waelchi.angeline
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Todos los edificios cuentan una historia. Y algunas de ellas resultan incómodas respecto al relato oficial, siempre frío, coherente y sin fisuras, que cada ciudad aspira a transmitir. Sucedió con el Palacio de la República, destruido en 2008. Con la demolición del edificio, antigua sede del Parlamento de la RDA y casa de la cultura abierta a la ciudadanía, terminaba oficialmente el antiguo régimen socialista, dos décadas después de la caída del Muro de Berlín: con el borrado de uno de sus principales emblemas en el paisaje urbano. Símbolo tan amado como odiado, destruido pero nunca olvidado, el edificio fue erigido entre 1973 y 1976 en el centro de Berlín para albergar la Volkskammer (o Cámara del Pueblo, con poderes muy limitados) y un gran centro social y de ocio que seguía el modelo de los “palacios de la cultura” en los países del telón de acero, como los que existían en Praga, Varsovia o Sofía.
El lugar concentraba 13 bares y restaurantes, un cine y un teatro, una sala de exposiciones, una oficina de correos, una bolera y dos pistas de baile. Contaminado por el amianto, fue cerrado al público tras la reunificación de Alemania y reducido a su armazón. Volvió a abrir sus puertas en 2004, liberado de ese mineral tóxico y de toda carga política, convertido en escenario monumental para conciertos y exposiciones de arte en una época en que Berlín todavía era una anomalía en el paisaje europeo: una ciudad libre, barata y ajena al turismo low cost. El escudo de la RDA fue retirado y reemplazado por una instalación artística que presentaba la palabra Zweifel (o duda) en letras gigantes sobre la entrada principal, simbolizando la encrucijada en la que se encontraba la ciudad respecto a su futuro.
La desaparición del edificio, a la vez fascinante y ominoso, fue sentenciada en 2006. Tras un largo debate, un comité de 15 expertos votó, por ocho votos contra siete, a favor de su demolición. Dos años más tarde, solo quedaban escombros. En sus inmediaciones, vendedores ambulantes despachaban matrioskas, gorros militares y otros souvenirs filocomunistas, símbolos de la llamada Ostalgie (o nostalgia por el Este). Algunos vieron en ese derribo una emancipación definitiva respecto a un régimen autoritario e ilegítimo. Otros, un borrado oficial de la RDA y de sus logros —se suelen citar la movilidad social y las políticas de igualdad—, y una negación de las vidas de quienes vivieron en su territorio, en el marco de una operación para olvidar los episodios más oscuros del siglo XX en la ciudad.
La polémica del derribo se intensificó porque, en el lugar que ocupaba el Palacio de la República, se erigió una reconstrucción del Berliner Schloss, la residencia oficial de la dinastía de los Hohenzollern entre 1443 y 1918. Dañada durante la Segunda Guerra Mundial, fue destruida en 1951 por la RDA, que también quiso imponer su relato en el paisaje berlinés. Ejemplo de Barroco tardío, este pastiche asumido del antiguo palacio se reconstruyó en versión modernizada —una parte de la nueva fachada es neorracionalista— gracias a la financiación de industriales alemanes nostálgicos de la arquitectura de antaño. De ello surgió un nuevo centro cultural, inaugurado en 2020 como Humboldt Forum, que expone las colecciones del Museo Etnológico y el Museo de Arte Asiático. Un proyecto que puede parecer desacertado en una época que debate la descolonización y la restitución de obras: este escaparate de los botines imperiales se encuentra en el mismo lugar donde el káiser Guillermo II ordenó actos de genocidio en sus colonias. Antes de su inauguración, el Humboldt Forum ya tuvo que anunciar la restitución de los llamados bronces de Benín, dejando vacía la sala destinada a exhibirlos.
