mante.rose
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En la última Bienal de Venecia, la artista rusa disidente Anna Jermolaeva presentó, como parte del pabellón austriaco, una instalación que se titula Ensayo para El lago de los cisnes, y la artista dijo a la periodista Nicole Scheyerer: “En mi juventud, viví tres veces que en la televisión estatal rusa no se emitía nada más que El lago de los cisnes durante todo el día” (rememora Jermolaeva, nacida en 1970 en San Petersburgo). Tal loop narcotizante de cisnes en continuo “se emitió por primera vez en 1982, tras la muerte del jefe del Estado soviético Leonid Brezhnev. En lugar de un anuncio oficial de la muerte, el vacío de poder político se llenó en la televisión estatal con una danza interminable. Con la obra más famosa de Chaikovski como censura informativa, el régimen comunista ganó tiempo para reagruparse entre bastidores”, resume Scheyerer. En Venecia, en la instalación de Jermolaeva, el cisne blanco real frente al vídeo es la bailarina ucraniana Oksana Seryeieva, que huyó de la guerra en 2022 y se refugió en Viena. En Rusia se creó un dicho que hay que decir por lo bajo y a escondidas, y que se repite en ansias como un mantra promisorio: “Espero que El lago de los cisnes aparezca pronto en la televisión”.
Ese ballet es un monumento de permanencia simbólica y artística y así estamos hoy, en la cómoda butaca de un teatro, 147 años después de su estreno, disfrutándolo y asumiendo su poder. Ya en el cuento de hadas original de Johann Musäus (entonces se llamó por primera vez en la traducción francesa El estanque de los cisnes, no había “lago” sino una charca inmunda, pero el original en alemán se llamaba El velo robado y no se tradujo al ruso hasta bastante después del estreno del ballet: en el Teatro Bolshói moscovita todo el personal hablaba francés y mucho alemán) el bien y el mal se agitan en lucha moral, y hasta estética.
Los ballets que, tras avatares y manipulaciones, han resistido gallardamente el tiempo solemos llamarlos “clásicos del gran repertorio”; aunque suene taxativo y cruel, llegan, raspando, a una docena de títulos. Es lo que hay; son las grandes sinfonías del género, nuestros particulares Mozart, Haydn, Beethoven, Schumann, Berlioz, Bruckner y Mahler, quizá también Chaikovski (es solo cuestión de gustos la comparación). Y deben aspirar también esos ballets a ser eternos, a ser representados cíclicamente como un deber de todos los artistas intervinientes para con el arte, su humanística y su trascendencia. El lago de los cisnes es parte de esa fantástica construcción, de ese monumento colectivo.
Una vez estamos concienciados de que ese Lago que vemos hoy es un artefacto complejo y químicamente magistral, tensemos algunos cordeles como decía Lezama Lima, y digamos al menos tres verdades objetivas: solo el 75% de la partitura al uso contemporánea es autoralmente atribuible a Chaikovski (el orden de los números también ha variado lo suyo con notables adiciones, principalmente de Drigo, además de algún discutido trozo de Minkus y la muy intervencionista edición de Jungersson); la coreografía superviviente emana en su 90% de la drástica revisión de Petipa e Ivanov de 1895, y no podemos hablar de una versión canónica única y definitiva, sino de un ensalmado continuo y siempre procedente a la mejora, tanto estructural como coréutico. Con la orquestación general, el mapa es aún más intrincado y casi cabalístico.
El Lago parte de un cuento de hadas, pero es el ballet de argumento feérico que más pronto deja de serlo para pasar a una connotación sígnica y paradigmática diferente y superior. La lucha entre el bien y el mal siempre está presente —y resaltada en este caso— pero su representación y desenvolvimiento en lo trágico le aporta un tinte dramático excepcional. En el Lago de los cisnes original (y lo retomó Nuréyev luego de muchas dudas y consultas: Demídov, Sloninski, Wiley), Odette y Sigfrido mueren ahogados por suicidio en aquellas aguas tan malditas como encantadas (y estancadas); Tomasson lo marca también así. La muy hollywoodense solución de la redención, rotura del encantamiento y de su fatalidad y un final feliz totalmente inapropiado (mientras la música nos está dictando con claridad el desastre y su desgarro sentimental) cogió fuerza tempranamente, y se repite hoy día sin sonrojo. Es una opción que debe aceptarse saltándose todo el tono y el ánimo del magistral cuarto acto, donde, mediante la composición, Chaikovski nos acerca a las más grandes desgracias: inevitabilidad del destino, taimar la acción para que el mal no pierda lustre. ¿Qué nos indican estos pareceres? Que el Lago está vivo, vivísimo, que se puede seguir disfrutando con él, vibrar con sus temas y admirar su poderoso empaque, por momentos tan sinfónico.
