Este verano vi, por primera vez en mi vida, una luciérnaga, a la que para sumarle aún más magia en Galicia —que fue donde la vi— llaman lucecú. Otra noche, en una plazoleta de Santiago, conocí a un niño. Tenía cinco años, el pelo rizado y, según me dijo, una enorme colección de Hot Wheels. Era de Madrid y se llamaba Mateo, como la mitad de los niños de su edad y clase social, porque otra cosa que me dijo era el colegio al que iba —uno de postín de la capital—, dato importantísimo tanto para los niños como para los ricos, y Mateo era ambas cosas.
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El padre del niño Mateo
Hay un momento en casi todas las familias en el que los padres pasan de ser los fareros que guían a navegantes de nuevo
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