Aun así, este proyecto descabellado, instalado en un espacio con aura de centro comercial, se ha convertido, contra pronóstico, en un lugar sugestivo. La clave ha sido dejar de esconder su historia incongruente y asumirla con transparencia: en el fondo, es un rasgo que comparte con el resto de la ciudad. Su último gesto: un homenaje al edificio brutalista que tuvo que desaparecer para dejar espacio a este palacio imperial de pacotilla. Una nueva exposición, que se puede visitar en el Humboldt Forum hasta febrero de 2025, permite recorrer la historia del Palacio de la República a través de 300 objetos, de la vajilla de los restaurantes a las obras de arte que decoraban su recinto, expuestos con distancia clínica y sin demasiado apego nostálgico. Además, incluye 50 entrevistas con ciudadanos de la RDA que lo dirigieron, trabajaron en él o lo visitaron.
En su día, el propio director del museo, Hartmut Dorgerloh, que creció en la RDA, estuvo en contra de la destrucción del Palacio de la República. Hoy es partidario de convertirlo en un lugar de memoria. “Este episodio demuestra que puedes demoler un edificio, pero no puedes eliminar los recuerdos de la gente”, afirma desde su despacho, en pleno centro de Berlín. “Podemos interpretar su demolición como una señal de desdén por las vidas de los ciudadanos de la RDA, pero no fue un símbolo triunfal de la victoria del Oeste sobre el Este. La voluntad era sanar las heridas del pasado. Entonces nadie hablaba de sostenibilidad o de memoria urbana. La sensibilidad hacia esos asuntos ha evolucionado. Hoy no volvería a suceder algo así”.
En realidad, la demolición del Palacio de la República no es una mera excepción, sino el caso más célebre de un borrado paulatino de la memoria de la RDA del espacio urbano desde la reunificación. A pocos metros del Humboldt Forum, el antiguo Ministerio de Construcción de la RDA fue parcialmente destruido hace una década. Hoy es un esqueleto de acero y hormigón que espera albergar nuevos usos. “El edificio ofrece un potencial considerable para el desarrollo de una combinación urbana de pisos, tiendas, restaurantes y oficinas”, reza un cartel en la planta baja.
Por descontado, esta transformación también se debe al descubrimiento capitalista de las antiguas ciudades socialistas, donde la propiedad privada era casi inexistente. “Hay poco interés por invertir en la renovación de los edificios de la RDA cuando económicamente es más viable derribarlo y empezar de nuevo”, confirma Kirsty Bell, autora de Corrientes subterráneas (Errata Naturae), un reciente ensayo sobre el ininteligible paisaje urbano de la capital alemana. “Aunque la misma lógica impulsa muchas decisiones urbanísticas en el Berlín Oeste”, matiza.
Los ejemplos abundan, desde el edificio Ahornblatt, sofisticado emblema del brutalismo alemán pegado a Alexanderplatz, que fue derruido en el 2000 — contenía un self-service con casi mil asientos que solían frecuentar los funcionarios de la RDA—, hasta la reciente demolición, en febrero de este año, del Generalshotel en el aeropuerto de Schönefeld, rebautizado como Berlín-Brandemburgo, que solía acoger a los mandatarios de la Unión Soviética. Mientras, la Casa de la Estadística, en el centro de Berlín, en estado semirruinoso, acoge a artistas y organizaciones sin ánimo de lucro a la espera de convertirse en un bloque de oficinas.
Tacheles fue una de las casas ocupadas más famosas del Berlín oriental: tras la caída del Muro, un colectivo de artistas se instaló en su interior y creó estudios para pintores, un cine, una discoteca y un jardín público. Fueron desalojados en 2012. Desde 2023, el lugar alberga la sucursal berlinesa de Fotografiska, un exquisito museo sueco de fotografía con un restaurante de lujo en su planta superior, aunque las pintadas anárquicas de su escalera, que lo hicieron famoso en su día, siguen en su lugar. La alianza del turbocapitalismo mal disimulado y de la estética antiliberal de antaño, una mezcla tan absurda como perfecta para definir las infinitas contradicciones del Berlín actual.
Mientras, pequeños museos polvorientos subsisten en varios puntos del Berlín Este, como el pequeño centro histórico de la Kulturbrauerei, en el barrio oriental de Prenzlauer Berg, o el Museo de la Stasi, en Lichtenberg, un enclave imposible de gentrificar donde supervivientes de la clase obrera conviven con la inmigración turca en un paisaje dibujado por hileras interminables de desangelados edificios socialistas, los llamados Plattenbauten, convertidos en insospechado objeto de culto arquitectónico.