Helgi Tomasson, anterior director artístico del Ballet de San Francisco, tras el éxito de su montaje de La bella durmiente en 1990 (el primer ballet en todo el orbe cuya producción alcanzó el millón de dólares: era mucho dinero entonces y lo es ahora), cogió carrerilla y se lanzó al Lago, que pudo hacer por donaciones privadas de muchos ceros, y aún algunos años después, en 2016, otra vez sobre la misma línea de mecenazgo, lo amplió y remozó. Algún reputado crítico dijo que claramente nunca segundas versiones fueron mejores y que la primera permanecía como su gran trabajo coral y plástico; esto es discutible. La producción se presentó este martes en el Teatro Real de Madrid, en la primera gira internacional del Ballet de San Francisco bajo la dirección de la española Tamara Rojo. Estamos ante un ballet lujoso, potente, bien hecho e interpretado, seriamente producido y conservado. Y claro que puede haber peros, siempre los hay, pero son menores o soslayables. De entre los Lagos de hoy en el mercado, el de Tomasson puede exhibirse entre los mejores, que no son precisamente los últimos en llegar a la oferta.
El Ballet de San Francisco ha hecho funciones mejores, pero el estreno tuvo abundantes vibraciones positivas y ratificó que hay, y muy asentado, un público fiel para el ballet de toda la vida, el llamado popularmente —coloquialmente— clásico, siendo más atinado expresarlo como académico. Los buenos diseños mantienen casi todo su brío.
La función tuvo su parte de emoción, como todo estreno, pero no fue redonda; hubo abundantes fallos técnicos, el director orquestal (que está reputado como bueno en lo suyo) tenía mucha prisa y esto lastró a algunas partes de baile, las luces fueron lacerantes y duras, poco acogedoras a la trama y movimiento; el cuerpo de baile se mostró coherente, siempre en los márgenes de bailar este estilo “a la americana”, es decir: más rápido, más abierto, más geométrico y en cuadratura (con otras acentuaciones propias hasta rozar lo balanchiniano, no exactamente frío: es cuestión de escuela), y los solistas, que son artistas maduros y prestigiosos, por momentos parecieron no tener la comunicación actoral profunda que piden trama y obra. En cualquier caso, estas funciones son una gran fiesta.
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Ese ballet es un monumento de permanencia simbólica y artística y así estamos hoy, en la cómoda butaca de un teatro, 147 años después de su estreno, disfrutándolo y asumiendo su poder. Ya en el cuento de hadas original de Johann Musäus (entonces se llamó por primera vez en la traducción francesa El estanque de los cisnes, no había “lago” sino una charca inmunda, pero el original en alemán se llamaba El velo robado y no se tradujo al ruso hasta bastante después del estreno del ballet: en el Teatro Bolshói moscovita todo el personal hablaba francés y mucho alemán) el bien y el mal se agitan en lucha moral, y hasta estética.
Los ballets que, tras avatares y manipulaciones, han resistido gallardamente el tiempo solemos llamarlos “clásicos del gran repertorio”; aunque suene taxativo y cruel, llegan, raspando, a una docena de títulos. Es lo que hay; son las grandes sinfonías del género, nuestros particulares Mozart, Haydn, Beethoven, Schumann, Berlioz, Bruckner y Mahler, quizá también Chaikovski (es solo cuestión de gustos la comparación). Y deben aspirar también esos ballets a ser eternos, a ser representados cíclicamente como un deber de todos los artistas intervinientes para con el arte, su humanística y su trascendencia. El lago de los cisnes es parte de esa fantástica construcción, de ese monumento colectivo.
