wisozk.ahmad
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No hay silla de mimbre (para los expertos, el sillón Peacock) en la Emmanuelle del siglo XXI. Tampoco la había, cuidado, en la primera adaptación de la novela al cine, sino solo en su afiche, pero aquella Emmanuelle de 1974 construyó su propio imaginario con un éxito impresionante. Hasta el punto de que en París se proyectó durante 13 años en un cine de los Campos Elíseos. Y los españoles cruzaban la frontera para verla en el país vecino. Era el ejemplo de un cine que usaba una protagonista femenina para prolongar la mirada masculina ante una sexualidad que nunca creyó en la paridad, sino en el alivio rápido y en el cuanto más cacha, mejor. La mujer objeto.
Ahora, cuando ese “cuanto más, mejor” ha conquistado internet, sobre todo en lo referido a la pornografía, parecería buena idea que Audrey Diwan, una guionista reputada y directora ganadora del León de Oro de Venecia con El acontecimiento, encarara una Emmanuelle acorde a los tiempos. “Mis productores me lo propusieron y me pasaron el libro, porque yo ni había visto la primera película”, cuenta Diwan en el festival de San Sebastián, donde su filme inaugura el certamen. “No acepté durante un tiempo hasta que entendí que debía plantear en pantalla qué es el erotismo. ¿No debería el lenguaje cinematográfico usarse para estimular la imaginación de la gente, ya que en las pantallas en 2024 se puede ver de todo? Acepté el proyecto con una condición, que no hubiera ataduras con la primera versión, que me dieran absoluta libertad creativa”.
Y ahí se extravió. Emmanuelle ya no es una azafata, sino que trabaja como inspectora de calidad de hoteles de siete estrellas. Ya no aterriza en Bangkok, sino en Hong Kong. Diwan asegura que quiere hablar del placer femenino a través de una mujer vacía de emociones a la que coloca, como un espejo, un cliente del establecimiento producto del mismo sistema capitalista. Ahítos y colmados de lujo, creen que habrá algo más en locales de mala muerte o en vidas descarriadas. La cineasta tampoco opta por embarrarse o mancharse de sexo salvaje. Ni elige una mirada femenina del deseo. En realidad, el problema de Emmanuelle es que no sabe a qué va ni a dónde, es un filme desnortado y desenfocado. “Yo no quería construir un punto de vista femenino creado solo para espectadores, porque, sí, hablo de esa pulsión en una mujer, pero mi público son hombres y mujeres, no descarto a nadie”. Ojalá.
En lo que acierta Emmanuelle, que se estrena en salas comerciales el próximo viernes, 27, es en la construcción de un hotel de lujo como un no espacio, que podría cimentarse en cualquier parte del mundo, un escenario deslocalizado, “donde se vive un presente eterno”, desliza Diwan. Y que le funciona tanto a ella como a su coguionista, Rebecca Zlotowski (otra fuerza del actual cine francés) para juguetear con la idea de que en pantalla “la gente verá cómo funciona el neocolonialismo”. En realidad, Emmanuelle cae en la misma trampa, devenida en un envoltorio de lujo absolutamente sin fundamento: por ella podría transitar la pareja de Cincuenta sombras de Grey, cruzarse con la protagonista y la gerente del establecimiento (Naomi Watts) en plena pelea sobre si merece la pena abrazar la sororidad o clavarse las uñas, y todo quedaría igual.
Cuando Emmanuelle abandona el hotel para buscar a su objeto de deseo, el hombre espejo también vacío que mola porque lleva cazadora y va sin afeitar en un mundo de rasurados apurados, la cámara se adentra en Chungking Mansions, emblemático edificio de la ciudad china, donde se amontonan 4.000 personas en tiendas, hoteles de mala muerte y locales de juego escondidos en los recovecos. De repente, la huella de Deseando amar (In The Mood for Love, 2000) proyecta vida a la narración. Vana esperanza. “No puedes salir a jugar contra In The Mood for Love”, confiesa Diwan, “porque siempre tienes las de perder”. Claro, no solo porque el filme de Wong Kar-Wai sea una obra maestra, sino porque probablemente muestre la mayor sexualidad hallada jamás en pantalla sin que asome ni un centímetro de carne.
Dos despilfarros más. Noémie Merlant da vida a Emmanuelle. Actriz infatigable, directora con criterio, en esta ocasión transita absolutamente desubicada, y no precisamente por reflejar la sensación vital de perdida de su personaje. Tampoco cuaja el apunte inicial de que siempre hay alguien viendo a alguien (desde la sala de control de cámaras del hotel se testimonia que un camarero espía a la protagonista), porque no hay un desarrollo narrativo.
La Emmanuelle de 1974 lanzó a la fama, deglutió y destrozó la vida de su protagonista, la modelo holandesa Sylvia Kristel. Tampoco ayudó a construir una sexualidad sana en mucho público masculino. A esta Emmanuelle de 2024 ni siquiera se le puede acusar de nada nocivo. No descarrila en la primigenia idea de reivindicación de la libertad de la mujer a través de su cuerpo y de la búsqueda de su propio placer, porque ni avanza dos pasos en esa dirección. Tras varios diálogos que provocan sonrojo y muchos planos rodados como sobrantes de una sesión de fotos de Vogue, solo queda una sensación: la nada. Ni siquiera funciona en modo irónico: el vacío del lujo iguala a la mojigatería del erotismo.
