseó con mérito las dos orejas, y otra cortó al cuarto, en el que se lució el caballo Lío.

Los tres toreros y el ganadero, a hombros.

Al final, todos a hombros, excesivo premio, pero el público se lo pasó bien y, al menos, no se enfadó con el palco, que cambió el indulto al tercer toro por una vuelta al ruedo, que tampoco merecía.

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