Una vez estamos concienciados de que ese Lago que vemos hoy es un artefacto complejo y químicamente magistral, tensemos algunos cordeles como decía Lezama Lima, y digamos al menos tres verdades objetivas: solo el 75% de la partitura al uso contemporánea es autoralmente atribuible a Chaikovski (el orden de los números también ha variado lo suyo con notables adiciones, principalmente de Drigo, además de algún discutido trozo de Minkus y la muy intervencionista edición de Jungersson); la coreografía superviviente emana en su 90% de la drástica revisión de Petipa e Ivanov de 1895, y no podemos hablar de una versión canónica única y definitiva, sino de un ensalmado continuo y siempre procedente a la mejora, tanto estructural como coréutico. Con la orquestación general, el mapa es aún más intrincado y casi cabalístico.
El Lago parte de un cuento de hadas, pero es el ballet de argumento feérico que más pronto deja de serlo para pasar a una connotación sígnica y paradigmática diferente y superior. La lucha entre el bien y el mal siempre está presente —y resaltada en este caso— pero su representación y desenvolvimiento en lo trágico le aporta un tinte dramático excepcional. En el Lago de los cisnes original (y lo retomó Nuréyev luego de muchas dudas y consultas: Demídov, Sloninski, Wiley), Odette y Sigfrido mueren ahogados por suicidio en aquellas aguas tan malditas como encantadas (y estancadas); Tomasson lo marca también así. La muy hollywoodense solución de la redención, rotura del encantamiento y de su fatalidad y un final feliz totalmente inapropiado (mientras la música nos está dictando con claridad el desastre y su desgarro sentimental) cogió fuerza tempranamente, y se repite hoy día sin sonrojo. Es una opción que debe aceptarse saltándose todo el tono y el ánimo del magistral cuarto acto, donde, mediante la composición, Chaikovski nos acerca a las más grandes desgracias: inevitabilidad del destino, taimar la acción para que el mal no pierda lustre. ¿Qué nos indican estos pareceres? Que el Lago está vivo, vivísimo, que se puede seguir disfrutando con él, vibrar con sus temas y admirar su poderoso empaque, por momentos tan sinfónico.
Helgi Tomasson, anterior director artístico del Ballet de San Francisco, tras el éxito de su montaje de La bella durmiente en 1990 (el primer ballet en todo el orbe cuya producción alcanzó el millón de dólares: era mucho dinero entonces y lo es ahora), cogió carrerilla y se lanzó al Lago, que pudo hacer por donaciones privadas de muchos ceros, y aún algunos años después, en 2016, otra vez sobre la misma línea de mecenazgo, lo amplió y remozó. Algún reputado crítico dijo que claramente nunca segundas versiones fueron mejores y que la primera permanecía como su gran trabajo coral y plástico; esto es discutible. La producción se presentó este martes en el Teatro Real de Madrid, en la primera gira internacional del Ballet de San Francisco bajo la dirección de la española Tamara Rojo. Estamos ante un ballet lujoso, potente, bien hecho e interpretado, seriamente producido y conservado. Y claro que puede haber peros, siempre los hay, pero son menores o soslayables. De entre los Lagos de hoy en el mercado, el de Tomasson puede exhibirse entre los mejores, que no son precisamente los últimos en llegar a la oferta.
El Ballet de San Francisco ha hecho funciones mejores, pero el estreno tuvo abundantes vibraciones positivas y ratificó que hay, y muy asentado, un público fiel para el ballet de toda la vida, el llamado popularmente —coloquialmente— clásico, siendo más atinado expresarlo como académico. Los buenos diseños mantienen casi todo su brío.
La función tuvo su parte de emoción, como todo estreno, pero no fue redonda; hubo abundantes fallos técnicos, el director orquestal (que está reputado como bueno en lo suyo) tenía mucha prisa y esto lastró a algunas partes de baile, las luces fueron lacerantes y duras, poco acogedoras a la trama y movimiento; el cuerpo de baile se mostró coherente, siempre en los márgenes de bailar este estilo “a la americana”, es decir: más rápido, más abierto, más geométrico y en cuadratura (con otras acentuaciones propias hasta rozar lo balanchiniano, no exactamente frío: es cuestión de escuela), y los solistas, que son artistas maduros y prestigiosos, por momentos parecieron no tener la comunicación actoral profunda que piden trama y obra. En cualquier caso, estas funciones son una gran fiesta.
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