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Ahora, cuando ese “cuanto más, mejor” ha conquistado internet, sobre todo en lo referido a la pornografía, parecería buena idea que Audrey Diwan, una guionista reputada y directora ganadora del León de Oro de Venecia con El acontecimiento, encarara una Emmanuelle acorde a los tiempos. “Mis productores me lo propusieron y me pasaron el libro, porque yo ni había visto la primera película”, cuenta Diwan en el festival de San Sebastián, donde su filme inaugura el certamen. “No acepté durante un tiempo hasta que entendí que debía plantear en pantalla qué es el erotismo. ¿No debería el lenguaje cinematográfico usarse para estimular la imaginación de la gente, ya que en las pantallas en 2024 se puede ver de todo? Acepté el proyecto con una condición, que no hubiera ataduras con la primera versión, que me dieran absoluta libertad creativa”.
Y ahí se extravió. Emmanuelle ya no es una azafata, sino que trabaja como inspectora de calidad de hoteles de siete estrellas. Ya no aterriza en Bangkok, sino en Hong Kong. Diwan asegura que quiere hablar del placer femenino a través de una mujer vacía de emociones a la que coloca, como un espejo, un cliente del establecimiento producto del mismo sistema capitalista. Ahítos y colmados de lujo, creen que habrá algo más en locales de mala muerte o en vidas descarriadas. La cineasta tampoco opta por embarrarse o mancharse de sexo salvaje. Ni elige una mirada femenina del deseo. En realidad, el problema de Emmanuelle es que no sabe a qué va ni a dónde, es un filme desnortado y desenfocado. “Yo no quería construir un punto de vista femenino creado solo para espectadores, porque, sí, hablo de esa pulsión en una mujer, pero mi público son hombres y mujeres, no descarto a nadie”. Ojalá.
En lo que acierta Emmanuelle, que se estrena en salas comerciales el próximo viernes, 27, es en la construcción de un hotel de lujo como un no espacio, que podría cimentarse en cualquier parte del mundo, un escenario deslocalizado, “donde se vive un presente eterno”, desliza Diwan. Y que le funciona tanto a ella como a su coguionista, Rebecca Zlotowski (otra fuerza del actual cine francés) para juguetear con la idea de que en pantalla “la gente verá cómo funciona el neocolonialismo”. En realidad, Emmanuelle cae en la misma trampa, devenida en un envoltorio de lujo absolutamente sin fundamento: por ella podría transitar la pareja de Cincuenta sombras de Grey, cruzarse con la protagonista y la gerente del establecimiento (Naomi Watts) en plena pelea sobre si merece la pena abrazar la sororidad o clavarse las uñas, y todo quedaría igual.
Cuando Emmanuelle abandona el hotel para buscar a su objeto de deseo, el hombre espejo también vacío que mola porque lleva cazadora y va sin afeitar en un mundo de rasurados apurados, la cámara se adentra en Chungking Mansions, emblemático edificio de la ciudad china, donde se amontonan 4.000 personas en tiendas, hoteles de mala muerte y locales de juego escondidos en los recovecos. De repente, la huella de Deseando amar (In The Mood for Love, 2000) proyecta vida a la narración. Vana esperanza. “No puedes salir a jugar contra In The Mood for Love”, confiesa Diwan, “porque siempre tienes las de perder”. Claro, no solo porque el filme de Wong Kar-Wai sea una obra maestra, sino porque probablemente muestre la mayor sexualidad hallada jamás en pantalla sin que asome ni un centímetro de carne.
Dos despilfarros más. Noémie Merlant da vida a Emmanuelle. Actriz infatigable, directora con criterio, en esta ocasión transita absolutamente desubicada, y no precisamente por reflejar la sensación vital de perdida de su personaje. Tampoco cuaja el apunte inicial de que siempre hay alguien viendo a alguien (desde la sala de control de cámaras del hotel se testimonia que un camarero espía a la protagonista), porque no hay un desarrollo narrativo.
La Emmanuelle de 1974 lanzó a la fama, deglutió y destrozó la vida de su protagonista, la modelo holandesa Sylvia Kristel. Tampoco ayudó a construir una sexualidad sana en mucho público masculino. A esta Emmanuelle de 2024 ni siquiera se le puede acusar de nada nocivo. No descarrila en la primigenia idea de reivindicación de la libertad de la mujer a través de su cuerpo y de la búsqueda de su propio placer, porque ni avanza dos pasos en esa dirección. Tras varios diálogos que provocan sonrojo y muchos planos rodados como sobrantes de una sesión de fotos de Vogue, solo queda una sensación: la nada. Ni siquiera funciona en modo irónico: el vacío del lujo iguala a la mojigatería del erotismo.
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