Aurelie_Kunde
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Puede que la especie humana no lleve demasiado tiempo sobre la tierra, pero nuestra andadura ha sido suficiente para que, al menos en lo que concierne a los enfrentamientos entre tribus —por desgracia, una de las actividades que mejor nos caracteriza— lo hayamos probado casi todo. Así, el presidente Putin, que lleva unos años amenazando a Occidente con armas infinitamente poderosas recién salidas de la infalible industria rusa, no hace más que repetir —en este terreno como en tantos otros— lo que hizo Hitler en la Segunda Guerra Mundial.Quizá recuerde el lector que entonces se acuñó el término Wunderwaffe para describir a una serie de armas milagro — entre las que destacaron las bombas volantes V1 y V2— que la propaganda nazi utilizó para dar moral a su pueblo y minar la voluntad de resistir de los aliados. Sin embargo, tampoco fue Goebbels quien inventó la Wunderwaffe. Ya en los albores de la humanidad, los ejércitos tribales solían recurrir a hechiceros que, vestidos para la ocasión, formulaban extraños conjuros para amedrentar a los soldados enemigos con la amenaza de males sin cuento. Desde luego, el ritual de los conjuros de hoy es muy diferente del de hace mil años. Nadie creería ya que un brujo hostil tiene el poder de hacer que, como temían los galos del pueblo rebelde donde vivía Astérix, caiga el cielo sobre nuestras cabezas. Sin embargo, con un poco de imaginación, todavía puede el moderno hechicero formular un encantamiento que consiga asustarnos, aprovechando una extraña conjunción de intereses: los de una industria de defensa siempre ávida de éxitos comerciales y los de algunos medios de comunicación poco cuidadosos con las hipérboles.Hace ya muchos años que los militares estamos sometidos a la propaganda rusa, antes soviética. Algunos, como se vio en los primeros días de la invasión de Ucrania, incluso llegaron a creérsela. Las improbables hazañas de la industria de defensa de nuestro enemigo en la Guerra Fría llegaban a nuestros oídos amplificadas —otra improbable conjunción de intereses— por la inteligencia militar norteamericana, que solía dar crédito a las bondades del material soviético quizá porque así conseguía más inversiones en defensa.Para valorar la realidad de lo publicado, los militares teníamos la realidad de los blindados y los aviones de combate rusos que fracasaban en Oriente Medio, o la de los barcos envueltos en humo negro con los que nos cruzábamos en la mar. Sin embargo —otra de las contradicciones de una especie que se autodefine como racional— no todo el mundo quiere hacer el esfuerzo de quitarse la venda de los ojos.Desde el comienzo de la Guerra de Ucrania, la propaganda militar del Kremlin, antes reducida a los cuarteles, se ha extendido a toda la sociedad. ¿Recuerda el lector el caso del submarino Belgorod, con su «torpedo del Juicio Final»? ¿O el Satán II, el «misil del apocalipsis»? ¿Y la «caravana de la muerte» que iba a llevar proyectiles nucleares al frente ucraniano? De todas estas exageraciones publicadas en la prensa —que a menudo tuve que desmentir en diversos canales de televisión, a veces ante la visible decepción del entrevistador— quizá la más disparatada es la que se refiere al misil Oréshnik, una nueva versión de la V2 nazi que parece haber debutado sin particular brillantez en el campo de batalla pero, en cambio, ha destacado entre los titulares de todos los medios del mundo.¿Por qué tanto ruido en comparación con las magras nueces de destrucción que el misil ha sembrado en la ciudad de Dnipro? Porque, en esta solemne ocasión, ha sido el propio Putin el que, ataviado con cuernos de bisonte y alzando las manos al cielo —entienda el lector que se trata de una metáfora, aunque solo en lo que concierne al ritual— ha asegurado que «no existen análogos al Oréshnik en el mundo». Pero, como eso no le debe haber parecido suficiente, ha añadido —contra todas las leyes de la física pero, ¿qué les importan a los hechiceros las leyes de la física— que un ataque con estos misiles será comparable al de un arma nuclear. Una afirmación que —quizá se refiera a eso el brujo del Kremlin— se ha extendido por algunas redes sociales como si fuera una bomba atómica sin que nadie que yo haya visto se haya molestado en comprobar las cuentas del dictador.En su papel de moderno hechicero, Putin ha vuelto a abrir la caja de los truenos con tanto éxito como tuvo Hitler en su día. A pesar de lo que hemos visto en Ucrania, hoy vuelven a cantarse en muchos medios españoles las excelencias del material militar ruso... por personas que, desde luego, nunca comprarían un ordenador o un móvil fabricado allí. Hasta el As, un periódico deportivo serio, publicaba estos días bajo el poco apropiado epígrafe de «Sociedad» un curioso artículo glosando las bondades del buque de guerra ruso Pedro el Grande, descrito como «el crucero nuclear más grande del mundo». Destacaba también el titular que «está equipado con los misiles Granit». Ambos extremos, en este caso, son ciertos. Se echa en falta, sin embargo, el tono irónico que debería acompañarlos. Buque de otros tiempos, el Pedro el Grande no solo es el crucero nuclear más grande del mundo sino el único que queda en servicio activo. Y el misil mencionado en el artículo fue diseñado en los años 70. ¿Tenía el lector entonces un ordenador en su casa? El Granit tampoco.En la guerra eterna que libra la humanidad contra lo peor de nuestra especie, a los españoles no nos toca hoy estar en la línea de fuego. Pero eso no significa que no podamos hacer nada. Articulistas y lectores, todos y cada uno de nosotros podemos poner nuestro granito de arena para negarle a Putin la mejor arma que él, como cualquier hechicero del pasado, puede explotar: el miedo.
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