El marciano chomskiano y los terrícolas glotófobos

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Debido a que nuestros políticos son expertos en meterse en todos los charcos inimaginables, se han llenado recientemente los periódicos de artículos de opinión en los que se discute con verdadero apasionamiento si los andaluces debemos sentirnos ofendidos o no cuando alguien imita nuestro acento… claro que no menos llenos estaban ya los diarios de no menos apasionadas polémicas acerca de si valenciano y catalán son lenguas diferentes o son, por el contrario, dialectos de la misma lengua; de si ser bilingüe es más positivo para el cerebro que hablar una sola lengua o si se puede ser tonto en cinco idiomas (como decía Ortega de Madariaga); de si quien habla euskera ve el mundo de modo distinto a quien tiene el español como lengua materna o si en ambos casos se es igual de ciego a la realidad; o en fin, de si hay que llamar macetas a los tiestos o tiestos a las macetas. Desde Marte, nuestros vecinos alienígenas (si Bradbury o Wells tenían razón) han de asistir atónitos a toda esta babel. Porque, como ya decía el famoso lingüista Noam Chomsky, «un científico marciano capaz de usar la razón encontraría, a buen seguro, bastante superficial toda esta diversidad, hasta el punto de pensar que todos los seres humanos hablan la misma lengua, con diferencias mínimas de unos a otros». Efectivamente, todo es cuestión de perspectiva… Ahora bien, el gran problema de nuestro científico marciano es, justamente, su racionalidad. En contra de lo que nosotros mismos queremos creer, el principal uso que damos al lenguaje no es el de báculo del pensamiento o vehículo de transmisión de nuestro conocimiento sobre la realidad. Un estudio reciente ha revelado que hasta el 85% de nuestras conversaciones gira en torno a asuntos sociales, como quién hizo qué a quién (y por qué), quién es el dueño de qué (y para qué lo usa), cuánto gana X (y en qué se gasta todo ese dinero) o de dónde es Y (seguro que de un lugar bien feo). Incluyamos también aquí la manipulación («llévate esto», «tráeme eso», «hazme aquello») y el mero mantenimiento de los vínculos sociales («buenos días» (y eso que llueve), «nos vemos» (aunque no me apetece) o «¿qué tal estás?» (claro que no me importa gran cosa)). Pero incluso siendo así y siendo no menos consciente de que todas las lenguas están hechas, efectivamente, de un modo muy parecido y satisfacen igual de bien todas estas funciones, nuestro vecino alienígena seguirá perplejo ante la importancia que damos a saludar en gallego o en portugués, pedir las cosas en andaluz o en murciano, o despedirse diciendo «Agur» en lugar de «hasta luego». ¡Y claro que la tiene! La tiene desde el momento en que las lenguas y sus variedades no son meras herramientas, sino que son también parte consustancial de nuestra identidad. Igual que lo que somos viene dictado, hasta cierto punto, por el modo en que nos vestimos o por la manera en que comemos, la variedad lingüística que hablamos nos identifica ante los demás (si dices no ni na, entonces debes de ser andaluz) y nosotros nos identificamos con ella (nos proporciona un sentimiento de comunidad y nos permite entroncar con nuestros antepasados, con sus relatos y sus creencias). Tanto es así que muchos de los que, como Zamenhof, el creador del esperanto, soñaron con que todos los hombres hablasen una sola lengua (como antes de la Torre de Babel), lo hicieron, entre otras razones, para reducir el papel que la lengua tiene, como señal identitaria, en la mayoría de los conflictos (¿hace falta salir de España para buscar ejemplos?). «La multiplicidad de las lenguas es la causa primera, o al menos la más influyente, de la división de la familia humana en grupos enemigos», dejó escrito Zamenhof. Y, sin embargo, ninguna lengua con vocación de universal ha terminado siéndolo. El esperanto apenas lo hablan (siempre como segunda lengua) unas 100.000 personas, a pesar de ser una lengua diseñada para que sea fácil de aprender y de usar... sí, efectivamente, justo la lengua ideal para nuestro racional científico marciano y la que él esperaría que todos los humanos hubiesen adoptado. Pero nuestra especie no es solo razón pura; es también emoción, visceralidad, pulsión. Hemos evolucionado para ser muy tolerantes con quienes nos son afines (en esencia, los que portan nuestro ADN) y muy agresivos con los extraños. Nuestros primos los chimpancés son agresivos con todos; los bonobos, con nadie. La educación puede atemperar nuestra naturaleza, pero que cambie para siempre, exige que nuestra fisiología se transforme y eso lleva siglos o milenios. Seguiremos por un tiempo considerable fragmentados en grupos diversos y la lengua (o los dialectos o los acentos o las palabras concretas) seguirán usándose para identificar al que no es como uno. No se trata de aceptar sin más las cosas tal como nos vienen dictadas por nuestra biología, pero tampoco sirve de nada estigmatizar estos comportamientos y tildarlos de glotofobia («odio al que habla diferente»). En lugar de señalar, prohibir y castigar, quizás la solución pase por recurrir más a otra de las funciones que también tiene el lenguaje: entretener y divertir. Acaso nos fuese mejor si reemplazásemos tantas leyes lingüísticas por más humor lingüístico, y contásemos más chistes sobre cómo hablan andaluces, argentinos o la gente de campo… eso sí, contando el mismo número de chistes sobre cómo lo hacen madrileños, profesores de universidad y gente de clase alta. En lugar de ofenderse tanto por las cosas de la lengua, riamos más sobre y merced a la lengua.SOBRE EL AUTOR Antonio Benítez Burraco Catedrático de Lingüística general de la Universidad de Sevilla

 

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