savanna81
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Relata Javier Peña en su estupendo y reciente libro Tinta invisible (Blackie Books) una historia que empieza cuando un amigo de Fiódor Dostoievski encontró abatido al escritor el 1 de octubre de 1866. La razón de su pesar se debía a que el 1 de noviembre debía entregar una novela a riesgo de perder nueve años sus derechos a manos del editor Stellovski. Podría escribir la novela en un mes, ¿pero transcribirla? Su amigo le envió a la mejor alumna de la escuela de estenografía de Rusia, Anna Grigorievna Snitkina. A ella, Dostoievski le dictó las primeras páginas de El jugador. Trabajaban todos los días de doce a cuatro en tres sesiones de media hora, y el resto del tiempo bebían té y hablaban. De esta forma, Dostoievski escribía El jugador y, al mismo tiempo, seducía a Anna. La mujer observó, uno de esos días, que las pocas cosas valiosas que se conservaban en la casa de Dostoievski habían desaparecido; el autor le explicó que, debido a su situación económica, había tenido que venderlas para subsistir hasta entregar el libro. El 30 de octubre, la novela estuvo lista; una semana después, Fiodor y Anna se prometieron. En su viaje de novios a Alemania, el escritor se escapaba para jugarse todo el dinero que tenía. “Cuando empeñó el reloj”, cuenta Javier Peña, “Anna dejó de saber a qué hora volvía su marido a casa”. También empeñó el anillo de bodas. A eso se negó Anna: obligó a Dostoievski a reunir el dinero para recuperarlo, pero cuando salió de casa se fue directo a la ruleta. Fue entonces cuando Anna debió de pensar por qué no estaba avisada de esto y debió de ser entonces, también, cuando Anna reparó en que Dostoievski había escrito en menos de un mes una novela magistral llamada El jugador que no hubiera sido posible si no la hubiese vivido antes. Cuánta gente en su vida personal está dictando inocentemente El jugador y a cuánta de esa gente se lo están dictando es, al abrir los periódicos, una de las más pertinentes preguntas de nuestro tiempo.
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