El museo se encuentra en la antigua sede de la agencia de inteligencia de la RDA, a cargo de la vigilancia de los ciudadanos, la represión de la disidencia política y la protección del comunismo. En el otro extremo de la ciudad, la Ciudadela de Spandau se ha convertido en almacén de estatuas incómodas, de esas que nadie quiere ver en el espacio público, definidas como “objetos tóxicos de memoria” por su directora, Urte Evert. Entre ellos, la cabeza de una estatua de Lenin de 19 metros, que fue desmembrada y enterrada en el bosque de Müggelheim, al sureste de la ciudad, se expone al público desde 2016.
“La enconada lucha por el Palacio de la República es un ejemplo de una pugna más amplia entre borrado y memoria. Los símbolos de la RDA solo formaban parte de la historia para una minoría de la población: los alemanes del Este. Los políticos occidentales, que eran mayoría, no hicieron nada para salvar algo que nunca sintieron como suyo”, concluye por correo electrónico la ensayista Katja Hoyer, autora de Diesseits der Mauer (A este lado del muro), un libro superventas que describe la vida diaria en la RDA, acusada por sus detractores de defender “un socialismo en tonos pastel”, como publicó Der Tagesspiegel, o incluso “una dictadura confortable”, según el Süddeutsche Zeitung.
En realidad, Hoyer parece interesada en reinterpretar el relato oficial sobre la reunificación, contestado también por novelistas que crecieron en la RDA, como Jenny Erpenbeck o Clemens Meyer. Es una cuestión política, estética y, sobre todo, cíclica. “A veces toma su tiempo, una o dos generaciones, entender la calidad de algunos tipos de arquitectura”, apunta Dorgerloh, que cree que ya hemos llegado a ese momento de reevaluación. Mientras la interminable Karl-Marx-Allee, la gran avenida del Berlín Este, es ahora contemplada con un prestigio inédito por sus rasgos urbanísticos, un grupo de activistas lanzó en 2021 la petición más surrealista, que solo tiene sentido en una ciudad como Berlín. El colectivo exige derribar ahora el Humboldt Forum y reconstruir el Palacio de la República antes de 2050. Y vuelta a empezar.
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El lugar concentraba 13 bares y restaurantes, un cine y un teatro, una sala de exposiciones, una oficina de correos, una bolera y dos pistas de baile. Contaminado por el amianto, fue cerrado al público tras la reunificación de Alemania y reducido a su armazón. Volvió a abrir sus puertas en 2004, liberado de ese mineral tóxico y de toda carga política, convertido en escenario monumental para conciertos y exposiciones de arte en una época en que Berlín todavía era una anomalía en el paisaje europeo: una ciudad libre, barata y ajena al turismo low cost. El escudo de la RDA fue retirado y reemplazado por una instalación artística que presentaba la palabra Zweifel (o duda) en letras gigantes sobre la entrada principal, simbolizando la encrucijada en la que se encontraba la ciudad respecto a su futuro.
La desaparición del edificio, a la vez fascinante y ominoso, fue sentenciada en 2006. Tras un largo debate, un comité de 15 expertos votó, por ocho votos contra siete, a favor de su demolición. Dos años más tarde, solo quedaban escombros. En sus inmediaciones, vendedores ambulantes despachaban matrioskas, gorros militares y otros souvenirs filocomunistas, símbolos de la llamada Ostalgie (o nostalgia por el Este). Algunos vieron en ese derribo una emancipación definitiva respecto a un régimen autoritario e ilegítimo. Otros, un borrado oficial de la RDA y de sus logros —se suelen citar la movilidad social y las políticas de igualdad—, y una negación de las vidas de quienes vivieron en su territorio, en el marco de una operación para olvidar los episodios más oscuros del siglo XX en la ciudad.
La polémica del derribo se intensificó porque, en el lugar que ocupaba el Palacio de la República, se erigió una reconstrucción del Berliner Schloss, la residencia oficial de la dinastía de los Hohenzollern entre 1443 y 1918. Dañada durante la Segunda Guerra Mundial, fue destruida en 1951 por la RDA, que también quiso imponer su relato en el paisaje berlinés. Ejemplo de Barroco tardío, este pastiche asumido del antiguo palacio se reconstruyó en versión modernizada —una parte de la nueva fachada es neorracionalista— gracias a la financiación de industriales alemanes nostálgicos de la arquitectura de antaño. De ello surgió un nuevo centro cultural, inaugurado en 2020 como Humboldt Forum, que expone las colecciones del Museo Etnológico y el Museo de Arte Asiático. Un proyecto que puede parecer desacertado en una época que debate la descolonización y la restitución de obras: este escaparate de los botines imperiales se encuentra en el mismo lugar donde el káiser Guillermo II ordenó actos de genocidio en sus colonias. Antes de su inauguración, el Humboldt Forum ya tuvo que anunciar la restitución de los llamados bronces de Benín, dejando vacía la sala destinada a exhibirlos.
Aun así, este proyecto descabellado, instalado en un espacio con aura de centro comercial, se ha convertido, contra pronóstico, en un lugar sugestivo. La clave ha sido dejar de esconder su historia incongruente y asumirla con transparencia: en el fondo, es un rasgo que comparte con el resto de la ciudad. Su último gesto: un homenaje al edificio brutalista que tuvo que desaparecer para dejar espacio a este palacio imperial de pacotilla. Una nueva exposición, que se puede visitar en el Humboldt Forum hasta febrero de 2025, permite recorrer la historia del Palacio de la República a través de 300 objetos, de la vajilla de los restaurantes a las obras de arte que decoraban su recinto, expuestos con distancia clínica y sin demasiado apego nostálgico. Además, incluye 50 entrevistas con ciudadanos de la RDA que lo dirigieron, trabajaron en él o lo visitaron.
En su día, el propio director del museo, Hartmut Dorgerloh, que creció en la RDA, estuvo en contra de la destrucción del Palacio de la República. Hoy es partidario de convertirlo en un lugar de memoria. “Este episodio demuestra que puedes demoler un edificio, pero no puedes eliminar los recuerdos de la gente”, afirma desde su despacho, en pleno centro de Berlín. “Podemos interpretar su demolición como una señal de desdén por las vidas de los ciudadanos de la RDA, pero no fue un símbolo triunfal de la victoria del Oeste sobre el Este. La voluntad era sanar las heridas del pasado. Entonces nadie hablaba de sostenibilidad o de memoria urbana. La sensibilidad hacia esos asuntos ha evolucionado. Hoy no volvería a suceder algo así”.
“Puedes destruir un edificio, pero no eliminar los recuerdos de la gente”, dice el director del Humboldt Forum, Hartmut Dorgerloh, que en su día se opuso a la demolición. “Hoy no sucedería algo así”
En realidad, la demolición del Palacio de la República no es una mera excepción, sino el caso más célebre de un borrado paulatino de la memoria de la RDA del espacio urbano desde la reunificación. A pocos metros del Humboldt Forum, el antiguo Ministerio de Construcción de la RDA fue parcialmente destruido hace una década. Hoy es un esqueleto de acero y hormigón que espera albergar nuevos usos. “El edificio ofrece un potencial considerable para el desarrollo de una combinación urbana de pisos, tiendas, restaurantes y oficinas”, reza un cartel en la planta baja.
Por descontado, esta transformación también se debe al descubrimiento capitalista de las antiguas ciudades socialistas, donde la propiedad privada era casi inexistente. “Hay poco interés por invertir en la renovación de los edificios de la RDA cuando económicamente es más viable derribarlo y empezar de nuevo”, confirma Kirsty Bell, autora de Corrientes subterráneas (Errata Naturae), un reciente ensayo sobre el ininteligible paisaje urbano de la capital alemana. “Aunque la misma lógica impulsa muchas decisiones urbanísticas en el Berlín Oeste”, matiza.
Los ejemplos abundan, desde el edificio Ahornblatt, sofisticado emblema del brutalismo alemán pegado a Alexanderplatz, que fue derruido en el 2000 — contenía un self-service con casi mil asientos que solían frecuentar los funcionarios de la RDA—, hasta la reciente demolición, en febrero de este año, del Generalshotel en el aeropuerto de Schönefeld, rebautizado como Berlín-Brandemburgo, que solía acoger a los mandatarios de la Unión Soviética. Mientras, la Casa de la Estadística, en el centro de Berlín, en estado semirruinoso, acoge a artistas y organizaciones sin ánimo de lucro a la espera de convertirse en un bloque de oficinas.
Tacheles fue una de las casas ocupadas más famosas del Berlín oriental: tras la caída del Muro, un colectivo de artistas se instaló en su interior y creó estudios para pintores, un cine, una discoteca y un jardín público. Fueron desalojados en 2012. Desde 2023, el lugar alberga la sucursal berlinesa de Fotografiska, un exquisito museo sueco de fotografía con un restaurante de lujo en su planta superior, aunque las pintadas anárquicas de su escalera, que lo hicieron famoso en su día, siguen en su lugar. La alianza del turbocapitalismo mal disimulado y de la estética antiliberal de antaño, una mezcla tan absurda como perfecta para definir las infinitas contradicciones del Berlín actual.
Mientras, pequeños museos polvorientos subsisten en varios puntos del Berlín Este, como el pequeño centro histórico de la Kulturbrauerei, en el barrio oriental de Prenzlauer Berg, o el Museo de la Stasi, en Lichtenberg, un enclave imposible de gentrificar donde supervivientes de la clase obrera conviven con la inmigración turca en un paisaje dibujado por hileras interminables de desangelados edificios socialistas, los llamados Plattenbauten, convertidos en insospechado objeto de culto arquitectónico.
El museo se encuentra en la antigua sede de la agencia de inteligencia de la RDA, a cargo de la vigilancia de los ciudadanos, la represión de la disidencia política y la protección del comunismo. En el otro extremo de la ciudad, la Ciudadela de Spandau se ha convertido en almacén de estatuas incómodas, de esas que nadie quiere ver en el espacio público, definidas como “objetos tóxicos de memoria” por su directora, Urte Evert. Entre ellos, la cabeza de una estatua de Lenin de 19 metros, que fue desmembrada y enterrada en el bosque de Müggelheim, al sureste de la ciudad, se expone al público desde 2016.
“La enconada lucha por el Palacio de la República es un ejemplo de una pugna más amplia entre borrado y memoria. Los símbolos de la RDA solo formaban parte de la historia para una minoría de la población: los alemanes del Este. Los políticos occidentales, que eran mayoría, no hicieron nada para salvar algo que nunca sintieron como suyo”, concluye por correo electrónico la ensayista Katja Hoyer, autora de Diesseits der Mauer (A este lado del muro), un libro superventas que describe la vida diaria en la RDA, acusada por sus detractores de defender “un socialismo en tonos pastel”, como publicó Der Tagesspiegel, o incluso “una dictadura confortable”, según el Süddeutsche Zeitung.
En realidad, Hoyer parece interesada en reinterpretar el relato oficial sobre la reunificación, contestado también por novelistas que crecieron en la RDA, como Jenny Erpenbeck o Clemens Meyer. Es una cuestión política, estética y, sobre todo, cíclica. “A veces toma su tiempo, una o dos generaciones, entender la calidad de algunos tipos de arquitectura”, apunta Dorgerloh, que cree que ya hemos llegado a ese momento de reevaluación. Mientras la interminable Karl-Marx-Allee, la gran avenida del Berlín Este, es ahora contemplada con un prestigio inédito por sus rasgos urbanísticos, un grupo de activistas lanzó en 2021 la petición más surrealista, que solo tiene sentido en una ciudad como Berlín. El colectivo exige derribar ahora el Humboldt Forum y reconstruir el Palacio de la República antes de 2050. Y vuelta a empezar.
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